José Luis Bustos García quería ser militar, pero se convirtió, por azares del destino, en un guía del desierto de Real de Catorce. Desde hace cuatro décadas, su misión, como la llama, es guiar a turistas de todo el mundo en la búsqueda de la planta sagrada del peyote.
- 05 agosto 2024
Quién iba a intuir que debajo de ese uniforme militar se escondiera la figura de un hombre, rostro duro, que se proclama así mismo enemigo de la violencia y emisario de la paz.
Y quién iba a intuir que debajo de ese uniforme de soldado se escondiera la figura de un hombre, rostro duro, que es considerado por sus seguidores casi un sacerdote y un santo.
Pienso mientras contemplo absorto a don José Luis Bustos García, sentado al borde de su camastro en el centro de su pieza azul pastel con paredes de tierra, techo de palma y morillos, sacando de una bolsa de lona verde olivo la ropa estilo militar que alguien le regaló, ya no recuerda quién ni cuándo.
Seguro que ha de haber sido uno de sus tantos amigos turistas, hijos de militares jubilados, que suelen venir al desierto a visitarlo, pero sobre todo a comer la planta sagrada del peyote; o tal vez algún cabo retirado del ejército que le trajo a donar sus pasados hábitos de cabo, quién sabe.
Don Luis o el Jefe del Desierto o el Jefe Bustos o simplemente el Jefe, como lo bautizaron sus correligionarios, tiene 80 años cumplidos, es morocho, alto, flaco como un charal, lleva sombrero militar de lona con tapiz de camuflaje, gafas ahumadas para el sol, guerrera, pantalón de soldado a la antigua usanza, gastadas botas militares y confiesa que desde crío, su sueño fue ser un guacho.
“Porque oía que un militar lucha por su patria, la defiende”, suelta don Luis, la voz suave y calmosa de las criaturas del desierto para quienes la vida de este lado del planeta escurre más despacio que en la civilización.
Don Luis que nunca tuvo escuela porque en el pueblo donde nació que se llama Tanque de Dolores, no había escuela, y su padre no lo podía mandar a Estación Catorce, donde sí había escuela, pero quedaba lejos, creció escuchando por boca de sus antepasados los ideales y hazañas de los héroes revolucionarios.
Platica don Luis, a sus espaldas el cuadro típico del “Caudillo del Sur” y más a sus espaldas la mil veces reproducida imagen del “Centauro del Norte”, con sus Dorados.
“Me gustaba que hablaran de esos hombres, las historias de Villa y de Zapata”, dispara el Jefe y da un largo sorbo a la botella plástica de licor de caña en forma de panal que mandó comprar a Estación Catorce porque aquí, en “El Tecolote”, este pellejo de desierto erizado de espinos donde creció, no venden licor ni agua embotellada.
***
El torrente de luz de las 2 de la tarde que irrumpe por la ventana de la pieza, una como grieta abierta de un bombazo, devela la profusión de recuerdos que cuelgan de las paredes carcomidas:
Fotos de don Luis en el desierto portando su atuendo militar con aire marcial, la pintura que le obsequió una pareja de turistas con la imagen de dos querubines que parecen atisbar aburridos nuestra conversación, una instantánea en sepia de don Luis abrazado con dos soldados que un día amagaron detenerlo por tráfico de peyote y que terminaron tomándose, orgullosos, una foto con él, y más fotos de don Luis en el desierto.
En esta pieza que don Luis, sin ser albañil, levantó con sus manos campesinas, cada retrato cuenta una aventura.
Pero eso sí, en casa de don Luis ni las pistolas de alto calibre, tampoco las granadas de fragmentación ni los fusiles de asalto, forman parte del mobiliario, solo un par de botas militares salpicadas de barro fosilizado que caen desde el techo, una cachucha militar y un sombrero de paño claro agarrados de clavos en la pared, las herramientas que don Luis usa para tallar lechuguilla, morrales que se precipitan al vacío por todas partes y botellas y botellas de licor de caña, sin gota de licor de caña, regadas en el suelo de cacarizo cemento.
“Este es un vicio que tengo y no sé, yo creo que con éste me voy a morir y me voy a ir contento, ‘dispénsenme -les digo- soy muy alcohólico también’”, me advierte como explicando la razón del tiradero de botellas por el piso.
