El regreso de Lula
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Brasil sufrió una dictadura militar durante casi veintiún años, entre 1964 y 1985. En ese periodo se sucedieron ocho presidentes, sólo cinco permanecieron en el cargo más de dos meses. Uno fue presidente por dos años, otro no llegó a tres. Al término de la dictadura militar, el primer presidente designado murió antes de tomar posesión. A su muerte asumió el poder José Sarney que ocupó el cargo por cinco años. El primer presidente electo democráticamente, tras treinta años de inestabilidad, fue Fernando Collor de Mello, pero duró en el cargo sólo dos años, defenestrado por corrupto. Lo sustituyó Itamar Franco como interino.
A 1995 se remonta el primer gobierno realmente estable de Brasil, Fernando Herinque Cardoso asumió en 1995. Tras décadas de crisis económicas, políticas o financieras, recibió la investidura presidencial este académico que gobernó durante ocho años y ganó dos elecciones consecutivas. Pareciera que después de una borrachera, todos requieren al médico más serio posible, no importa que resulte aburrido, lo importante es que sepa cómo tratar la enfermedad. Ese fue Cardoso, líder del Partido Social Demócrata de Brasil, que tiende más hacia el centro, entre el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva y las derechas de Jair Bolsonaro.
En Brasil existe una gran cantidad de partidos políticos, más de veinte tienen representación en el Congreso Federal y en el Senado de la República. Naturalmente esta dispersión obliga a construir coaliciones para poder gobernar, de lo contrario, reinaría la parálisis. En el próximo Congreso, la derecha tendrá mayoría, incluyendo a los moderados con los que puede dialogarse y los radicales que representan las corrientes neopopulistas de Bolsonaro.
En la segunda vuelta de una elección con final de fotografía, el pasado domingo, ganó el expresidente y líder histórico de la izquierda: Luiz Inácio Lula da Silva. Sobra decir que una vez más fallaron todas las encuestas, como ya es costumbre en todo el mundo. Un punto porcentual de diferencia sólo demuestra lo profundamente dividido que se encuentra el país más grande de Latino América. En esta aldea global, la historia se repite una y otra vez en países y comunidades.
La victoria actual de Lula es muy distinta a lo que aconteció en 2003 en su primer gobierno, en aquel entonces, después de una victoria histórica, inició un gobierno sin duda exitoso. Fernando Henrique Cardoso había sentado las bases para el crecimiento de Brasil en la era de Lula. En aquella ocasión, para ganarse la confianza internacional, firmó promesas con todos los sectores financieros y empresariales. Muchos de los cuales lo siguen apoyando hasta el día de hoy. Su éxito fue tan grande que pudo enlazar dos gobiernos consecutivos y un gobierno y medio para su sucesora y más cercana colaboradora: Dilma Rousseff. Brasil fue sede de las olimpiadas y de la copa del mundo. Se convirtió en potencia petrolera con Petrobras. Había dinero, y hasta sus programas sociales fueron copiados por muchos otros gobiernos.
Su gobierno tuvo un solo tropiezo, hacia el final de su administración y en los inicios del gobierno de Dilma. La fulgurante cauda de éxitos pasó de ser una lucha democrática con justicia social, con un eje meramente económico, a un proceso dominado por la corrupción. Lo que tan bien se había hecho, se desmoronó de la noche a la mañana, merced a la corrupción de Odebrecht que desbordó a toda América Latina.
Lo que hace diez años fue una lucha para ganar la confianza de los mercados financieros y, hasta cierto punto, a los demócratas del centro político, se convirtió en 2022 en una guerra cultural, de las que suelen imperar el mundo contemporáneo, y no es para menos, Bolsonaro, el Trump del Cono Sur, llegó al poder tras el derrumbe de la izquierda y los escándalos de corrupción. Lula fue a dar a la cárcel y consiguió salir gracias a un tecnicismo jurídico.
Bolsonaro se convirtió en ídolo de la derecha religiosa, tanto la católica, como sobre todo la evangélica que tiene mucha fuerza en Brasil. Como buen populista, no se interesa en el centro, lo importante para Bolsonaro era y es una radicalización que moviliza al voto duro. Esta campaña se convirtió en guerra cultural al punto que las promesas que Lula firmó en 2003, ahora son promesas culturales: respetar la libertad religiosa, distanciarse del “wokismo”, que suele privar en los extremos. Bolsonaro, tan comprometido por el voto evangélico, dedicó las últimas semanas de campaña a cortejar el voto católico. Hasta se puso a rezar el rosario en público.
Lula tiene una segunda oportunidad. Sin duda es un líder carismático. Pero carga el lastre de la corrupción en su pasado gobierno. No le será fácil gobernar con el congreso en contra. A diferencia de López Obrador, se interesa en la construcción de puentes. De ahí que muchos, en la centro derecha, lo prefirieron frente a Bolsonaro. Hago votos para que su triunfo marque un regreso al centro y no sea un episodio más de parálisis entre grupos radicales que polarizan y no resuelven nada.
@chuyramirezr