Esperan pacientemente; apuntan la mirada y se lanzan sobre el diputado o diputada. Son un grupo de pedigüeños que aguardan desde hace años a las afueras del Congreso de Coahuila buscando que un legislador les dé algún billete. Esta es la crónica de varias tardes con ellos.
- 14 abril 2024
“Pa la coca diputado... Denos pa la coca...”, ruega Silvia mientras intenta cazar al legislador priista Guillermo Ruiz Guerra, que vino de riguroso traje negro, camisa impoluta y guinda corbata, para la sesión del martes, en el Congreso.
Ruiz se mete la mano al bolsillo del pantalón, saca su cartera, hurga discretamente en ella y le pasa a Silvia un billete de, ¡chin!, no alcanzo a ver qué denominación.
“Pa las dos, porque no tengo cambio, ¿sí?”, suelta el funcionario, se despide y se va.
“Siempre nos apoya él”, ataja Karina, que siempre las apoya.
“¿De a cómo?”
“De 500, de mil pesos, de 100”, contesta Silvia.
Y yo me quedo pasmado, después que recuerdo haber oído por ahí decir de los políticos que son bien piedra, que dizque retecodos pa aflojar la lana y se lo comento a doña Silvia.
“No, lo que pasa es de que yo ya tengo mucho en el PRI, como me conocen sí me apoyan, si no anda pos no le van a dar, no le van a dar igual, pa que me entienda. Siempre andamos apoyando en todos los eventos, en tocho morocho”, explica Silvia como quien desentraña un instructivo, un manual.
“Usted también le puede hacer así”, continúa...
“¿Cómo?”, la interrogo.
-Haga de cuenta que le toma una foto a un diputado o hace una nota y ya se la lleva ‘mire diputado’, y él le da un apoyo. Aquí muchos le hacen así”.
-¿Quiénes son muchos?
-Los periodistas.
Es la mitad de la sesión ordinaria. Silvia, Karina y don Jaime, a quienes todos aquí conocen por su fama de matados, sacrificados, pedigüeños, se plantan en la venita de calle que es Carmen Harlan Laroche, a un costado del palacio legislativo y que hace las veces de estacionamiento de las camionetas tipo SUV y los caros carros de los representantes del pueblo; o de banqueta para el grupo de reporteros que vienen aquí a pescar una entrevista con el diputado que dicte la coyuntura, la agenda.
La historia de los ‘pediches’
Avanza la mañana y por las desportilladas escalinatas y la puerta enrejada del Congreso no ha parado el desfile de asesores, secretarios, asistentes, particulares, achichincles, de los diputados y otros funcionarios, acaso empleados del Congreso, que entran y salen, que salen y entran.
Karina, Silvia y Don Jaime están, como siempre, como cada día que hay sesión, a la espera de que salga un legislador para sablearlo, bolsearlo, canastearlo, asaltarlo, dicho sea, en el buen sentido de la palabra.
Entre tanto, y bajo la sombra de un enclenque árbol que custodia el umbral del edificio de rosa cantera, los pedigüeños matan el tedio con chascarrillos filosos cuando miran al policía que monta guardia en la recepción voltear a ver las chicas que a esta hora caminan frente al Congreso rumbo a sus escuelas, trabajos, su casa, una cita, qué se yo.
“Hasta sudó oiga, sudó, ¿no?”, lanza Karina y se sigue de largo con su perorata capciosa.
“A unos les gustan así, delgaditas, ¿verdad?, las mujeres ¿Como caigan?, así dice mi esposo... ‘teniendo... teniendo el papayón, no importa’”.
El gendarme, que está recargado en la barandilla de la rampa de acceso para discapacitados, celebra la broma.
“Es que flaquitas son más manejables”, dice y las mujeres se retuercen en una carcajada que suena como un estruendo en toda la calle.
