“Io, ENNIO MORRICONE, sono morto”

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La verdad suele estar hecha de belleza y trabajo honesto. Lo demás son meras politiquerías
Abundando en una idea publicada por El Mundo: Si John Williams representa el clasicismo en el ámbito de las partituras cinematográficas –y es Hans Zimmer el moderno paradigma de las bandas sonoras–, Ennio Morricone pasará a la historia como el compositor más arriesgado de la industria fílmica.
Su mera contribución al western italiano (lo de “spaghetti” de momento me suena poco apropiado), bastaría para merecerle su lugar en el panteón de los inmortales. Morricone redefinió para siempre el sonido asociado a un periodo concreto de la historia, que nada tiene que ver con guitarras electrificadas (y electrizantes) o éxtasis corales que nadie antes que él pudo destilar de la tensión de un duelo de pistoleros.
Si su carrera hubiese terminado en los años sesenta, aún estaríamos profundamente desasosegados por su partida. Lejos de ello, luego de reinterpretar la influencia estadounidense en la filmografía italiana, el compositor dio vuelta a la página y sonorizó el legado mediterráneo en América. Y aunque dicho legado está intrínsecamente asociado a las familias de gánsteres y guerras de mafias, el autor volvió a escuchar la bella música subyacente en aquellas cruentas historias y nos la compartió.
Pero Morricone no sólo se dedicó a matizar momentos terribles, sino que estuvo a la altura cuando hubo que poner sus dotes en función de algunos de los pasajes más delicados de la cinematografía del siglo 20. Los hay para quienes la música de “Malena” o “Cinema Paradiso” vale tanto o más que los propios filmes a los que sirve.
Algunos talentos pueden ser soslayados en vida de sus autores, para luego ser revalorados de manera póstuma. Otros incluso pueden ser deliberadamente ignorados por temas de corrección política.
Pero no el genio de Ennio, cuya influencia era (es) tan omnipresente y apabullante que resultó imposible no adjudicarle su destacado sitio en la plenitud de su carrera.
Gracias a lo cautivante de sus partituras, Ennio se convirtió en una estrella pop, lo que dentro de la industria del cine es muy común, pero está reservado a un club exclusivo de actores y actrices y, en muy contados casos, a los directores.
Morricone, sin perder un ápice de la dignidad de su oficio como compositor-conductor orquestal, era un músico para las masas. La versión pop de “El Bueno, el Malo y el Feo” por Hugo Montenegro, que alcanzó el Número 2 en el top 100 de Billboard; o “El Éxtasis del Oro”, con el que la banda Metallica inicia sus conciertos, dan fe de lo que afirmo.
Con gusto se habría desentendido Hollywood de la obra de Morricone, debido a su pública lealtad y afiliación al Partido Comunista Italiano. Ya sabemos que “la industria” siempre está del “lado correcto” entendiendo por corrección lo que el momento dicte conveniente (y así hasta la fecha).
Pero como ya dijimos, era muy difícil tratar de ignorar un talento como aquel de Morricone. Así que la Meca del Cine hubo de nominarlo a regañadientes y siempre encontró la manera de soterrar su trabajo: Su partitura de “Érase Una Vez en América” fue descalificada por la Academia debido a un mero tecnicismo (el nombre del compositor fue omitido por error en los créditos de las primeras copias del filme).
Finalmente, en 2006 esa insolente Academia tuvo que darle una estatuilla honoraria, misma que recibió de manos del “Hombre sin Nombre” de la Trilogía de los Dólares: Clint Eastwood. Y diez años después, Hollywood tuvo una segunda ocasión de redimirse cuando le otorgó el Oscar a la mejor partitura por “The Hateful Eight” de Tarantino.
La moraleja en todo esto es obvia y consabida: la verdad tarde o temprano se impone. Y la verdad suele estar hecha de belleza y trabajo honesto. Lo demás son meras politiquerías.
Ennio Morricone ha dejado este mundo sumido en la pandemia y en una locura globalizada cuyos límites aún no se vislumbran.
Mucho le recomendaría que, en la medida de sus posibilidades, laborales y anímicas, se permita revisitar los trabajos legados por Morricone en mancuerna con Sergio Leone, Tornatore o quien usted prefiera. Y no deje de leer tampoco la carta póstuma con que el genio se despide de familia y amigos, misma que inicia con el más humilde reconocimiento de su humana condición:
“Io, ENNIO MORRICONE, sono morto”.
Ambas recomendaciones van encaminadas a un mismo fin pues, si nos ponemos en contacto con la belleza (y vaya que podemos encontrarla en la obra de Morricone) y si reflexionamos que más allá de los logros y los reconocimientos, al final sólo es el amor de un puñado de personas lo que realmente vale, recordaremos la importancia de tener una rica vida interior (intelectual, emocional, estética y afectiva).
Si la tenemos, no hay encierro ni cuarentena que valga.
¡Larga vida al genio, Ennio Morricone!