Don Luis lleva más de 50 años tomando mezcal o tequila un día sí y el otro también, desde que el gallo canta hasta que los grillos comienzan su monótona serenata.
“Quise ser guerrillero”, insiste y me platica una historia que suena como una vieja conseja huichola:
Don Luis jura y perjura, por su uniforme de militar sin galones, que a él el peyote le habló.
“Me gustaban mucho las armas y las tuve todavía joven yo. Pero cuando empecé a comer esa planta sentí lo bonito, sentí que me dijo ‘no armas, no violencia, mejor paz y tranquilidad’, como que me hablaron, yo lo sentí”, asegura y su semblante moreno y sin arrugas que a ratos es la personificación misma de una eterna alegría, de pronto se torna grave.
Don Luis que había anhelado, con todas las fuerzas de su alma, ser un militar de alto rango, renunció a su sueño, pero nunca al gusto de vestirse como un solado de verdad.
Fueron unos extraños turistas que don Luis había traído al desierto, cuando aún no era guía de turistas del desierto, quienes le darían a probar, por primera vez, la planta sagrada.
Don Luis tendría unos 40 años.
Mientras se hallaba en Estación Catorce vendiendo sus artesanías de piedra, un cliente se le acercó para pedirle de favor que lo llevara a “El Tecolote”, ese pellejo de desierto donde vive don Luis, a buscar fósiles y restos de meteoritos.
Don Luis accedió de buen grado.
Varios días moró aquel señor en una tienda de campaña que instaló a las afueras de la choza de adobe, donde habitaba don Luis con su esposa y sus 13 hijos.
Cierto día que el Jefe salió con aquel viajero al desierto en busca de lechuguilla y piedras para sus artesanías, dio con un paraíso de tupidos jardines de peyote.
“Pero cantidad de peyote”, relata el Jefe Bustos con el asombro todavía en los ojos.
Hasta entonces don Luis se había dedicado a guiar a los cazadores que, papel de por medio, venían a cazar venado a “El Tecolote”.
El turista quedó tan impresionado por el hallazgo, que decidió mudar su campamento para aquel nirvana.
“Ya después qué piedras ni qué nada, le hizo más caso al peyote. El hombre era muy mariguano, cargaba por kilos”, narra don Luis.
Pronto el forastero aquel trajo a dos compañeros más y los tres fundaron un como rústico laboratorio, o algo así, en pleno desierto para procesar peyote.
“Lo juntaban en costales, lo ponían a secar y traían un molinito pa molerlo y quién sabe cuántas cosas hacían. Pero yo ignorante decía ‘no pos sabe...’”.
Muy cerca de ahí don Luis se ocupaba en tallar lechuguilla, el rudo oficio que su padre le enseñara apenas cumplió cinco años.
Era una noche invernal, don Luis, que había terminado de tallar, se sentó en una piedra para reponer fuerzas, y para reponer fuerzas se empujó unos fogonazos de su licor de caña.
Más allá miró a sus huéspedes charlando animadamente en torno a una fogata sobre la que humeaba una olla.
El Jefe Bustos, que es curioso y observador por naturaleza, mostró a los hombres su curiosidad sobre el contenido de la olla que bullía y rebullía encima de las brasas.
Que era té de peyote, le respondieron, al tiempo que le alcanzaban un cuenco con la infusión caliente.
“Me dicen ‘mire, pruebe el té, tome té, coma peyote, fume mota’, ‘no –les dije-, pos yo no conozco eso’, y ellos ‘anímese hombre’”.
Don Luis, mareado por el licor de caña, se animó y bebió.
“Me preguntan, ’¿cómo se le hizo?’, les digo ‘oigan pos creo que sí me trabajó bien eso, sí me cayó bien’, yo ya estaba borracho, fíjate”, relata El Jefe.
Al té le siguió el plato fuerte de la noche: unos gajos que sus anfitriones, al parecer graduados en gastronomía sicodélica, extrajeron de un montón de peyote en bruto; y luego el postre: un jugo, bien cargado, de peyote.
La planta le dejó un sabor amargo en la lengua, pero don Luis, acostumbrado a comer todo tipo de yerbas del desierto, que además de matarle enfermedades le matan el hambre, no hizo gesto.