Durante mi ociosa espera con los pedigüeños, evoco la tarde en que llegué al palacio del Congreso buscando la postura de la diputada presidenta, Luz Elena Guadalupe Morales Núñez, sobre el manejo de ciertos dineros públicos de cierto programa público, impulsado por la Federación.
Vi entonces a un grupo de gente que aguardaba echa bolita afuera.
Que quiénes eran, pregunté a un oficial morocho, chaparrito, nevados cabellos, que estaba de centinela en la entrada.
“Las pediches”, respondió con cierto dejo de ironía y se rio.
-Siempre están acá, ¿no?
-Siempre...
No es que yo no hubiese reparado en la presencia de los pedigüeños del Congreso, los había visto pidiendo, los conocía de vista y alguna vez, hace varios años ya, mis editores me habían asignado contar sobre ellos.
Recuerdo a los pedigüeños formados en coro a la puerta del gran salón de sesiones, lanzándose como fieras sobre su presa cada que un legislador salía a atender a algún pendiente, al baño, a desperezarse, a refrescarse, qué sé yo.
“¡Diputado, diputado!”, se escuchaba en el lobby de la sede parlamentaria.
Pero eso era antes de que los manifestantes en sus manifestaciones osaran tomar las instalaciones del poder legislativo para hacerse oír, y el poder legislativo osara clausurar por siempre la puerta principal de la casa del pueblo al pueblo, e inaugurar la puerta trasera del edificio como acceso principal, con policías de uniforme y todo.
De aquel tiempo a la fecha los pedigüeños se adueñaron de la banqueta del Congreso por la calle Carmen Aguirre de Fuentes, y se sentaron a esperar, a esperar, a esperar, pacientemente sobre las molduras que adornan la espalda del edificio, la entrada y salida de los diputados.
La tarde de marras que los topé tenían rodeado, acorralado, a José Alberto Hurtado Vera, diputado de Morena.
Eran varias señoras, un niño, una anciana en silla de ruedas, don Jaime, y oculta tras el tronco de un árbol la melena pelirroja de Silvia, de la que más tarde sabré es alérgica a las fotografías.
Hurtado charlaba con la anciana de la silla de ruedas que parecía suplicante.
“Híjole es que ahorita no traigo nada, de veras, ái pa la otra, en otra”, le dijo Hurtado tomándola por el brazo como un sacerdote que consuela cariñosamente a su feligrés, ya luego se esfumó.
Poco a poco el grupo se fue disolviendo y solo quedó una muchacha y su niño de kínder que fueron a sentarse cerca de la entrada del Congreso.
La muchacha dijo que iba a esperar a que salieran algunos de los legisladores, a ver si le podía ayudar con los medicamentos para la operación de sus ojos.
-¿Por qué?, ¿qué tiene?, la interrogué y entornando la mirada dijo...
-Pos mire, estoy mala, ¿qué no ve?, mire...
-¿Qué le pasa?
-Tengo una enfermedad que se llama queratocono.
-¿Y batalla para ver?
-Se me dificulta.
-¿Y viene a pedir ayuda al Congreso, con los diputados?
-Sí, pero pos nomás te dicen que te van a llamar y no te llaman y luego como hay gente que nomás viene a canastear.
-¿Cómo?
-Sí, que no tiene necesidad...
Al fin decidí permanecer un rato con ella, pero al ver que no aparecía ningún legislador me fui sin saber la suerte que había corrido aquella pedigüeña.
Anatomía de un pedigüeño
Otro mediodía estoy afuera del Congreso con don Jaime, doña Silvia y doña Karina, que ya se han colocado en sus puestos rumbo a la entrada para cazar a los diputados.
“¡Diputados, diputados!”, oigo que grita don Jaime desde afuera, parado frente a la puerta del recinto legislativo, desafiante.
“¡Culos, culos!”, profiera a todo pulmón, los guardias que lo han escuchado ni se inmutan, en cambio ríen.
“Y luego le dan y ya no dice culos. Mamando, ¿verdad?, Ya le cierran el hocico por un rato”, revienta doña Karina, la sonrisa a flor de labios.
