La solución es otra
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Alcanzar uno de los poblados de la sierra mixe de Oaxaca representa atravesar escarpados caminos y aventurarse por carreteras colgando del vacío. Hay que llegar primero a poblaciones de una cierta importancia dada por un número más alto de habitantes que el resto. Luego, hacer por horas el camino a pie, a veces en medio de una lluvia que acompañará al viajero durante toda la jornada.
Las comunidades en lo alto gozan de una maravillosa vista, donde la sierra es envuelta por encajes de bruma que hacen aparecer idílico el paisaje. Cielos intensamente azules, y un sol a rabiar brillante.
Pero las cosas pueden transformarse y el cielo azul se torna de pronto a grises-plomo cuya oscura espesura se verá rota por continuos relámpagos de azul eléctrico. Lluvias torrenciales que durarán horas y horas. Mientras, los habitantes del pueblo permanecen en sus hogares, al amor del fuego hecho con restos de madera obtenida de aquellos gigantescos árboles que se integran a la campiña, una robustecida campiña atiborrada de todos los colores de la naturaleza.
Para nada resulta fácil la vida en estos contornos. Dependen de la agricultura muchos de estos pueblos, tan alejados de la ciudad capital, y aun de las poblaciones con un cierto grado de importancia. Así, la agricultura puede no ser el sustento si las condiciones climatológicas impiden se pueda sembrar y cosechar.
La riqueza de sus tradiciones, aquí en estas sierras, como en las de Chiapas, hipnotiza a propios y a extraños. Así, son sus propios connacionales y los extranjeros los que adquieren sus prendas y presumen el estallido del arco iris en las telas, en las que hay flores de un rojo categórico y definitivamente mexicanas.
Lo mismo ocurre con fiestas como la Guelaguetza, fascinación de todos, cuando bajan de sus pueblos a la ciudad de Oaxaca a mostrar lo más bello y tradicional de sus costumbres.
Pese a esta riqueza, pese a lo maravilloso con que nos emocionan sus prácticas tradicionales, el resto del País sigue viendo a los indígenas que habitan las zonas de Chiapas, Guerrero o Oaxaca, como unos extraños.
Extraños a nuestra civilización, que consideramos la mejor, por “moderna” como la creemos. La nuestra es la que brindará oportunidades y la nuestra es la que está por encima de la de ellos, el grupo de indígenas que sólo busca vivir de la mejor manera en su mundo.
¿Cómo explicar las acciones de la Procuraduría de las Niñas, los Niños y la Familia de hace unos días persiguiendo en Saltillo a mujeres con niños que pedían limosna en la calle? La idea era resguardar a los niños sin importar, se dijo, que las personas que mendigan puedan comprobar su patria potestad, con el fin, este sí muy loable, de protegerlos. Pero, cabe la pregunta: ¿No se está incurriendo aquí a una vulneración de los derechos humanos fundamentales?
Las condiciones de vida para las mujeres indígenas y campesinas en el país son duras. Muy duras. Aunado a la preeminencia del machismo en muchas comunidades, se las tienen que arreglar para vivir y trabajar en condiciones cada vez más difíciles.
No es persiguiéndolas como se puede arreglar su situación y la de sus hijos. Se trata de solución de fondo a los problemas económicos que las agobian y las hacen pedir limosna en las calles.
Habrá quienes aducen, tal vez con razón, y qué terror, que pudieran ser niños secuestrados los que las acompañan. ¿Pero cómo comprobarlo? ¿Cuáles son los lineamientos adecuados para llegar a la comprobación de estos planteamientos?
Mientras no tengamos sistemas de acción eficaces en este sentido, y eficaces por lo bien planeados y ejecutados, una persecución a madres –que tienen como única opción para sobrevivir implorar caridad en una sociedad como la nuestra, tan equivocada en sus prioridades–, no debiera tener lugar.