“Empiezo a mascarlo y a comer el peyote así, en gajos”.
Aquí, don José Luis Bustos García, hace una pausa, respira hondo y da otro largo trago a su ánfora de licor de caña, para contar que en aquel momento ocurrió algo inédito en sus sentidos.
“Me dicen aquellos amigos ‘¿cómo se siente?’, les digo ‘me estoy sintiendo medio raro’, dicen ‘¿qué siente?’, les digo ‘pos siento mucha fuerza’, y les dije ‘amigos, yo ya me voy’ y ellos ‘no se vaya, se va a cái, mejor quédese’, ‘no -les digo- tengo que irme’”.
De regreso a su casa, como a las 11:00 de la noche, don Luis empezó a ver que la tierra se pintaba de un color blanco, como la nieve, parecía que había amanecido en el desierto y las piedras y las veredas habían adquirido a sus ojos una nitidez inusual.
Don Luis sintió que iba volando, que flotaba en el viento como las águilas, los gavilanes, los tecolotes y los buitres de su desierto, que tanto le gustaba contemplar desde abajo.
“De repente sentía que no pisaba la tierra fíjate”.
Entonces vino el encuentro mágico con el peyote, que el peyote le habló, dice El Jefe.
“Fue cuando me nacieron esas palabras que te digo: no armas, no violencia, mejor paz y tranquilidad”, relata don Luis con una parsimonia que huele a licor de caña.
A partir de entonces, dice, su vida cambió por completo.
“Nos abre la mente, nos cura del alma, cambia uno, si uno tiene una costumbre mala, se le quita. A muchos les ha cambiado la vida”.
***
Hacía meses que unos amigos me habían platicado de un viejo guía que solía vestirse de militar, y a quien los turistas peyoteros, llegados de todo el mundo al desierto de Real de Catorce, llamaban con fervor el Jefe Bustos.
No se trataba de un mito ni de una leyenda rural, sino de un personaje de la vida real, me advirtieron mis amigos.
Lo comprobé la tarde que un chofer de Estación Catorce, municipio de Real de Catorce, San Luis Potosí, de esos choferes que andan a la caza de excursionistas despistados, me llevó unos 30 kilómetros en un Tsuru destartalado por una carretera curvilínea y luego una trocha bordeada de arbustos puntillosos, hasta “El Tecolote”, anexo del ejido Tanque de Dolores, también municipio de Real de Catorce, el rancho donde vive don Luis.
“El Tecolote” son unas cuantas casas desperdigadas entre la maleza desértica, una capilla, una escuela mínima, salón de juntas, 40 habitantes, entre niños y adultos, dedicados a la crianza de cabras.
No hay agua corriente, apenas electricidad.
A mi llegada me recibió un hombre antiguo, vestido de soldado y que caminaba apoyado en un palo que oficiaba de bordón. Era don Luis.
Más tarde, sentado sobre una banca hecha con un tosco madero, colocado encima de una pila de rocas espesas en el solar de su casa azul pastel con marcos amarrillo canario, el Jefe de Desierto me platica de un periodista español que vino a Real de Catorce para entrevistarlo y ahí le dijeron que no, que el Jefe Bustos no existía, que era una leyenda.
El periodista aquel continuó indagando, hasta que los choferes de los carros Willys, que mueven turistas por todo el desierto del mineral, incluido “El Tecolote”, le dieron pista de don Luis.
“Le dijeron ‘cómo no, si aquí vive el Jefe, es nuestro amigo, ahorita te llevamos’”, narra el Jefe.
Ya para entonces gente de todo el mundo: Estados Unidos, Italia, España, Francia, África, Alemania, Suiza, Japón, China, venía a “El Tecolote” a buscar al Jefe Bustos, en pos de experiencias extrasensoriales.
Don Luis, que conocía, conoce, como pocos cada rincón y secreto de este desierto, se internaba con sus turistas a través de esos páramos agrestes que fluctúan entre el verde de las cactáceas y el azul de las montañas del altiplano potosino.
Primero los ponía a acampar en alguna planicie y ya luego los llevaba a buscar la planta sagrada, para que la comieran.
“’Pídanle algo a la plantita, -les decía- primeramente ayuda, que los ayude’”, dice don Luis, la vista fija en el horizonte, la mano derecha descansando en su palo - bordón.