Don Jaime es alto, moreno, barriga, usa cachucha, antiparras, playera de camuflaje, bermudas, tenis y siempre lleva una mochila colgando de la espalda.
De él cuentan sus conocidos en el Congreso, a don Jaime todos lo conocen en el Congreso, padece un tipo de síndrome o algo así como las secuelas de una embolia que le impiden caminar como la gente normal y ocasionan que su habla sea lento, como si arrastrara las palabras, como si tuviera la lengua dormida.
Se dice en radiopasillo que es gestor social de la colonia Misión Cerritos, último sector, que tiene una, o varias casas de dos niveles, grande, y una troca.
Y es, desde hace años, asiduo visitante de palacio legislativo a donde viene, además de vender tamales, buñuelos, dulces, a pedir.
De Silvia y Karina se sabe poco, bueno, casi nada, sólo que llevan ya algún tiempo de parar en el Congreso, que son líderesas priistas, de barrio, Silvia en Saltillo, del mero centro, Karina de Monclova o Frontera, quién sabe.
“Pues, ¿qué te digo? no sé, ja,ja,ja, solo que una de ellas es de Monclova, a veces está afuera del Partido tomándose fotos con quienes van llegando”, me dirá por mensaje de WhatsApp un viejo amigo funcionario del PRI Estatal que he visto algunas veces asistir a las sesiones del Congreso.
“Tómele una foto a ella, también es pediche”, dice Karina pitorreándose de Silvia.
“¿Pa qué?”, revira Silvia.
“Que vean que nos bañamos, que vean que estamos aquí”, contesta Karina.
Y les tomo la foto, juntas, sonriendo, muy quietas, posando.
“Ya no nos tome fotos oiga, nos va a quemar, tómele a allá a los diputados”, me reprende Silvia.
Después me enteraré, por boca de un amigo empleado del Congreso, que ambas señoras no solo vienen aquí a ejercer su oficio de pedigüeñas, su radio de acción abarca algunos edificios públicos a la redonda, como la Presidencia Municipal, el PRI del estado y cualquier lugar donde haya eventos con políticos de importancia: el gobernador, el alcalde, sus funcionarios.
-¿También van a la Presidencia?
-Sí, con Chema, (el alcalde de Saltillo), nos ha apoyado, es muy buena onda el presidente Chema.
-Parece muy serio ¿no?
-Es bien rebane, es raza, es de nosotros, la gente lo quiere.
De eso viven
Por estos días, un reportero de la vieja guardia que tiene asignada, desde hace varias legislaturas la fuente del Congreso, me dará más pistas sobre estas pedigüeñas.
“Están viviendo de lo que les dan ahí los diputados, de ahí viven desde hace muchos años. Ya lo tomaron como una forma de vivir para no trabajar”.
De vuelta al Congreso Silvia dice que no, que ellas no son pedigüeñas, que son lideresas del PRI y se dedican a gestionar apoyos para la gente de su cuadra, de su calle, de su manzana, de su barrio.
“¿Y qué vino a gestionar acá, al Congreso?”, le cuestiono.
“Aquí no, una gestión allá en Presidencia...”, responde.
“De qué?”, insisto...
-Unos aparatos para el azúcar, un pastel...
-¿Un pastel? Pos eso también, es de cumpleaños.
-¿Y para quién?
-A ver pa quién...
-¿Oiga, pero un pastel?
-Para una persona que cumple años ni modo que para mí, son personas que cumplen años y que piden pastel. Es pa ellos, pa que festejen.
-¿Y aquí qué vino a gestionar?
-Ah no, aquí no. Gestionamos en presidencia y en muchos lados.
Por fin aclara que hoy está acá porque ha venido a pedir un apoyo económico a los diputados para un viaje a Real de Catorce, no en plan de turista ni de vacaciones, sino para pagar una manda, una manda de su hijo.
