Café Montaigne 127
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TEMAS
Siguen los suicidios. Van a seguir si las autoridades, los planteles educativos y sobre todo las familias (los amigos, los hermanos, los padres, los novios, las novias, los vecinos, eso llamado sociedad) no ponen atención a semejante flagelo gritado como tristeza, melancolía, ictericia. Lo que ahora se conoce como si fuese un término climático (parte lo es): depresión. Sí, como si fuese una depresión tropical. Se llama melancolía, tristeza emperrada, ictericia. Por eso nuestros padres en la antigüedad eran sabios al diagnosticar a un niño cuando lo veían solo, arrinconado, con piel de pergamino el cual no interactuaba con nadie: tenía ictericia, estaba atiriciado. Hoy toda esta sabiduría se ha perdido. Hoy se buscan respuestas a preguntas duras y viejas a través de un click en Internet.
Cuando se me cuestiona recurrentemente sobre este tema, trato de aderezar la charla con datos y citas clínicas, pero siempre caigo en lo mismo: leer o releer a William Styron, portentoso novelista gringo quien escribió un testimonio, a matacaballo, entre la estampa, la autobiografía, la novela y la reflexión: su reflexión y palabras sobre dicho flagelo, la tristeza, la melancolía la cual le llegó un día en París, Francia, y estuvo a punto de matarlo. Él estuvo a un tris de suicidarse. Lo comento de nuevo aquí, aunque seguido lo he citado en mis textos. Fue acusado de racista por su libro “Las Confesiones de Nat Turner”, fue considerado sucesor de William Faulkner; autor de otra controvertida novela, “La Decisión de Sophie”. William Styron murió a los 81 años (2006) y con él se fue uno de los pilares de la narrativa contemporánea en lengua inglesa.
Nacido en 1925 en Virginia, Estados Unidos, el narrador William Styron fue uno de los autores norteamericanos más influyentes del siglo 20. En 1967 ganó el Premio Pulitzer por “Las Confesiones de Nat Turner” y el American Award por “La Decisión de Sophie”. Pero su mejor obra, la cual está inscrita –insisto– entre el ensayo, la narrativa y la confesión autobiográfica, la publicaría en 1990. En el verano de 1985, Styron se vio afectado por persistentes insomnios y una inquietante sensación de malestar, primeros signos de una depresión profunda que abismaría su vida y lo llevaría al borde mismo del suicidio. La historia la cuenta el propio novelista en su libro “Esa Visible Oscuridad”: testimonio donde narra y describe su devastadora caída en la crisis de su tristeza, conduciéndonos en un viaje sin precedentes a los dominios y demonios de la locura. El libro es un retrato íntimo y estremecedor de la agonía (entendida ésta en su sentido etimológico de lucha) por la que hubo de pasar Styron en tan dura prueba, así como un análisis profundo de una enfermedad que afecta a millones de seres, pero que aún sigue siendo incomprendida. Y cuidado, se acerca la peor época de tristeza: la época navideña –situación que ya se huele en la distancia apenas a unos días–, uno de los periodos de más angustia y estrés del año.
ESQUINA-BAJAN
Las personas que están propensas a la depresión ven en estas fechas, de halagos hueros y regalos, los detonantes básicos que terminarán por minar las escasas defensas que se tienen para soportar los días infernales de bondades triviales. Y es que la depresión es algo serio que raya no pocas veces en lo indescriptible. Un factor importante: la imposibilidad de hallar alivio es uno de los elementos más angustiosos de dicho desorden que termina por instalarse en la víctima, situándolo a un paso de la locura progresiva y mortal.
En la antigüedad, Aristóteles ya lo advertía en su célebre “Problema XXX”, donde afirmaba que los artistas, los poetas, estaban más propensos a la melancolía que cualquier otro ser humano. La melancolía –ahora, debido a la trivialización del lenguaje, se le nombra depresión, como si fuera una bolsa de valores o el reporte del clima de pueblos como Parras de la Fuente– es un desorden psíquico tan misterioso, penoso y esquivo en la forma de presentarse que los afligidos por el mal no aciertan a medir el fin y las consecuencias de tan terrible e incómodo huésped. Claro: sólo quien ha padecido dicho mal, dicho demonio, sabe lo que es padecerlo.
Leamos un párrafo esclarecedor de maestro William Styron: “Desde la antigüedad –en el torturado lamento de Job, en los coros de Sófocles y Esquilo– los cronistas del espíritu humano han venido forcejeando con un vocabulario que pudiera dar expresión adecuada a la desolación y a la melancolía. En el discurrir de la literatura y el arte, el tema de la depresión se ha mantenido como un perpetuo hilo de desdicha –desde el soliloquio de Hamlet a los versos de Emily Dickinson y Gerard Manley Hopkins, de John Donne a Hawthorne y Dostoyevski y Poe, Camus y Conrad y Virginia Woolf. En muchos de los grabados de Alberto Durero hay espeluznantes descripciones de su propia melancolía; las maníacas estrellas giratorias de Van Gogh son las precursoras del hundimiento del artista en la demencia y la extinción del yo. Es un sufrimiento que tiñe a menudo la música de Beethoven, de Schumann y Mahler, e impregna las cantatas más sombrías de Bach”.
Este pozo sin fondo llamado melancolía está fielmente retratado en los conocidos versos de Dante Alighieri, otro atormentado que está en mejor estadio que el nuestro: “A mitad del camino de la vida / vine a encontrarme en una selva oscura, / con la derecha senda ya perdida”. Para los que han experimentado el horror de la depresión, de la melancolía, saben de las formas más terribles del dolor y del sufrimiento, un dolor y sufrimiento que se aloja –como bien lo escribió ese ser angustiado llamado Malcolm Lowry– en aquella parte del cuerpo que le nombramos alma.
LETRAS MINÚSCULAS
Van 106 suicidios (según mis cuentas). Aunque hay algunos que circulan de oído en oído y no, los deudos no dejan que se contabilice como suicidio. No avanzamos, caray.