La guayabera rosa: romper paradigmas (segunda parte)
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No quería comprar yo esa guayabera. Pensé que jamás me la pondría. Su color, rosa delicado, era demasiado femenino. Le pregunté a Zenón, el chofer, su opinión sobre la prenda:
—La verdad, señor –me respondió–, se ve algo putona.
Pero el joven de modales finos que me acompañaba en calidad de guía me instó con vivos acentos a comprarla, al tiempo que juntaba las manos por las palmas en expresión de arrobo:
—¡Cómprela, licenciado, cómprela! ¡Rompa paradigmas!
Pudo más el entusiasmo del joven de modales finos que el severo reparo de Zenón, y terminé comprando la guayabera rosa. En el hotel la vi, y me arrepentí de haberla comprado. Si me la ponía, pensé, daría lugar a toda suerte de especulaciones. Se la regalaría, decidí, al joven de modales finos. La prenda iba con su personalidad.
Hice, pues, mi maleta, pues de ahí volaría a Cancún a dar otra conferencia. Acomodé muy bien las tres guayaberas que llevaba. Una de ellas, blanca, de gala, me serviría para la presentación. Puse también en la maleta una anforita de licor de frutas que mi anfitrión me había regalado.
Cuando Zenón llegó por mí para ir al aeropuerto resultó que no venía ya el joven de modales finos. No le podía dar la guayabera rosa a mi chofer, pues su talla era mayor, y además había mostrado en forma contundente su opinión sobre la prenda. Me resigné, pues, a llevarla conmigo. Sin embargo volví a jurar nunca jamás ponérmela.
Pero ya lo dijo alguien: si quieres hacer reír a Dios cuéntale tus planes. Añado yo: o dile tus propósitos. Cuando llegué al hotel en Cancún y deshice la maleta me encontré con una funesta novedad: la botellita de licor había dejado escapar algo de su contenido, y las tres guayaberas que llevaba se habían manchado con el líquido. La más dañada era precisamente la de gala, aquella que iba a usar para la conferencia. No había más remedio: tendría que usar la guayabera rosa. Sí, la putona.
Soy hombre conservador y tradicionalista. Con decir que soy de Saltillo basta y sobra. No me gusta andar por ahí rompiendo paradigmas, pues desde niño me enseñaron a no romper las cosas. Llegada la hora de la conferencia, pues, me puse la delicada guayabera. Me miré en el espejo, y me espanté. Aquél no era yo. Un hombre de mi edad, con lentes, y canoso ¡con una guayabera rosa! Lo más que pude hacer para disimular aquello fue vestir pantalón negro. Recordé que en los años sesentas del pasado siglo esa combinación de rosa con negro fue muy popular. La puso de moda Juliette Greco, cantante francesa, existencialista.
Así ataviado, pues, me presenté en la conferencia. Iba como el perrito que se comió el jabón: confuso y apenado. Y sucedió lo inverosímil.
—¡Qué hermosa guayabera trae, licenciado! –me dijo en la puerta una señora.
—Perdone, licenciado –me preguntó en la sala un elegante caballero. ¿Dónde compró su guayabera!
—¡Perrona! –exclamó un jovenzuelo. Y juro que no se refería a mí, sino a la guayabera.
En síntesis, la guayabera rosa fue un gran éxito. Cuando subí al estrado lo hice caminando con paso firme, seguido por las miradas admirativas de la concurrencia. Al terminar, uno de los asistentes me felicitó por la conferencia, y cien me felicitaron por la guayabera.
Esa es la historia de la famosa guayabera rosa.
Triunfé en Cancún con ella, lo repito. Pero también vuelvo a decir que en Saltillo jamás me la pondré. Aquí sí se va a ver muy putona.
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