Hace tiempo que su nuera se perdió en unos cerros y pos ella prometió que si...
Lo que no me aclara es si encontraron a su nuera o no o por qué es la manda.
De los tres pedigüeños la más veterana es ella.
Viene al Congreso desde que el presidente de la Junta de Gobierno era José María Fraustro Siller, (1 de enero de 2014 al 31 de diciembre de 2016, 60 Legislatura), el actual alcalde de Saltillo.
“¿Cuántos años tienes aquí en el Congreso que te apoyan Silvia?”, le pregunta doña Karina.
“Desde que estaba Chemita”, responde Silvia.
Al exterior del Congreso las horas transcurren largas bajo el azote del picante sol y el viento seco que hace aún más lejano el momento de ver aparecer en la calle a los legisladores, una vez que concluya la sesión.
Pregunto a don Jaime si ha visto salir a algún diputado y dice que sí, que a cinco.
-¿Quiénes?
-Se fue el diputado Aguado... (Gerardo Abraham Aguado Gómez), se fue Edna, (Edna Ileana Dávalos Elizondo), mmmmm ya van como cinco que se fueron.
-¿Le dieron algo?
-Son bien culos, son bien culos.
La clave es la espera
Que a qué hora terminan la sesión, que cuánto le falta, que si ya, preguntan los pedigüeños una y otra vez a los entacuchados y entacuchadas que salen y entran, que entran y salen, cual pasarela, por la puerta angosta del Congreso.
“Parece que a las 3:00 acaban”, replica alguno.
Y apenas es la 1:00.
Más allá doña Karina me cuenta su historia.
Que es de Monclova, que lleva cuatro años trabajando de intendente en una primaria, pero que no le han dado la base y por eso vino para ver si Carlos Robles Loustaunau, el presidente del PRI Coahuila, le echa una manita con eso.
“Es que ellos tienen que ayudarnos. Se tiene que poder, primeramente Dios. Es que nosotras somos priistas, trabajamos con los priistas. Yo soy priista de corazón y me he beneficiado bastante de mi partido, por eso quiero bastante a mi partido”.
-¿Cómo dice que ha trabajado?
-Llevando gente.
No, en realidad, confiesa, tiene ya como cuatro años de plantarse aquí, a las afueras del Congreso del Estado, cuatro años yendo y viniendo cada ocho días de Monclova a Saltillo y viceversa, siempre que en el recinto hay aquelarre de diputados.
“Los pedigüeños nunca fallan en las sesiones ni en las sesiones solemnes, o sea siempre están ahí. Se me hace que van más que los diputados, porque pos los diputados a veces faltan y los pedigüeños no”, me dirá después un compañero fotógrafo de un conocido medio digital de la ciudad que cubre el Congreso.
No sé por qué me da la impresión de que Karina me ha mentido, que me ha estado choreando con el cuento ese de su escuela.
“¿Cómo se llama la escuela donde dice que trabaja?”, la interrogo para salir de dudas.
“¿La escuela?, ¿la escuela cómo se llama?, responde Karina ahogada por un ataque de risa, dirigiéndose a su amiga Silvia.
De pronto prefiere cambiar de tema.
“¿Qué le pasó en el ojo oiga?”, me pregunta.
Que lo perdí, le digo, en una operación.
“Eh, así está mi esposo también. Nomás que no pierda lo más chiquito, lo más sagrado, porque ahí sí...”, bromea la mujer.
“Dígale ‘es lo más grande’”, refuta Silvia y otra vez las carcajadas resuenan como dinamita en las calles que rodean al Congreso.
“Es que dice ‘lo más chiquito’, ¿cómo sabe si es lo más chiquito o lo más grande?”, Silvia completa el chiste.
Que cuánto dinero han llegado a sacar en una sesión, les pregunto a las mujeres.
“Es que es lo que te apoyen, lo que te den”, dice Karina.
-¿Hasta qué hora están aquí?
