En lo que fueran las oficinas de una planta lavadora de carbón, en Múzquiz, un hombre de 80 años decidió dar vida a las ruinas y levantó un apiario en una zona acostumbrada a la muerte de mineros.
- 02 septiembre 2024
El cuarto es un rectángulo, tiene las paredes salpicadas de humo, y en uno de los extremos de su fachada marrón un agujero del tamaño de una puerta, donde antes hubo una puerta, y en otro de los extremos de su fachada marrón, otro agujero del tamaño de una ventana, donde antes hubo una ventana, y más agujeros amorfos en los muros interiores.
Al centro de la pieza, donde antes hubo un baño con su mingitorio de azulejo marfil, están los cajones donde Gregorio Rodríguez Ortiz, Goyo, tiene, mantiene, a su enjambre de abejas.
Esto son las ruinas de lo que hasta hace unos años fue la Compañía Minas de Guadalupe, en el poblado de Barroterán, municipio de Múzquiz, Coahuila, una región en la que por décadas ha habido muertos y muerte.
En uno de los costados de este edificio, desvalijado, casi hecho escombros, hay un anuncio en fondo blanco, marco negro y amarillo, que anuncia con letras de molde negro y amarrillo “Apiario”, y junto otro agujero como de ventana, donde antes, tal vez, hubo una ventana.
Don “Goyo”, que está vestido con un traje blanco de apicultor, lee pausadamente el letrero: “Respeta este lugar exclusivamente para las abejas que nos dan vida y salud...”.
La frase suena como una paradoja: “...que nos dan vida...”, en un lugar donde la gente está tan acostumbrada a la muerte, que ya ni le importa.
DE PLANTA LAVADORA A APIARIO
La Compañía Minas de Guadalupe fue la propietaria de las minas 2 y 3 de Barroterán, en las que en 1969 ocurrió una aturdidora explosión por acumulación de gas que costó la vida de 153 carboneros de esta región, entre ellos Cayetano Rodríguez Martínez, el cuñado de don Goyo y hermano de su esposa.
En la zona de la Carbonífera no hay un solo cristiano que pueda jactarse de no tener un familiar, un amigo o cuando menos conocido, muerto en algún siniestro minero.
Don Goyo perdió a su cuñado Cayetano.
Para llegar al apiario de don Goyo, hay que, primero, tomar por un camino de terracería, donde la tierra no es tierra sino negro polvo de carbón que al ser revuelto por los neumáticos del auto se levanta impetuoso, se cuela por la ventanilla, entra por boca y nariz hasta la garganta y hace estornudar y toser con estrépito hasta el colmo de la alergia.
Y para llegar al apiario de don Goyo, hay que seguir por ese mismo camino negruzco que da la impresión de estar en un planeta de novela de ciencia ficción, y pasar frente a otras ruinas: el esqueleto del edificio de un sindicato minero y la sede desmantelada del extinto organismo Luz y Fuerza del Centro.
Hasta aquí todo parece estar muerto... ausente de vida.
Después hay que llegar hasta las faldas de un terrero gigantesco, esos cerros oscuros, como sacados de una novela de ciencia ficción, formados con la escoria o desperdicio de carbón, que proliferan como lomas artificiales por toda esta zona, y entrar en un paraje de verdes huizaches donde ya comienza a florecer la vida.
Entre el paraje de verdes huizaches, al fondo, es que se encuentra el apiario de don Goyo.
Pero antes esto no estaba así, antes aquí no había ni abejas ni colmenas ni miel ni vida.
En esto, que ahora es el apiario de Gregorio, estuvieron las oficinas administrativas de la planta lavadora de carbón, propiedad de la Compañía Minas de Guadalupe, la cual, asevera Omar Navarro Ballesteros, miembro de la Organización Familia Pasta de Conchos, cuenta con un negro historial en la minería.
La empresa, como suele pasar en esta región, se fue, y abandonó estas oficinas, pero heredó al pueblo sus cerros de basura, los desechos del carbón, y un paisaje que hoy desluce oscurcido, marchito.
Y los saqueadores se encargaron de saquear el inmueble, saquearon puertas, ventanas, cobre, todo, como el ladrón que roba la miel de un panal, y aquello quedó convertido en un cascarón.
DE VELADOR A APICULTOR
Don Goyo es el velador de una empresa que se instaló, con todo y palas mecánicas, en estos predios de donde, como últimamente suele ocurrir con otras compañías de la región, extrae el mineral que aún queda en los terreros que dejó la antigua lavadora, lo mezcla con polvo de carbón y lo vende.
“Aquí es un terreno donde están recuperando carbón. Mire allá anda la máquina trabajando. Esa máquina va sacando el carbón, lo revuelve con la tierra. Ya va a trabajar la pala mecánica, ella saca y carga los tráiler, hasta siete tráiler diarios”, explica don Goyo señalando los bulldozer.
