Una historia de 50 años...
COMPARTIR
TEMAS
“...Al amor no pasará jamás”.
San Pablo Corintios
Volver la vista atrás, hojear el pasado de nuestras vidas es algo que me encanta hacer, será porque he tenido la fortuna de estar rodeada de personas maravillosas que Dios se ha encargado en su infinita bondad de que nunca me falten. Será también porque me regaló tanta alegría que no me la acabo, tengo mis ratos de “spleen” como escribió Juan de Dios Peza, pero suelo salir de ellos y ya está.
Yo no sé si usted que tan gentilmente me lee, cree en el destino, pero a mí me parece que hay cosas que están ya escritas y personas con las que tenemos que encontrarnos. Y uno hace planes. Uno de los míos a mis 19 años era terminar mi carrera de abogada en la UNAM e irme a la escuela de Derecho de la Sorbona a hacer una maestría y, por supuesto, a disfrutar de la ciudad extranjera que más me gusta. Y que por cierto ni siquiera conocía en aquel entonces, pero me había prendado de ella a través de lo leído, por películas y por cuanto me había contado madame Therese, la maestra de francés de la preparatoria de la UAG, a la que suplí en sus clases cuando tuvo que someterse a una intervención quirúrgica. Conocí París muchos años después en la compañía de mi esposo y de mi hija mayor. Después he vuelto y vuelto, porque me fascina.
A quien conocí fue a Juan Manuel, por una de sus hermanas, mi compañera de facultad. Me habló de él prácticamente con una advertencia: “Tengo dos hermanos y no me gusta que mis amigas sean sus novias”. Me lo dijo en la fila en la que estábamos formadas finiquitando los trámites de nuestro ingreso a la UNAM, porque ambas iniciamos en provincia nuestros estudios, por cierto que fue el último año en que aceptaron alumnos venidos de las entidades federativas que contaran con la carrera en la universidad local. Me eché a reír y le dije que no andaba buscando novio. Había que recoger unos días después la tira de materias, es decir el listado de las asignaturas que íbamos a cursar en nuestro tercer año, me pidió que fuera por la suya y se la entregara a su hermano, porque ella estaría en Torreón. Cumplí con el favor solicitado y la tarde que puse en manos de su “carnal” la tira, se me olvidó la Sorbona. El guapísimo que me abrió la puerta del departamento me dejó embobada y decidí que era para mí.
Cierro los ojos y me deleito en el recuerdo de su apostura, de su sonrisa, de sus 1.84 de estatura, de su torso desnudo, porque lo sorprendí justo cuando iba a ponerse la camisa, de su adorado acento norteño... “Buenas tardes, señorita. Me dijo Magdalena que vendría hoy, ya la estaba esperando...”. Ninguno de los dos sabíamos que era el principio. Pasaron unos días. Tomé el autobús para ir a la universidad, iba a reventar, los choferes acostumbraban dar un frenazo para que nos moviéramos para atrás y así tener espacio para subir a más. Me tocó el empujón deliberado y caí en las piernas de alguien que me rodeó con sus brazos, ya iba yo a protestar, pero no lo hice... quien me abrazaba era Juan Manuel... Usted dirá si no voy a creer en el destino... Nos hicimos novios y nueve meses después nos casamos. El norteño y la sureña. Nunca imaginé que me iba a casar tan joven, bueno, hay muchas cosas que una no se imagina siquiera, pero suceden.
Tuvimos que aprender a vivir juntos, con todo lo que implica una decisión de ese tamaño. Para eso hay que estar enamorados perdidos, locos de amor, es esencial para navegar por aguas que más tarde serán familiares... pero mientras las conoces hay que irse con tiento. Teníamos todo lo que un matrimonio joven necesita para ser feliz, esencialmente el amor y la pasión. Vivimos a plenitud su primavera, gozamos su verano a lo grande, nacieron nuestros hijos, nuestros tres amores y entonces supimos que ser padres es de las mejores cosas que te pueden suceder en la vida. La familia es un regalo, te permite descubrir y aflorar sentimientos únicos que enriquecen tu existencia para siempre. Hoy somos abuelos, en pleno otoño renace la dulzura quintuplicada.
Ayer 8 de abril cumplimos 50 años de casados, nuestras bodas de oro. Me encanta sentir el abrazo cálido de mi marido, escuchar sus te amo susurrantes y la ternura de sus cuidados hacia mi persona. Seguimos tomándonos de la mano y caminando por una senda que elegimos hace cinco décadas. ¿Cómo no agradecer a Dios tanta magnanimidad? A nuestros hijos, muchas gracias por este regalo de sol, mar y flora en todo su esplendor. Te amo, Juan, siempre, y sé que tú sientes lo mismo, ahora con la contundencia de tantas vivencias compartidas. Adoro mirarme en tus ojos... son el reflejo de tu alma, me quedé prendida a ellos desde la primera vez que me miraste... Feliz aniversario, querido. Y que vengan muchos más.