Le pegunto al Jefe Bustos que cómo fue que se metió a guía de turista de los devotos del peyote, cuándo, por qué...
Me cuenta que a menudo miraba desde el solar de su casa el montón de tiendas de campaña, durante el día, y el resplandor de las fogatas, por la noche, de gente que venía a acampar a la orilla de la autovía que separa a “El Tecolote” del resto del mundo.
A la sazón, en ese lugar, donde ahora se levanta un complejo de invernaderos en los que se producen chile y tomate, abundaba el peyote.
“A mí me empezó a gustar esto de conocer personas y se me puso ir a verlas, dije ‘voy a ver quiénes son’”, dice don Luis de vuelta a su cuarto - cuartel y se empina su botella de licor de caña como para agarrar valor.
Al principio los turistas se asustaban con él, porque se les aparecía en plena noche como una aparición, y echaban a correr.
Unos pensaban que era la ley, otros que el diablo.
Hasta que de tanto, don Luis se robó la confianza de aquella gente y al poco tiempo los de “El Tecolote” lo vieron marchando con su uniforme militar, al mando de tropas y tropas de turistas que incursionaban por el desierto, el sol a cuestas, en busca de la planta sagrada.
“A veces se metían hasta por acá sin saber, y se perdían. Andaban sin comer y sin agua, yo les convidaba algo de lo poquito que tenía y empezaron a agarrarme confianza”.
Ya después los turistas lo venían a buscar, y hasta la fecha.
***
A las 5:00 de la tarde le digo a don Luis que ya las tripas me están chillando, que tengo sed y hambre.
Responde que acá no hay restaurantes, tampoco tiendas de autoservicio, agua embotellada, señal de celular ni mucho menos hotel, como la gente cree.
Solo el changarrito donde su mujer vende cocacolas y fritangas.
Don Luis se levanta de su asiento, se aleja con su bordón rumbo a la entrada principal de su casa y allí se pierde.
Al rato lo veo venir de nuevo por el solar.
Y más al rato miro llegar mi salvación: es su nieta Ana Perla, una niña como de ocho, nueve, 10 años, no sé, que trae un plato con arroz, frijoles en bola y tortillas de nixtamal, de esas que solo en los ranchos han conseguido escapar a la modernidad.
Mientras engullo con avidez la comida que me ha prodigado su esposa, don Luis me platica que su lanzamiento en el ramo de este turismo, nada convencional, ocurrió después de que se iniciara en el ritual de comer la planta con aquel trío de facinerosos que habían montado un laboratorio artesanal en las entrañas del desierto, y que a la postre se convirtieron en traficantes de peyote.
“Ellos seguían haciendo eso que te digo, que polvo y que sabe qué... Clientes venían a buscarlos. Ellos fueron los que empezaron a traer gente aquí, casi puro extranjero, puras personas de dinero y me decían, ‘aquí le traemos a estos pa que les venda sus piedritas, tráigase sus piedritas’”.
Seguido la policía irrumpía en casa del Jefe Bustos, para preguntar por el paradero de aquellos fulanos.
“Venían y ‘oye, ¿que fulano y zutano están aquí contigo?, y yo ‘no’, todavía los escondía, les decía a los de la ley ‘aquí pasan, pero ái se meten pal monte, no sé dónde andan...’. Decían los policías ‘es delito federal sacar un animal o un cactus de aquí’, y yo pensaba ‘ya me salvé, yo soy un animal de aquí, si me sacan van a cometer un delito’”.
Una mañana don Luis se presentó en el campamento de los ladrones de peyote y, después de aclarar paradas, los expulsó del desierto.
“Les dije ‘amigos, ¿saben qué?, a ustedes los está buscando mucho la ley, cuídense, mejor váyanse a otro lugar. Lo siento mucho’”.
Los hombres aquellos, además de saber cocinar el peyote de diferentes maneras, demostraron también que sabían indignarse.
“Hasta eso me dice uno, ‘¿entonces no nos quiere aquí?’, le digo, ‘no es que yo no los quiera, pero ustedes andan mal, por algo los buscan’”.
Los traficantes levantaron su campamento y se fueron.
Don Luis no volvió a saber más de ellos.