Y señala en el horizonte una humareda azulada que proviene, dice, del basurero de Barroterán, donde se queman los desechos que llegan de Múzquiz, Palaú, Sabinas, ensuciando con ello el ya de por sí sucio aire de la región y matando con ello a las abejas de Goyo y acaso a otros seres vivos.
“Yo quiero protestar porque con el aire se viene el humo pacá y me mata a las abejas”, dirá Goyo más tarde.
En el libro “La vida de las abejas”, de Mauricio Maeterlinck, leo que la abeja no conoce el miedo y no hay nada que la espante, excepto el humo.
Con todo y eso Gregorio pensó que sería bueno traer un poco de vida a este lugar muerto, pidió a las autoridades el permiso para montar aquí su apiario, las autoridades accedieron y por eso es que está aquí.
De eso hace ya ocho años, platica don Goyo y se mete en su traje blanco de apicultor, mientras me alcanza una como cota de malla, de esas que usaban los guerreros medievales, pero más liviana, que me cubre de la cabeza hasta la cintura y evita que las abejas me pinchen, al menos en la mitad de mi cuerpo.
“Se salen en friega y no nos la acabamos, y luego te siguen y si corre uno más te siguen”, dice don Goyo y me advierte que solo me enseñará la colmena por fuera y desde lejos.
“Porque si nos ponemos a ver los panales... nos falta prepararnos más. Como quiera usté va a estar viendo las abejas que salen y entran”.
Las colmenas de Goyo son tres cajones como de clóset, pero de mayor tamaño, apilados uno encima del otro, hechos con madera, pintados de blanco y amarillo.
Goyo mismo los fabricó, porque don Goyo además de ser apicultor es carpintero profesional.
“Esta es una cámara de cría, este es un enjambre completo y este es el de la miel”, explica don Gregorio apuntando hacia los cajones.
Luego me recita de memoria las virtudes de las abejas que ha aprendido leyendo artículos de diferentes revistas sobre abejas, a don Goyo le apasiona leer sobre abejas.
“Le voy a platicar sobre la abeja reina. La abeja reina y el zángano salen a medianoche, cuando hay luna llena, y el zángano más veloz y más fuerte prende a la abeja reina en el espacio y muere inmediatamente, y la abeja reina queda cargada por cinco años, pone 150 huevecillos diarios, como puntitos, y cada huevecillo es una abeja.
“La abeja obrera dura 45 días. Hay unas que cuidan el cajón, no salen. Que entra un lagartijo, otro animal y ellas lo matan. Si se mete a la colmena lo forran con el mismo material que ellas producen, lo encierran y ya se quita el peligro. Unas traen agua, otras se van a la floración en el campo, recorren cuatro kilómetros a la redonda de donde está el centro de trabajo. Cuando hace mucho calor las abejas echan aire adentro para mantener el cajón a temperatura normal. Son muy listas las abejas, son maravillosas. Si nosotros trabajáramos como las abejas, nadie estaría jodido, porque ellas están bien organizadas”.
Mauricio Maeterlinck en su libro “La vida de las abejas”, afirma que se puede estimar que la abeja o que la naturaleza en la abeja, ha organizado de un modo más perfecto que en ninguna otra parte, el trabajo en común, el culto y el amor al porvenir.
FRENTE A FRENTE CON UNA ABEJA
En el centro de las tres piezas, que antes fungieron como oficinas generales de la Compañía Minas de Guadalupe, hay una colmena.
Miro al fotógrafo Héctor García que se ha uniformado con el traje blanco de apicultor que le prestó don Goyo, y lo noto inquieto.
García cuenta que hace unos años, mientras cubría una nota sobre apicultura, que se alistaba para hacer una toma de la colmena, una abeja se metió en su traje, lo picó en el rostro y el rostro se le hinchó.
“¿Es alérgico? A mí me pican las abejas, ¿y qué cree que digo yo?, a lo mejor me vieron trabajando muy lento y con un piquete... te alivianas. Los piquetes pues... son remedio oiga, y lo bueno que tienen ellas es que no te cobran el piquete”, suelta Goyo y se ríe.
Es lunes a mediodía, el calor está a más de 40 grados en el pueblo de Minas de Barroterán.
Apenas nos acercamos al apiario una tropa de abejas, grandes y gordas, nos cercan zumbando.
Yo me quedo paralizado y finjo no tener miedo.
He oído decir a don Gregorio que entre más temor delate uno ante las abejas, las abejas más lo pican y no quiero que me piquen, sobre todo porque he leído en una enciclopedia de insectos que el aguijón de la abeja tiene pequeñas barbas como las del puerco espín que impiden que salga una vez clavado.
“Esas no se les recomiendo porque luego luego se vienen, sí son más bravas. Mire, ésta sí está bien brava... Éstas todavía se puede uno acercar con ellas...”, va diciendo don Gregorio, al tiempo que recorremos cautelosamente el exterior de las ruinas donde se hallan las colmenas.
Y dice Goyo, como todo un psicólogo de insectos, que en este lugar las abejas están felices, y que si no fuera por ellas, que cuidan las ruinas, la gente ya hubiera tumbado todo.
