Una historia militar
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Noche de bodas. Simplicio, el joven desposado que del mundo sólo sabía que era algo redondo, tomó por los hombros a Sabilia, su flamante mujercita, y le preguntó con acento inquisitivo: “Dime, mujer: ¿conservas todavía la joya de tu virginidad?”. “Ya no –respondió ella–. Pero está a tu disposición el estuchito en que venía”.
(Razón tenían los latinos al decir: amor et melle et felle fecundissimus est. El amor abunda al mismo tiempo en miel y hiel)… El antropófago sorprendió a su esposa yogando con el explorador blanco. Antes de que el caníbal pudiera articular palabra le dijo ella: “No pienses mal, marido. Te estoy calentando la comida”. (Razón tenían los latinos al decir: mulier est hominis confusio. La mujer es la confusión del hombre)… La señorita Peripalda, catequista, fue a la tienda de abarrotes de don Acisclo y le pidió: “Deme una veladora, y si tiene huevos una docena”. El abarrotero fue a la trastienda y regresó con 13 veladoras. (Razón tenían los latinos al decir que debemos cuidar nuestra expresión verbatim et literatim, palabra por palabra y letra por letra)… Don Eglogio, campesino acomodado, le pidió al maestro de la escuela que reprendiera a Pepito, pues le había dicho burro. “Yo no le dije así –se defendió el chiquillo–. Lo vi venir montado en su jumento, y lo único que dije fue: ‘¡Ah! ¡Un burro de dos pisos!’”. (Razón tenían los latinos al decir: asinus ad lyram, un asno tocando la lira, para motejar a quien desempeñaba un cargo para el cual no estaba preparado)… El general Ote, veterano de la Revolución, acudió aquella tarde a la tertulia semanal de la señorita Himenia Camafría, madura señorita soltera. A esa reunión asistían mujeres en busca de marido y maridos en busca de mujeres. Se cantaban canciones de Guty y Palmerín (“Un rayito de sol” y “Peregrina”); se recitaban versos de Darío y Nervo (“Sonatina” y “Gratia plena”); se decían adivinanzas (“Para bailar me pongo la capa.
Para bailar me quito la capa. Porque sin la capa no puedo bailar. Porque con la capa no puedo bailar”. El trompo), y se jugaban juegos de prendas (“Ahí va un navío cargado cargado de…). La anfitriona le pidió al viejo soldado que narrara alguna anécdota de su vida militar. “Tendrá que disculparme, Himenita –se azaró el general–, pero no estoy hecho a los usos sociales de la sociedad. Mi existencia transcurrió en el vivac y los cuarteles. Plebeyo es mi vocabulario, y temo ofender a las damas presentes si en el curso del relato se me escapa alguna mala razón o expresión vulgar”. “Vamos, vamos, general –lo animó la señorita Himenia–. Cuéntenos algo. Si tiene que usar alguna palabra inconveniente disimúlela diciendo una metáfora”. “Siendo así –replicó el veterano–, ahí va el relato. Era yo militar joven; apenas había participado en ocho revoluciones y 16 asonadas. En el baile con que se festejó la toma de Hediondilla conocí a una hermosísima mujer. Tenía senos opulentos, y aun así enhiestos, firmes y que se adivinaban duros al tacto varonil. Era dueña de una cimbreante cintura que habría yo podido ceñir con índice y pulgar. Poseía una grupa de yegua en celo que en sus ondulantes movimientos prometía ignorados paraísos, y unas piernas que parecían torneadas en marfil y cuyos muslos eran puerta a inefables placeres orientales…”. Hizo una pausa el general Ote, se enjugó el sudor con un paliacate y dijo muy apenado: “Perdonen las damas presentes, pero con sólo recordar los encantos de aquella sensual mujer ya estoy sintiendo no sé qué en la metáfora”. (Razón tenían los latinos al decir: vulpes pilum mutat, non mores. El zorro cambia su pelaje, no sus costumbres)… FIN.