-Hasta las 3:00 o 4:00, ¿verdad?, pero vale la pena, nos va bien, nos va bien.
“A veces nos vamos de oquis”, interviene Silvia.
-¿Y ya las conocen los nuevos diputados?, interrogo a Karina.
-Los pasados, los presentes y los futuros... Es que nosotros tenemos años de ser líderes. He trabajado para los gobernadores...
Diputado a la vista
Me pregunto si siempre han existido los pedigüeños del Congreso o qué fue primero, si el Congreso o los pedigüeños, si los pedigüeños o el Congreso, el huevo o la gallina.
“Esos pedigüeños han existido durante muchas legislaturas. Desde que yo andaba de reportero circulaban varias personas que los traían hasta los propios hijos en sus camionetas y se esperaban en el estacionamiento de Aldo Conti, del Martin’s, y las señoras se ponían a pedirle a los diputados.
“Yo he estado en muchas legislaturas, han pasado muchos presidentes y no, no les dicen nada a ellos, los apoyan y ellos se la viven ahí entre el Congreso y la Presidencia Municipal. Son personas que ya le saben al movimiento, ya conocen a los diputados, a los regidores. Ya saben de qué pata cojean los diputados”, recuerdo que me dijo un reportero retirado que trabajó durante años en el Congreso escribiendo crónica legislativa.
Ya va para cinco horas que espero con Karina, Silvia y don Jaime el final de la sesión y la salida de los diputados, pero nada.
En un descuido miro a los tres pedigüeños correr hacia una camioneta de esas grandes, puro lujo, arena, doble cabina, chofer, que ya se está yendo y por cuya ventanilla trasera asoma la cabeza afeitada de Raúl Onofre Contreras, diputado del PRI.
Onofre le larga a don Jaime un billete de 50 pesos, luego otro de 100, después desaparece silenciosamente en su camioneta con motor silencioso.
La escena siguiente es ver a los tres pedigüeños lanzase sobre Antonio Attolini Murra, legislador por Morena, que les recibe cordial, campechano, de buen talante.
“Traigo tamales, traigo dulces”, dispara Jaime.
“¿A cuánto son los tamales?”, le interpela Attolini.
“90 pesos”, responde Jaime.
“¿Y cuántos trae la bolsita?”, ataca el diputado.
“12”, dice Jaime.
“Bueno mire, ái ta, deme 500 pesos de tamales”, dice el legislador que, sabiéndose captado por la cámara de Semanario, mete la mano a la bolsa de su bluejeans y extiende un billete de 500 pesos que Jaime y Silvia se arrebatan en clara disputa.
Don Jaime jala más fuerte y al fin consigue hacerse con el quinientón.
“Ámonos chingao...”, exclama Karina con admiración.
“Pa que coman, véngase, ¿Usté cuántos tamales quiere?”, pregunta el legislador a Silvia que se ha quedado con las manos vacías.
“No, yo no quiero esos tamales”, contesta de mala gana la señora.
Attolini, en un gesto de montada bondad, termina por donarles los tamales a Karina y al mismo Jaime.
“No, pero a lo mejor se los quería llevar usté, ¿no?”, pregunta Karina.
Que no, dice Attolini, que ya se va y se va.
En el inter me sale al paso una señora que se presenta como Martha García y a la que hasta ahora no había visto.
La mujer me enseña las fotografías de un bebé de General Cepeda que se quemó tras caer en una olla de menudo.
Dice que la madre del nene está pidiendo ayuda a algún diputado, a alguien, que la pueda apoyar con la cuenta del hospital.
“Quieren que vote uno por ellos y no apoyan...”, reprocha.
El bebé se llama Leonardo Domínguez Díaz y está delicado.
“Ojalá y Dios quiera que puedan hacerle una entrevista a la mamá porque pos andamos detrás de los diputados, de todos, siguiéndolos. Cuando andan pidiendo el voto andan encima de uno, pero como ya están aquí... pos ya no hay quién atienda, pero andan allá en General Cepeda echando mentiras, que ellos meros lo apoyan...”, dice la mujer y se marcha.