“Dicen ‘entonces nos vamos, pero ya no le vamos a traer gente pa que le compre sus piedras’, les dije ‘pos ni modo amigos, pero yo no quiero problemas’. Como quiera les agradezco que me hayan insistido en que comiera peyote, pero esa planta no es pa venderse, esa planta es sagrada. Lo de sagrado lo digo por eso que he sentido yo”.
***
Le digo a don Luis que quiero saber quién y por qué le colgó el grado de Jefe, que de dónde le vino ese nombramiento.
“Las personas que me empezaron a conocer aquí, que venían al peyote, me preguntaban ‘oiga don, ¿usté cuántos hijos tiene?’, ‘no -les digo- es la mitad de este pueblito, 13’, dicen ‘no pos usté es un jefesote de familia’. Ahí empezó ese ruido que el Jefe y que el Jefe”.
Y que el Jefe de Desierto por aquí y que el Jefe Bustos por allá y que el Jefe.
Sin pensar que el mote ese de Jefe le traería dificultades con la justicia.
Un atardecer que el Jefe Bustos regresaba de trabajar en el campo a bordo de su bicicleta, miró un piquete de policías y militares armados con metralletas que lo aguardaban a las afueras de su jacal.
Que estaba acusado de traficar con peyote y mariguana, y que se lo iban a llevar preso, le anunciaron los empistolados apenas llegó, y le ordenaron vaciar el costal que don Luis carga al hombro siempre que sale de faena.
Lo primero que cayó al suelo fueron las piedras que don Luis junta en el desierto para fabricar sus artesanías, luego las herramientas que usa para tallar lechuguilla y después el recorte de un periódico de San Luis donde aparecía una fotografía del Jefe, y debajo una nota que hablaba de él y de “El Tecolote”.
“Lo ve un teniente y dice ‘mira, si es famoso, pero no como nos dijeron’, le pregunto ‘¿pos qué les dijeron de mí?’, dice ‘que era usté un traficante’. Les habían dicho que yo era muy peligroso y que tal vez hasta tenía gente armada, fíjate todo lo que les contaron. Dice el teniente, ‘¿quién lo nombró jefe?’, ‘no recuerdo’, le digo, ‘¿cómo que no se va a acordar?’, le digo ’no pos recuerdo que personas que me empezaron a conocer desde hace muchos años así me empezaron a decir, Jefe’, dice ‘¿entonces no es jefe de gentes peligrosas?, ¿de narcos?’, ‘no’, les dije, y ya se asilenciaron”.
El susto terminó con una fotografía que aquel teniente y un comandante de la cuadrilla se tomaron junto a Bustos, y que el Jefe atesora como un recuerdo de aquella tensa visita con final feliz.
Después, don Luis no sabe cómo, gente y más gente vino de todas partes a sus campamentos, y él los guiaba hasta la planta sagrada para su encuentro espiritual.
“Nunca me imaginaba que un día iba a conocer a tantas personas. Sabe qué misterios tendrá esta tierra, un poder fuerte eh. Hay personas que les digo, ‘¿cómo te viniste, cómo estuvo?’, dicen ‘yo sentí que el lugar me estaba llamando’”.
Otro día se le presentó al Jefe un caso que hasta entonces no figuraba en su anecdotario.
Era una pareja de peyoteros que habían venido al desierto, exclusivamente, para pedirle a don Luis que los uniera en matrimonio.
“Aquí se conocieron y se hicieron novios, según me contaron. ‘Queremos que nos case’, dicen y yo ‘bueno, yo no los estoy engañado, ustedes saben que yo no estoy pa eso, pero bueno, si ustedes quieren’”.
Don Luis dice que fue como un juego.
Al largo de sus 40 años como guía de turistas lo habían tomado por curandero, chamán, pero nunca por sacerdote.
En 40 años, don Luis había coleccionado todo tipo de historias extravagantes, como la de la muchacha aquella que se pasó días y días en un campamento comiendo peyote porque deseaba, dijo, volverse fósil; un canadiense al que curó de un empacho con té de peyote; gente que venía al desierto para traerle ofrendas al peyote, monedas, anillos, y un hombre que había afirmado ser nahual y poseer la gracia de convertirse en águila o serpiente.
Tiempo después vino hasta “El Tecolote” otra pareja de novios, a rogarle que los casara.
