Injusticias a personajes ilustres
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Alcalde muy cerril era ese alcalde. Un día, conmovido porque el señor gobernador le había dado a su pueblo una llave de agua, le dijo que le mandaría hacer una “estuata”, quizá no de bronce o mármol, por las malas condiciones económicas del municipio, “pero aunque sea de zoquete”. Otra vez, en el examen público de la escuela, cuando la maestra lo invitó a hacer alguna pregunta a los chamacos, el señor presidente municipal tosió, se metió el dedo en el cuello de la camisa para aliviar en algo el sofoco que sentía, engoló la voz y luego, con severo continente de dómine o magister, pidió a uno de los niños que le dijera dónde estaba el río Mingitorio. El bárbaro quiso decir el Orinoco.
Una vez hubo de hacer un viaje a la capital del estado. Tenía cierto asunto delicado qué tratar: nadie quería sucederlo en el cargo de alcalde, pues todos querían irse al otro lado, pues allá se ganaba más, y acá hasta de la propia bolsa había que pagarle a la maestra. El caso era importante, y había que tratarlo con mucha discreción, de modo que nadie se enterara, y menos que nadie los periódicos. Así, el secretario del ayuntamiento aconsejó al señor alcalde que no hablara con nadie, y que si alguien lo reconocía le dijera que iba de incógnito.
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¡Mala suerte! En la estación del tren estaba un periodista. Apenas el edil bajó por la escalerilla del vagón el plumífero sujeto lo abordó.
-¿Qué haciendo por acá, señor alcalde?
Sudoroso y agitado recordó el edil lo que le había dicho su secretario.
-No puedo decirte nada, hermano -respondió-. Vengo de inepto.
Pues bien: en algo hemos andado también ineptos los saltillenses: en rendir homenaje a nuestros grandes hombres. Uno de ellos es don Artemio de Valle Arizpe.
Por extraña coquetería don Artemio ocultó siempre el dato de su edad, y cuando alguien se la preguntaba él respondía muy molesto:
-¿Para qué quieres saber cuántos años tengo?, ¿me los vas a comprar?
Se negaba a tratar acerca de los años de su vida. Decía:
-No me gusta hablar de mis enemigos.
En los diccionarios se da 1888 como el año de nacimiento del que fuera ilustre Cronista de la muy Noble y Leal Ciudad de México. Pero hay quienes dicen que nació dos años antes, y hasta cuatro. Sea lo que fuere, lo cierto es que Saltillo debe homenaje a don Artemio, una de sus mayores glorias. “El que más vale -tenía por mote el genial escritor- no vale tanto como Valle vale”. Mucho vale, en efecto, el autor de “El Canillitas” y “La Güera Rodríguez”, y no tiene en su ciudad una triste estatua, ni de zoquete, como dijo el alcalde supradicho. No hay calle principal que lleve su nombre, el de aquel que mereció el rendido homenaje del obispo de Madrid, que un día le besó la mano a don Artemio ante el asombro de los circunstantes y del propio Valle Arizpe.
-Dejad, señor -dijo el obispo-, que bese la mano que escribió “Lirios de Flandes”.
Otros grandes ingenios ha dado nuestra tierra que están en el olvido. Mientras otras ciudades rinden alabanza y hacen estatuas a valores de menor cuantía. La nuestra regatea su homenaje a hombres como Carlos Pereyra y el mismo Valle Arizpe, para citar sólo a dos. Es hora ya de remediar esa omisión.
Encuesta Vanguardia
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