Termina la jornada laboral
Son casi las 4:00 de la tarde, Silvia y Karina deciden que su jornada laboral ha terminado.
Alguien de adentro las ha prevenido de que los diputados tienen pachanga allá adentro y no saldrán, al menos, en las próximas dos horas.
“Me hablas si hay evento”, le dice Karina a Silvia y su voz se pierde entre tráfico implacable de la ciudad.
Otro mediodía de sesión vuelvo al Congreso en busca de los pedigüeños, pero no encuentro más que a don Jaime que va de un lado para otro correteando a los funcionarios y a uno que otro reportero o fotógrafo, con su bolsa de tamales y buñuelos.
Que le compren, implora, o que le apoyen, de perdis, con algo para pagar el recibo del agua.
La mayoría lo ignora.
“Oi, que quiere pal agua”, me comenta en voz alta uno de los empleados y se escabulle burlándose por los entresijos del Congreso.
Cruzo la puerta del palacio legislativo rumbo la recepción y pregunto a los oficiales por el paradero de Silvia y Karina.
Que nos las han visto, me dicen, que a lo mejor no vinieron.
En eso uno de los oficiales recuerda que hoy hay un evento importante del gobernador en el Museo del Desierto y “seguro que ahí deben andar”, dice.
Prefiero quedarme en el Congreso a ver si, de pura casualidad, las topo.
Pasa una, dos horas y ya me siento desesperado de esperar.
Le digo a Jaime, que ahora está reclinado sobre el pasamanos de la rampa para discapacitados, que ya estoy harto, que ya me voy, él me aconseja que aguante.
“Ya van a salir (los diputados), ya van a salir, pérate, sí alivianan”.
De repente veo emerger del edificio a una antigua amiga periodista.
Que si cree que hoy vengan las pedigüeñas, le pregunto, dice que no sabe, pero que adentro, en el gran salón de sesiones, hay muchos pedigüeños de pluma, libreta, celular con grabadora de voz, cámara fotográfica y videocámara.
Se aleja riendo.
Yo también me voy.
La última y nos vamos...
Mi última tarde en la sede del Congreso local, estoy bajo la sombra del árbol enclenque aquel, aguardando a los pedigüeños.
Es la Sexta Sesión del Primer Periodo Ordinario, después de Semana Santa, pero no veo por ningún lado a Karina, a Silvia ni a Jaime.
“Se fueron de vacaciones”, me dice en tono de guasa un empleado del Congreso cuando entro para investigar.
Espero, espero, espero...
A la vuelta del edificio, en esa venita de calle que los legisladores han convertido en estacionamiento para sus autos ostentosos, los reporteros de la fuente andan a la caza de los diputados que van llegando para entrevistarlos sobre el tema del día.
He visto que en torno a las molduras del edificio, el punto donde suelen acampar los pedigüeños, los policías han colocado dos vallas metálicas, a modo de barrera, para evitar cualquier invasión.
“Ah chingao, pos no dejan trabajar a uno”, me dice un oficial de los que cuidan el Congreso.
-¿Les dieron la orden de correr a los pedigüeños?
-A nosotros no nos dieron la orden, pero pos ya, que se vayan a la verga...
Entre el gremio de periodistas que van y vienen, saludo a una reportera que me informa que los pedigüeños ya están en campaña con los candidatos de su partido, el PRI, a los diferentes huesos, digo puestos, y que por eso no han llegado.
“No, es que ya andan en las campañas”, revela.
Otro periodista que pasa por ahí dice que si me doy una vuelta a la Presidencia Municipal con suerte y me encuentre a los pedigüeños, que suelen hacer antesala en el área de Atención Ciudadana o en Desarrollo Social para solicitar apoyos.
Los busco y nada, se los tragó la tierra, pienso, y mejor me voy....