“Les digo ‘no, no hay sacerdotes ahorita, pero viene un padre, tenemos capilla’, dicen ‘no, usté’”, relata don Luis.
Y a mí me cuesta trabajo imaginar a un hombre vestido de soldado celebrando una misa de nupcias, en medio del desierto.
“Ya casé a dos”, dice don Luis.
***
Y yo me quedó petrificado, como las piedras del desierto, cuando me entero que todo este tiempo he estado hablando con un casi santo al que cada 25 de agosto, por ser día de los luises, sus amigos peyoteros le danzan para honrarlo.
“Vienen y danzan aquí. Eso lo inventaron ellos, vienen, dicen, que a agradecer lo que han sentido aquí, a darle gracias aquí al lugar y bueno sí, a comer peyote también. Que es, dicen, como una ofrenda que vienen ellos a hacer aquí al visitarme y al hacerme la danza. Yo siento mucho gusto, mucha alegría. De repente ya ni me doy cuenta, me pongo bien acá, mira hay veces que estoy tirado de borracho, dormido, y ellos danzando alrededor de mí”.
Cómo me cuesta trabajo imaginar a un santo con hábitos de sorcho, rodeado por una tribu de matachines peyoteros danzando en su honor.
Pardeando la tarde me veo caminando con don Luis sobre una trocha pedregosa, bordeada por un denso bosque de gobernadoras, palmeras, xoyonoztles, biznagas, nopaleras y otras hijas del desierto, en busca de la planta sagrada.
El viento es una fiera en brama que nos azota la cara, mientras avanzamos bajo el cielo azul surcado de nubes en sus confines y un sol que, a pesar de la hora, nos hiere la retina.
El crujido de la tierra dura bajo nuestros pies es una música que hipnotiza en la inmensa soledad del desierto.
Aletargado por el calor, oigo a ratos, como lejana, la voz del Jefe Bustos.
“¿Pero sí vas a comer peyote o nomás lo quieres ver?”.
Le digo que nomás quiero verlo y es todo.
“Ya por aquí puede haber eh... Ya andamos en el lugar eh, es que de repente se esconde, se esconde... Pasa uno sobre de él y no lo ve uno. Algunos dicen ‘en vez de que usté los busque, ellos lo buscan a usté’”, dice el Jefe.
Y dice que no todas las personas tienen ese como don de encontrar el peyote, y yo creo que soy una de ellas.
“Esos son a los que les tengo que enseñar. Como aquí ya estoy viendo uno, no sé si tú ya lo verías”, me interpela don Luis, le digo que no y le pido que, por caridad, lo señale con su bordón.
“Aquí está mira, ¿no lo ves? Ahí está el poderoso”, dice y señala un peyote como flor azul de aureolas voluptuosas que incita a comerlo.
Al tiempo que penetramos por el bosque de espinos, el Jefe me va contando que este paraje en verano es territorio de víboras de cascabel, y debemos andar con sigilo porque a veces pasan desapercibidas.
Yo me pongo a temblar.
Luego me pide que hagamos una parada técnica: el Jefe debe descansar, ya tiene 80 años, está ciego de un ojo desde que, vagando por el desierto, se le incrustó la punta de una rama en el ojo, él no se atendió a tiempo y perdió el ojo.
“Antes andaba casi a diario yo por aquí vigilando, desde que estoy malo de la vista ya ni salgo”, se duele.
Y sus pies, en los que padece una malformación congénita, don Luis tiene los pies ligeramente girados hacia adentro, ya no le responden como cuando tenía 40 años.
“Fue la causa que no pude ser militar. Me contaba mi madre que le decían ‘no, ese niño mejor déjenlo que se muera, no va a servir pa nada, va a sufrir mucho’. Una madre cómo va a dejar morir a su hijo”, se pregunta el Jefe.
Además, dice con la convicción de un monje, tenía una misión que cumplir y era la de dar a conocer al mundo lo que la planta sagrada ha hecho en su vida.
Por algo no se murió la vez que cayó hasta el fondo de un pozo de agua de 30 metros, cuando apenas tenía 14 años que andaba sacando agua para el ganado.
“A veces se arrimaban animales que olían el agua, burros, caballos o perros y se iban pa abajo. Todo lo que caía ahí lo sacaban muerto. Es un pozo muy peligroso, adentro hay puros picos de piedra, se mataban”.
