El último gran salto
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Las personas son como los caracoles, andan por la vida dejando siempre un rastro indeleble, dejando marcas buenas o malas, huellas de lo realizado con esmero o de aquello que no se atrevieron a emprender por miedo
Para mi hija Mony ¡Felicidades!
José Luis Martín rescata una fábula por demás interesante: “El pequeño caracol –narra el escritor– había venido arrastrándose kilómetros y kilómetros desde la tierra, dejando un surco de baba por los caminos, y perdiendo también trozos de su alma por el esfuerzo. Y al llegar al mismo borde del pórtico del cielo, San Pedro le miró con compasión. Le acarició con la punta de su bastón y le preguntó: ‘¿Qué vienes a buscar tú en el cielo, pequeño caracol?’ El animalito, levantando la cabeza con un orgullo que jamás se hubiera imaginado en él, respondió: ‘Vengo a buscar la inmortalidad’. Ahora San Pedro se echó a reír francamente, aunque con ternura. Y preguntó: ‘¿La inmortalidad? Y ¿qué harás tú con la inmortalidad?’ ‘No te rías –dijo ahora airado el caracol–. ¿Acaso no soy también una criatura de Dios, como los arcángeles? ¡Sí, eso soy, el arcángel caracol!’ Ahora la risa de San Pedro se volvió un poco más malintencionada e irónica: ‘¿Un arcángel eres tú? Los arcángeles llevan alas de oro, escudo de plata, espada, y sandalias rojas. ¿Dónde están tus alas, tu escudo, tu espada y tus sandalias?’ El caracol volvió a levantar con orgullo su cabeza y respondió: ‘Están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan’. ‘Y ¿qué esperan, si puede saberse?’, arguyó San Pedro. ‘Esperan el gran momento’, respondió el molusco. El portero del cielo, pensando que nuestro caracol se había vuelo loco de repente, insistió: ‘¿Qué gran momento?’ ‘Éste’, respondió el caracol, y al decirlo dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del cual ya nunca pudieron echarle”.
Casi iguales
Metafóricamente las personas nos asemejamos al pequeño caracol de esta fábula, porque andamos por la vida dejando siempre, para bien o para mal, un rastro indeleble, huellas que conducen a lo más íntimo de nuestro ser: es la marca de lo realizado o de aquello que, por temor o cobardía, no nos atrevimos a emprender.
Somos como ese caracol cuando echamos el corazón por delante, cuando nuestras propias palpitaciones nos mueven para afrontar sin temor la realidad cotidiana, brindándonos vigor para entrar en lo desconocido, para pisar con ánimo las fronteras del mañana.
Nos parecemos a ese animalito cuando sabemos que nuestro gran momento es vivir con voluntad cada día como si fuese el último y entonces sepultamos el egoísmo, la cobardía y la apatía. Parecemos caracoles en los momentos en que nos invade la debilidad, pero en lugar de acurrucamos en nuestra coraza de certeza y comodidad para no dar paso, seguimos andando. Así somos, cuando cambiamos la seguridad por el descubrimiento y la sorpresa, cuando nos negamos a vivir existencias chatas: sin los riesgos que ofrecen el misterio y la aventura que significa vivir entusiasmados.
Pero también, caracolillos podemos ser cuando nos sentimos abrumados y metemos la cabeza –y el corazón– en nuestro propio caparazón llenando el alma de pesimismo y desasosiego. Cuando pasan los años y sentimos que nuestra vida ha sido estéril, cuando evitamos emprender nuestros sueños, cuando traicionamos nuestros ideales, cuando pecamos de omisión, cuando no servimos a nadie; cuando delegamos la vida, cuando aceptamos ser esclavos de las circunstancias o conveniencias.
Definitivamente, también nos asemejamos a ese lento pero tenaz caracolillo, en el momento que descubrimos lo pequeñito e indigentes que somos que, por tanto, para seguir avanzando, requerimos de Alguien, con “A” mayúscula; cuando reconocemos que, usualmente, lo más valioso de la vida ya nos fue gratuitamente dado; cuando descubrimos que estamos aquí para edificar actitudes de vida para ser personas más sensibles y humanas.
Ese caracol arcángel, es nuestro espejo en el momento que dejamos de mirar al suelo y empezamos a mirar el cielo, para luego tender un hilo hacia ese infinito y empezar a subir, sabiendo que para tal encomienda poseemos alas, escudo, espada y sandalias:
Alas y escudo
Alas representadas por la esperanza, por ese mágico motor que estira el alma entera, que la hace emprender el vuelo, que nos ayuda a atrapar la vida por los cuernos y si es necesario, en ocasiones, llevarla a cuestas. Alas fuertes para surcar con alegría los cielos de cualquiera de las cuatro estaciones de la vida. Alas que proporcionan la audacia para trascender esa comodidad que adormece y vulnera el alma. Alas para impulsar la generosidad, la solidaridad y el optimismo.
Escudo que es esa conciencia que distingue lo bueno de lo malo, lo conveniente de lo inconveniente, que inspira a creer en algo muy en serio, al tiempo que protege nuestros más excelsos ideales. Conciencia que es la mirada de nuestro corazón e inteligencia sobre los pensamientos y actos, que apremia para sabernos íntegros y auténticos. Escudo necesario para proteger el alma de lo insustancial y efímero, que impulsa la vida hacia la trascendencia, indicando el sentido de nuestros pasos, que brinda certeza y seguridad en esta época líquida de constante incertidumbre.
Espada y sandalias
Espada para hacer frente con arrojo al misterio del dolor y las contingencias de la vida, para combatir los muros de la intolerancia y derribar a nuestros propios fantasmas. Arma poderosa que ilumina el entendimiento para comprender que a lo único a temer en la vida es a la mediocridad, a la cobardía, a la parálisis de acción. Espada de fuego que nos transforma en personas-pasión, repletas de creatividad, capacidad, voluntad y amor para incasablemente emprender nuestro proyecto de existencia. Espada fuente de energía y poderío para luchar siempre… Para jamás darnos por vencidos.
Sandalias para comprender para qué sirve la libertad, para entender que los caminos uno los construye y los camina, y nadie más. Sandalias que afrontan esa resignación que encadena; que protegen de las serpientes y piedras; que brindan firmeza al paso en zonas luminosas, pero también en esas noches oscuras que surgen en nuestro peregrinar; que permiten comprender que detrás de cada paso hay esfuerzo y dolor, pero desde luego también alegría, hondura de alma y plenitud de nuestra condición humana.
Finitos y eternos
En fin, nos asemejamos a ese caracol que tuvo las agallas de trascender trazando una misteriosa ruta de esfuerzo y excelencia cuyo destino era el mismísimo cielo y que, una vez estando en el umbral del paraíso, tuvo la fortaleza para dar un monumental salto hacia el otro lado, hacia el amanecer de su inmortalidad.
Seremos como ese pequeñísimo caracol, que finalmente se transformó en majestuoso arcángel, porque en definitiva en algún desconocido día, individualmente, tendremos que armarnos de valentía y tranquilidad para dar –sin remordimientos, sin angustia, ni miedo– el gran salto, nuestro último impulso, sabiendo que siempre hemos sido “seres finitos, pero también eternos”.
cgutierrez@itesm.mx
Tec de Monterrey Campus Saltillo
Programa Emprendedor