Teatralidades
COMPARTIR
TEMAS
Por aquellos años -de los cincuentas hablo- no había más teatro aquí que el que las pastorelas que en los barrios se representaban cada año. De vez en cuando venía una compañía teatral de Monterrey. La de Elisamaría -pegados los dos nombres- traía obras de propaganda religiosa que toda la buena sociedad de Saltillo se sentía obligada a ver; dramas como “La herida luminosa”, donde se dio a conocer un excelente actor regiomontano, Rubén González Garza, que hacía el papel de un sacerdote, con sotana y todo.
En el salón de actos anexo al templo de San Juan Nepomuceno se hacían en ocasiones representaciones con motivo del cumpleaños del señor Obispo; sainetes ligeritos que sacaban la risa de los circunstantes, como “Se vende una mula”. En él llegaba el pretendiente de la hija del granjero a pedir autorización para tener relación de noviazgo con la chica. El papá pensaba que era un comprador interesado en la mula que estaba vendiendo, y de tal confusión se derivaba un diálogo (“No lo engaño: es muy tragona la condenada, huele mal y tira patadas en el momento más inoportuno, pero si con todo la quiere, pos adelante”), diálogo recibido con grandes carcajadas por el público y discretas sonrisas episcopales del agasajado.
A veces alguien se atrevía con piezas de mayor aliento. Doña Emma Fernández de Rodríguez, cuyo nombre, hasta donde sé, ninguna historia del teatro saltillense ha recogido, puso “El Condenado por Desconfiado”, de Tirso de Molina, un enredado drama teológico de aliento jesuita que no entendería el mismo Santo Tomás de Aquino si resucitara especialmente para eso. La gente oía boquiabierta los abstrusos parlamentos de los personajes, con tesis inextricables sobre la predestinación, el libre arbitrio y otras cuestiones abisales de igual jaez y laya.
Pues bien: en aquel ambiente cargado de religiosidad montó Héctor González Morales el formidable drama de D’Annunzio “La antorcha escondida”. Si no lo excomulgaron con toda su compañía, incluido el señor Acosta, tramoyista, fue sólo porque tal castigo ya no estaba en uso.
Había en Saltillo, por fortuna, gente como aquellos actores y actrices.
La gente de teatro es bella gente. Los hombres y las mujeres de la farándula poseen una preciosa calidad: están por encima de las convenciones que atan a los mortales comunes y corrientes. Son libres, quizá por herencia de los juglares del medioevo, de los cuales son herederos legítimos, que andaban por los caminos de Dios –“la legua”, se dice- con equipaje ligero y abierto corazón. Así eran Héctor y sus actores. Desafiaron sin miedo a aquella pacata sociedad que tiene su equivalente ahora en la forma de grupos de religión fifí. La gente de Saltillo no vio con buenos ojos aquella vitanda obra de D’Annunzio llena de sangre y carne, y “La Antorcha Escondida” subió al palco escénico una sola vez. No fue excepción. Tal era la suerte que corrían aquí las obras de teatro: se ensayaban seis meses para presentarse una sola noche. Ahora muchas obras de esas que traen las figuras de la televisión se ensayan una sola noche y se presentan seis meses.