Los detectives y la filosofía
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La literatura detectivesca, desde sus orígenes, carga con el estigma de la popularidad. Es un viejo mito desmontado ya muchas veces, pero que de cuando en cuando alcanza a colarse. Refiere a la idea añeja de que un libro leído por una masa gigante de lectores debe ser de una calidad cuestionable. En el inmenso mundo editorial esta sentencia no puede convertirse en regla. G. K. Chesterton, en “Cómo escribir relatos policiacos”, explica que el público se cansó de los libros “torpes e irresponsables” que ofrecía el mercado y optó por las novelas (en aquella época) de Sherlock Holmes. Así, Arthur Conan Doyle descubrió, en palabras de Chesterton, que se había vuelto popular porque escribió una obra espléndida: “La gente necesita historias de detectives, necesita las farsas y los melodramas y las canciones cómicas. Y ante cualquiera que tenga la honradez de volcar su inspiración en esas otras formas de arte se abre un camino hacia campos muy fértiles y variopintos todavía por descubrir”, detalla el autor de “El hombre que fue jueves”.
Volví a los apuntes de Chesterton luego de la ansiosa lectura de dos novelas policiacas de Agatha Christie. En los últimos meses me dio una adicción algo intensa por sus narraciones. Entre más la conozco, más despierta mi detective interior porque pienso que este género literario deja pistas sobre muchas otras cosas además de los asesinatos. Su velocidad y acertada fabulación pueden ser engañosas. Por lo tanto, la novela policiaca, particularmente la clásica, profundiza más de lo que parece en los complejos asuntos humanos. Es una forma de decir sin decir. O como el mismo Hércules Poirot: devela el misterio desde un bajo perfil.
Cuando terminé “Cita con la muerte”, de Agatha, sentí que era una persona distinta a la que había comenzado el libro. Para mí esa es la primera señal de estar ante una obra literaria de verdad. El personaje de mistress Boynton me dio escalofríos: madrastra ex celadora de una cárcel, invasiva, temible y a la vez tan cotidiana. Podría jurar que he conocido a una o a dos. Me recordó a esas tarántulas gigantes y odiosas que vemos en el cine. Ella es la víctima y cualquiera pudo matarla porque en vida vaya que hizo méritos. Pero Christie, en su tejido policiaco, da un giro muy simbólico al apuntar a una distinguida figura de la política como la posible criminal. Detrás de una entretenida historia hay una punzante y sutil crítica.
Algo similar hace Conan Doyle con “Estudio en escarlata” al lograr que los lectores empaticen con los motivos del asesino. La novela policiaca remueve los hilos de la ética social y nos lanza la pregunta: ¿Qué es entonces lo justo? Quizá por eso Chesterton reclama a Sherlock: “Habría sido mejor detective si hubiese sido filósofo”. En “Cinco Cerditos”, también de Agatha Christie, Poirot investiga un crimen que sucedió 16 años atrás. A pesar de que no es el libro más ágil de la escritora, entre líneas surgen ideas contundentes sobre el arte, el feminismo y el sistema judicial: “Es la psicología lo que a usted le interesa, ¿verdad? Pues esa no cambia con el tiempo. Las cosas tangibles han desaparecido... las colillas y las huellas de pisadas”, le dice la joven Carla al detective. Es, en fin, lo que Poirot y Christie persiguen: lo humano que siempre nos identifica.
Hay una insistencia curiosa en el libro de Chesterton sobre la novela policiaca y su relación con la poesía. Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, tenía cierto toque lírico. Sherlock Holmes parecía un hombre prosaico, pero Conan Doyle logró darle a sus relatos un ambiente poético del Londres de ese tiempo. La pasión y el oficio fueron dos cosas reales y muy importantes para estos autores. Abrieron un diálogo, desde libros populares, con el gran público acerca de cuestiones bastante serias como la autoridad, la verdad, el amor, el sistema social, el pensamiento, la filosofía. Un mérito difícil de igualar incluso en otros géneros de la literatura no menos valiosos, aunque no tan afamados.