En defensa del INE
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El sistema electoral mexicano está entrando en un punto de quiebre. La iniciativa de reforma constitucional en materia político-electoral que propone el presidente López Obrador y su partido representa una involución democrática.
A primera vista, la iniciativa de reforma –anunciada desde el 2018– parece seguir el ciclo que se inició en 1996. En México, cada seis años se propone una modificación al marco legal que, en mayor o menor medida, trata de subsanar las deficiencias del proceso electoral inmediato anterior.
Sin embargo, a diferencia de las reformas aprobadas en los últimos 25 años, la del actual régimen presenta dos particularidades: por un lado, la justificación de la propuesta no viene de las exigencias de los partidos opositores, sino de la obstinación y los deseos del Presidente; por otro, interpreta de forma errónea al sistema electoral, considerándolo como un todo –uniforme y monolítico– y corrupto en su totalidad. La convenenciera dicotomía de ver todo en blanco o negro, de estar a favor o en contra del presidente, nuevamente impide observar la variedad de grises y, con ello, la oportunidad de fortalecer verdaderamente a las instituciones públicas.
En los términos en que se formula, la propuesta del Ejecutivo hace imposible valorar y reconocer los avances graduales que se fueron alcanzando a lo largo del amplio ciclo de reformas, que van de 1977 –con la reforma fundacional– a 1996 –con la ciudadanización del IFE– y, más tarde, las del México de la alternancia, de 2003 a 2014.
La “mecánica” del cambio político, como la llamaron Becerra, Salazar y Woldenberg (2000), o la “transición votada” como la bautizó Merino (2003), no pueden entenderse sin contemplar los avances que representaron, en su momento, algunos elementos centrales de las sucesivas reformas electorales: la incorporación al marco institucional de fuerzas políticas significativas, de manera especial la izquierda; la consolidación y el desarrollo de partidos con una representatividad nacional y la obligación del Estado para otorgar un financiamiento público a los mismos; la autonomía de los órganos electorales frente al Poder Ejecutivo; el desarrollo de un auténtico Servicio Profesional Electoral; la apertura del Congreso a la pluralidad política a través de la representación proporcional; la creación del tribunal electoral y, posteriormente, la extensión del control jurisdiccional a todos los aspectos de los procesos electorales; la mejoría en las condiciones de la competencia o la obligación de los concesionarios de medios de comunicación de otorgar a los partidos tiempos oficiales de manera equitativa, por citar solo algunos ejemplos, y que hoy son pilares de nuestra democracia.
No obstante, pareciera que el régimen actual no ve en estos elementos una evolución paulatina del sistema electoral mexicano. Como en otros ámbitos, el gobierno descalifica todo lo que se hizo en el pasado y concibe que la democracia nació justo cuando ellos arribaron al poder, olvidando que en lugar de ser una transición pactada, la mexicana fue una transición votada, producto de luchas históricas de varios sectores sociales, a través de procesos progresivos y sinuosos, y de un cambio basado en la apertura gradual y continua, no exenta del rediseño de las reglas e instituciones formales. Evidentemente, resulta lógico señalar que el Presidente y su partido fueron beneficiarios directos de esas reglas y de esas instituciones que hoy desconocen y denigran.
Hay que decirlo en todos sus términos, el objetivo de la reforma electoral que presenta el gobierno federal es claro: hacerse del control del INE y del Tribunal Electoral, y debilitar la oposición formal, como estrategias para impedir que el proyecto del Presidente pueda ser derrotado en las elecciones venideras, locales y nacionales. Por lo anterior, esbozo aquí apenas tres argumentos por los que la iniciativa no debe aprobarse, atendiendo a criterios institucionales, políticos y sociales.
Desde una mirada institucional, la reforma pretende debilitar la autonomía del INE, alineándolo a la voluntad del Ejecutivo. Además, la desaparición de los institutos y tribunales locales trastoca un elemento primigenio de nuestro arreglo federal. Se pretende regresar a un centralismo que, paradójicamente, en las circunstancias actuales no podría hacerse cargo de todas las elecciones locales.
En materia política, la propuesta no se da en un contexto de consenso sino en un ambiente crispado en extremo, donde tal parece que el régimen debe hacer valer, por sobre todas las cosas, la voluntad del presidente. Esto también se refleja en la perenne idea de cancelar el financiamiento público “ordinario” a los partidos, dejándolo sólo en los años en que haya elecciones federales, lo cual debilitaría aún más a la oposición partidista y al propio sistema electoral.
Finalmente, desde la óptica social, la propuesta atenta contra la legitimidad misma de los ejercicios electorales y contra varios de sus principios rectores: la independencia e imparcialidad de los órganos regulatorios, además de la certeza y objetividad en sus actuaciones. Un ejemplo de esto es que se quiere quitar al INE el diseño y resguardo del padrón electoral, lo que a todas luces representa un retroceso en la construcción de confianza. Además, y esto es probablemente lo más delicado, la iniciativa propone la elección popular directa de miembros del Consejo General, lo que supondría la polarización –aún mayor– de las opciones políticas vigentes, con el riesgo técnico y de objetividad que ello supone.
Por supuesto, debe reconocerse que, como toda construcción humana, las normas en materia electoral siempre son perfectibles y pueden ajustarse y actualizarse. No obstante, en las próximas semanas el debate público deberá enfocarse en la amenaza que representa para nuestra democracia la posible aprobación de esta reforma, en los términos originales de la iniciativa enviada por el Ejecutivo.
Las instituciones electorales deben seguir siendo la columna vertebral de nuestra incipiente democracia. Los pulsos autoritarios de la reforma deben ser frenados. Si el nuestro es un tiempo de definiciones, la lucha por la democracia reviste, quizás, el momento más importante de nuestra generación. Y esto supone la defensa del INE y del Tribunal Electoral. El devenir histórico de la República demanda actuar en consecuencia.
El autor es ciudadano de tiempo completo. Profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Monterrey.
javier.perezr@udem.edu