La guayabera rosa; romper paradigmas
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A mí me gusta mucho esa prenda llamada guayabera. Cómoda, elegante y al mismo tiempo informal −casual, se dice ahora−, es ideal para hacer frente a los días de calor. Además ayuda a disimular la panza, cosa que para un hombre es tan importante como para una mujer disimular la edad.
Cuando dirijo una sinfónica lo hago siempre vistiendo guayabera. La primera vez que, por obedecer los cánones, dirigí con frac, el malhadado atuendo me estorbó tanto que bajo mi conducción el vertiginoso galop de “Orfeo en los Infiernos” −el famosísimo can can− tuvo tempo de marcha funeral. Al dirigir con guayabera ha aumentado la expresividad de mis interpretaciones. Un crítico atribuyó eso al “gran sentido musical de este consumado diletante, que tan profunda comprensión demuestra de cada obra que dirige”. Se equivocaba. El secreto está en la guayabera.
Tengo una docena, quizá, de guayaberas. A algunas les he puesto nombre. Ésta, por ejemplo, se llama “la del coraje”. El mote le viene de un desastrado suceso que me aconteció en Veracruz. Le pedí al chofer de mi anfitrión que me llevara a alguna tienda donde vendieran guayaberas. La dueña del establecimiento al que fuimos me mostró dos: una preciosa; otra más bien modesta. Pregunté cuánto costaba la primera: 2 mil pesos. Pregunté el precio de la segunda: 400. Me gustaba la primera, claro, pero me dolió el codo, la verdad sea dicha, y escogí la otra. Le dije a la vendedora que el corte me gustaba más. Mentira. La verdad era mi cicatería. Cuando iba yo a pagar la guayabera el chofer me detuvo. Sacó un sobre con dinero y la pagó él. Explicó: “Me dijo mi jefe que todas las compras que hiciera usted serían por su cuenta”. “Shit!” −pensé en perfecto inglés mientras tomaba la bolsa que me entregaba ya la vendedora. Muy mal se habría visto que diera marcha atrás. Ahora cada vez que me pongo esa guayabera me viene a la memoria el funesto efecto de mi sentido del ahorro, y me da rabia. Por eso se llama así esa maldita guayabera: “la del coraje”.
Voy a contarte ahora la historia de esta otra. Es de color de rosa. Un rosa, debo decirlo, muy delicado. Aquí en Saltillo nunca me la pongo, pues no estoy en edad ya de suscitar habladurías. La compré en una ciudad de la península de Yucatán. En esa ocasión me llevaron a la tienda un chofer llamado Zenón y un joven de modales finos que el organizador de la conferencia designó para que me acompañara. Cuando el dueño de la tienda me mostró la guayabera rosa le dije que el color no me parecía adecuado a mi edad. Pero el joven de modales finos, entusiasmado con la prenda, me exhortó a comprarla.
-¡Rompa paradigmas, licenciado! −exclamó vivamente al tiempo que juntaba las manos por las palmas−. ¡Rompa paradigmas!
Vacilé todavía. Le pregunté a Zenón, el chofer, qué opinaba de la guayabera. Se rascó la cabeza y contestó apenado:
-La verdad, señor, me parece algo putona.
Demasiado lapidaria la respuesta, pero ¿qué podía esperarse de alguien que se llama Zenón?
Terminé comprando la guayabera rosa, en buena parte por las instancias del joven de modales finos, que me convenció de romper paradigmas. Cuando llegué a mi cuarto del hotel saqué la prenda para verla, y me arrepentí de haberla comprado. Era demasiado femenina. “Nunca me la pondré” me dije. ¡Qué equivocado estaba! El destino tenía señalado que antes de pasar 24 horas luciera yo la guayabera rosa. Mañana relataré las circunstancias que me llevaron a ponérmela. Por ahora diré que el destino se especializa en romper paradigmas.
(Continuará).
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