El horror en nuestros tiempos
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Es octubre, mes de la luna más hermosa y el que trae consigo la Navidad de nosotros, los inadaptados, el Día de las Brujas, que hoy día opera en su modalidad de combo sincrético binario: Halloween/Día de Muertos.
Me encantan estas fechas por diferentes razones que me da flojera enlistar, pero una de ellas es el culto y celebración de ese misterio terrible e inexorable que aguarda por todos y cada uno de nosotros: La Muerte (que de tan pareja y democrática ya viene de origen con su nombre en lenguaje inclusivo: La Muerte).
Desde chico sentí siempre curiosidad por lo oculto y lo paranormal, gusto que terminó apelmazándose con mi formación católica.
Ya crecidito de edad, pero sobre todo de criterio, es decir, una vez que me volví ateo, desconociendo cualquier noción de existencia ulterior, ente sobrenatural o ser supremo celestial, seguí encontrando muy estimulantes los relatos de horror y de ultratumba.
Y para el mamerto mentecato -que nunca falta- y quiera ver en esto una contradicción, tengo que recordarle que no es requisito creer que los bichos radioactivos dan superpoderes para poder disfrutar de una peli del Hombre Araña.
Crecí viendo por la tele abierta viejas cintas de horror hollywoodenses, principalmente los clásicos de Universal
Especial huella dejó en mi impresionable ser de ocho añitos “Frankenstein contra el Hombre Lobo” (“Frankenstein Meets the Wolf Man”. 1943, Roy William Neill). Con Lon Chaney Jr. como el pachón licántropo y Bela Lugosi, por raro que le parezca, haciendo del monstruo para ensamblar.
Sin embargo, la que sí me traumó fue “La Máscara del Demonio” (“Black Sunday”, 1960 Mario Brava). Al día siguiente tenía yo unas magníficas ojeras en el salón de clase, pero también una espeluznante historia que contar en el recreo. En serio, yo no sé por qué no me detuvo alguien.
Unos pocos años después el Canal 5 nos sorprendía de repente con alguna hórrida peli, como “The Omen” I, II y III, es decir “Las Profecías”, como llamábamos habitualmente a esta saga sobre la venida del Anticristo bajo la forma del terrible Damien Thorn; o bien, alguna miniserie como “La Hora del Vampiro”, basada en la segunda novela de Stephen King, “Salem’s Lot” (el maldito escuincle ‘wámpiro’ flotando en la ventana todavía me produce pesadillas).
Tuve edad para ir al cine por mi cuenta y casi al mismo tiempo probamos en casa por vez primera las bondades de la televisión por cable. Indistintamente vimos todas las entregas de los asesinos “slasher” de la época: que su Freddy, que su Jason, que su Chucky, que su Michael Myers. Y un montón de películas que van de lo excelso a lo olvidable: “Christine”, “Cujo”, “The Bloob”, “Evil Dead”, “Fright Night”, “Hellraiser”, “Pet Sematary”, “Creepshow”... Y gracias a los reestrenos en cines pude ver en salas cinematográficas (como debe ser) mis tres favoritas de todos los tiempos: “The Exorcist”, “The Shining” y “An American Werewolf in London”.
El horror fue evolucionando y tomó diversas vertientes. Por un tiempo Hollywood se dedicó a hacer “remakes” de la propuesta japonesa, que siempre involucra a un niño/niña fantasma muy pálido y de enormes ojos negros, cuya función es hacernos pegar un brinco cada cinco minutos. Pero como sabemos, el “jumpscare” o susto repentino es la forma más barata de hacer cine de horror.
Hoy en día espero la llegada del nuevo mesías del género mientras reviso los clásicos con especial interés en las pelis de la casa productora Hammer, que en los setenta consagró a Vincent Price, Peter Cushing y Christopher Lee.
Pertenezco a esa legión de cinéfilos permanentemente hambrientos de un buen plato de sangre y gritos, que se agotan las plataformas mirando churro tras churro hasta que la suerte les sonríe con una joyita infravalorada (siempre he dicho que hay que ver en promedio unos 12.5 bodrios para hallar una peli de horror medio decente).
Y por “decente” me refiero a una que consiga hacernos olvidar por un rato de la racionalidad de nuestro sistema de creencias y de la realidad objetiva. Pero sobre todo, una que nos meta en un torbellino de emociones tal que al final, ya de regreso a la mundana cotidianidad, experimentemos esa catarsis, ese alivio de que todo era falso, justo como ocurre al despertar de un mal sueño. Porque ese es el principio que a tantos resulta incomprensible: -¿Por qué pagas por asustarte? -¡Simple! Porque me permite degustar un abanico de estados de ánimo en un ambiente seguro y controlado.
Un estudio recientemente publicado por El País reveló que México es el primer consumidor de cine de horror ¡en el mundo! Esto revelaría que somos una sociedad permanentemente angustiada, ya sea por la violencia, ya sea por la precariedad económica o por el estado general de las cosas; de manera que buscaríamos aliviar este agobio crónico atestiguando la lucha contra el fantasma, espectro, maldición, abominación, extraterrestre o espanto en turno: “¡Qué feo que se murió! ¡Qué bueno que no soy yo!”.
Por un tiempo me fasciné por el subgénero Z, de zombis. Pero ello fue mientras constituía una auténtica curiosidad olvidada entre las pelis más mediocres y peor manufacturadas de todo el séptimo arte. Pero en cuanto se volvió tendencia y se masificó, perdió para mí todo su encanto como rareza y curiosidad.
Los zombis han perdido su vigencia, pues se les sobreexplotó hasta el hastío, dando paso al monstruo favorito de esta década: El asesino en serie... de la vida real.
Las series, docuseries, biodramas y culebrones sobre asesinos seriales (entre los que podríamos incluir esa basura de las narconovelas), sostienen básicamente la plataforma de Netflix y la nueva serie de Dahmer es un buen ejemplo, pues se colocó en primer lugar de vistas a nivel mundial (y pese a la descarada explotación que hace de una tragedia de la vida real, la serie tiene aspectos encomiables que me gustaría abordar en detalle, pero por hoy ya me resulta imposible).
Hay sin embargo un verdadero furor del público por adentrarse en las mentes más retorcidas de nuestra especie y por conocer los detalles más mórbidos, truculentos, aberrantes, pútridos y dantescos de sus acciones. Los productores ya se percataron de ello y, considerados como son, nos darán un festín de esto mismo hasta atiborrarnos.
No obstante, quería señalar cómo el terror en esta segunda década del siglo 21 no viene de ultratumba, ni de una ancestral maldición, no es la creación de un médico loco, ni llegó del espacio exterior.
El horror que más nos estremece al día de hoy proviene de contemplarnos a nosotros mismos, como especie, en el espejo de nuestras abominaciones.