Cosas de Saltillo
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- I -
“...Conocí a Carlos Pereyra vivo, muerto y desenterrado. Vivo, evocando en libros y tertulias a Cortés, a Pizarro, a Humboldt, a Alberdi, a Monroe. Aunque los españoles empezábamos a ser comprendidos por nuestra obra en América, nos quedamos estupefactos cuando Pereyra nos tributó, con su alegato hoy clásico, quizá la máxima justicia que hasta ahora se nos haya hecho por labios de un americano. Cuando murió en Madrid, año de 1942, el dolor por esa muerte sólo tuvo el consuelo de saber que Pereyra iba a entrañarse aún más a nuestra tierra, enterrándose en ella más allá de la muerte.
“Durante unos años yació en el cementerio de San Isidro. Una mañana de febrero fue desenterrado y abierto su ataúd al aire, frío y claro, de esta meseta guadarrameña con luz de Anáhuac. Ahí le volví a ver. Armazón de huesos amarillos que henchían la mortaja franciscana, tornada roja y como teñida en una sangre última. Aquella amarillez áurea y aquel colorado de sangre eran el color justo de la bandera española, en la que Pereyra se había transubstanciado para llevársela a su México....”.
Este bello texto, que ahora cobra actualidad por la carta de López Obrador al rey de España, lo encontré en un libro de Ernesto Giménez Caballero llamado “Amor a México”. Señorial homenaje rinde ese español al gran mexicano y saltillense. Por haber sido fiel a sus ideas la torpe burocracia oficialista condenó a Carlos Pereyra a un injusto olvido. En ese olvido lo tiene todavía. Lo tenemos.
- II -
Es muy hermoso el campo que está al sur de Saltillo. Algunas tardes subo a mi camioneta y voy sin rumbo por los caminos que salen de las carreteras que van a Zacatecas, o a Parras por vía de General Cepeda.
¡Qué paisajes me salen al encuentro! Primero son las estribaciones de la madre sierra, la Oriental. Tengo a la diestra mano las serranías, abruptas como la de la Adelita, que terminan en el Cerro del Pueblo, y en el otro llamado de Mauricio, donde don Pedro G. González ponía su publicidad.
Frente a mí aparecen de pronto vastas planicies con labores de pan ganar, más allá de la zona industrial de Derramadero. Por ahí hay pequeños lugares rurales, sitios que tienen antiguos nombres sonoros, peregrinos: San Juan de la Vaquería, Santa Teresa de los Muchachos... A lo lejos, muy a lo lejos se adivina -que no se ve- General Cepeda, la antigua San Francisco de Patos, cabecera del vastísimo latifundio que fuera del marquesado de San Miguel de Aguayo. General Cepeda, fecunda en leyendas y ayer en violetas, ambas -violetas y leyendas- con igual aroma antañón y prestigioso. En cierta forma ahí nací yo, a más de haber nacido en el Saltillo, pues mi mamá vivió su niñez y juventud en General Cepeda, y por ella conocí ese pueblo. Luego, más a lo lejos, está Parras, otro paraíso.
¡Cuántas bellezas tenemos cerca de Saltillo! Deberíamos disfrutarlas más.