A Don Luis lo dejaron casi dos horas sumergido en el agua, creían que ya había muerto,
“Ya había tomao mucha agua, sentía que ya no podía respirar, que ya eran los últimos momentos pa mí. No me di ni un golpe, pero iba a morir de ahogao, no sé nadar y el pozo tenía mucha agua”.
En el trance don Luis había alcanzado a pescarse del filo de una piedra y ahí se quedó, pegado, como una lagartija, hasta que su padre, con ayuda de otros pastores, lo rescató vivo.
Apenas salió, que vio el cielo, don Luis rompió a llorar.
“Mi padre me dice, ‘¿por qué lloras?, debes estar contento que estás vivo’, no le contesté nada. Yo me preguntaba, por qué si todos esos animales se han matao, yo estoy vivo. Les digo a muchos, ‘tal vez tenían que conocerme muchas personas y yo a ustedes’”.
Tampoco don Luis se murió las veces que, siendo muy crío, su padre lo sacaba a trabajar al campo y lo dejaba solo, sin comida ni agua, por días.
La de don Luis había sido una infancia tremebunda: el rudo trabajo de tallar lechuguilla, su vida en el agreste, frío y caluroso desierto, su familia pobre, un papá golpeador.
“Ya me sentía yo como un animal de aquí, me preguntaban que si no tenía miedo, no, a quién, ¿a los animales?, no, fueron mis amigos, los conozco a todos”.
***
Le digo a don Luis que desde hace rato tengo una duda que me anda rondado la lengua, y es, ¿cuánto saca de guiar a los peyoteros que vienen al desierto a buscarlo?
“Aunque no me den nada chingao, lo hago de gusto, no lo hago por negocio, es como una misión que yo tengo. Ahorita... ya como ando muy apenas, les digo a los que llevo por ahí a acampar, ‘por mi tiempo, no por el peyote, denme una ayudita, ya lo que sea, lo que puedan’, es lo que hago”.
Don Luis se sienta sobre un montículo de tierra y don Luis, que ha traído su inseparable botella de licor de caña, bebe con apetencia unos tragos de licor de caña.
“Deja echarle agua al motor. Ándale, ¿tú no quieres un trago?”, me ofrece y yo que tengo la garganta reseca me embucho unos sorbos de esa agüita entre picosa y dulzona que raspa por todo el esófago.
“Dicen que para todo mal mezcal, para todo bien también y si no hay remedio... litro y medio”, bromea don Luis, se ríe con una risa pícara y me confía que esa es su dosis diaria.
Seguimos, y en la travesía pasamos frente a los campamentos a los que don Luis trae a sus visitantes, una suerte de llanos cercados con rocas y en los que aún se aprecian los rastros de las fogatas.
El Jefe me platica que a este lugar vienen a buscarlo, incluso, mujeres solas para que las lleve a acampar y a comer peyote.
Su señora, que es celosa, lo cela con ahínco y decisión.
“Llegan unas a las que les da gusto verme y me abrazan delante de ella, tiene razón... Le digo ‘oye mujer no creas que yo lo hago por... no, es que es mi misión’, dice ‘ah, qué bonita misión’”.
Por fin don Luis da con tres peyotes de buen tamaño, dice que va a cortar uno para que yo lo vea de cerca.
“Éste está bueno, mira... El poderoso. Lo que recomiendo mucho es que se corte nada más lo que se ve afuera de la tierra”, dice.
Y dice que éste, que está a punto de sacar, se lo va a comer, pero no ahora.
Don Luis ha adoptado desde hace tiempo el ritual de comer peyote solo en noches de luna llena.
“Me preguntan que si como a diario, no, mi fecha que tengo pa comerla es luna llena. No es nomás porque uno quiere, hay que tener orden. Me gusta muy temprano. Ahí mismo donde está lo corto y me lo como”.
El Jefe del Desierto saca de entre sus ropas una navaja oxidada y cercena, con habilidad de cirujano, la planta.
Oscureciendo volvemos por otro sendero a casa de don Luis.
En el cielo asoman algunas estrellas y una luna todavía tierna.
Faltan todavía algunas lunas para que Jefe Bustos puede reencontrarse con su poderoso, mientras...
“¿No quieres otro traguito?”.