“Aquí se quedaban unos chavos, pero se enojaban entre ellos mismos y quemaban las ruinas. Yo no les decía nada, ‘ái quédense el tiempo que quieran’, porque a mí me gusta ayudar a la gente”, relata Gregorio.
Don Gregorio cuenta que hace poco diluvió en Barroterán, el agua entró hasta las ruinas, subió y arrasó con 10 de sus cajones y millares de sus abejas dentro.
Se ahogaron las abejas.
“Las abejas tienen derecho de estar bajo techo porque ellas sufren aire, mucho sol, lluvia...”, dice Goyo y yo me asombro de escuchar por primera vez en mi vida una declaración universal de los derechos de las abejas, pronunciada por un apicultor de Barroterán.
En la aventura nos acompaña Javier Sandoval, un dibujante y excompañero de trabajo de don Gregorio.
DE RESCATISTA A APICULTOR
Don Goyo es moreno, ni muy alto ni muy chaparro, cuerpo espigado, usa antiparras, barba de candado, y a pesar de tener 80 años cumplidos su cabello ralo es apenas una brizna de canas, y sus brazos nervudos, como de gimnasio.
Semanas atrás Omar Navarro Ballesteros, un estudiante de Barroterán y miembro de la Organización Familia Pasta de Conchos, me había contado de un señor, exrescatista en la histórica la tragedia del 69, que tenía un apiario en una ruinas, las viejas oficinas y centro médico, de una antigua planta lavadora de carbón.
“Una cosa tan triste. Yo tenía 25 años. Ese día la gente ya descontrolada...”, platica Gregorio sobre la desgracia en las minas 2 y 3 de Gadalupe interrumpido por el llanto.
A la hora de la comida, en una pescadería del pueblo, frente a un coctel de camarones, don Goyo me está contando que hace 55 años llegó de Aramberri, Nuevo León, su tierra natal, a la región del sol, como recientemente han dado llamar a la Carbonífera algunos ambientalistas con el afán de desvincular a esta zona del carbón, que tantas y tantas muertes ha acarreado.
“Hasta en el nombre llevamos la cruz, somos región Carbonífera, por Dios, entonces yo digo que hasta el nombre hay que cambiarnos, que nos llamen la región del sol. Mira que nos rostizamos todo el año, estamos como charales, secos de calor. Bueno pues hasta el nombre hay que cambiarnos. Para cambiar el sentir tenemos que cambiar todo”, recuerdo que dijo en una conferencia Cristina Auerbach Benavides, defensora de derechos de los mineros del carbón y representante de la Organización Familia Pasta de Conchos.
Don Goyo trabajaba como carpintero en una constructora de Monterrey, hasta que un día fue a dar a Hércules, en Sierra Mojada, Coahuila, y luego a Químicas del Rey, donde hizo las veces de maderero y albañil.
Al cabo del tiempo cayó en Barroterán para trabajar como carpintero, a las órdenes de la empresa Hullera Mexicana S.A. Planta Coquizadora y Lavadora de Carbón.
Cierta vez sus patrones le mandaron retirar un panal de abejas que había invadido un registro eléctrico de alto voltaje.
“Me dijeron ‘a ver cómo le haces pa que quites esas abejas’”, y Goyo las quitó.
Justo ahí, narra Gregorio, sería su acercamiento con el mundo de este insecto que, con los años, se volvería para él tan fascinante.
Hasta entonces don Goyo tuvo contacto con esos animales. Desde niño había trabajado en la molienda de la caña y la cosecha de nuez, calabaza, maíz, en el rancho que su madre heredó de su abuelo Adrián Ortiz, un combatiente revolucionario villista.
“¿Capacitación?, nada, le entraba a la brava, sacábamos miel”, relata.
Los panales que lograba rescatar de los registros eléctricos se los llevaba a casa.
Así fue como don Goyo poco a poco les perdió el miedo a las abejas.
Ya después la gente del pueblo lo buscaba para que fuera a alguna casa a retirar un panal y Gregorio aceptaba de buen grado, como un servicio social.
“Yo hago el servicio social, no les cobro, eso es lo que ve Dios, las buenas obras que haces a cambio de nada, pero recojo las abejas y me las traigo pacá”.
En una ocasión se presentó en su domicilio una señora del barrio, quería, dijo, que le ayudara a desterrar un panal de abejas hospedado en su lavadora.
“Estaba lloviendo, subí la lavadora a un carrito yo solo y me dice la señora, ‘llévesela con todo y abejas’, y ahí la tengo. Parece que una de las hijas de la señora era alérgica a los piquetes”, narra don Goyo.
Y narra la noche en que le tocó bajar un panal de lo alto de una vivienda.
Don Goyo trepó por una escalera llevando consigo un cajón y logró rescatar a las abejas.
No se veía nada.
“Oiga, no me lo ha de creer, se me llenó la cara de abejas... No miraba, a puras tientas. No me picaron porque ellas sabían que las andaba rescatando, ellas saben. Una sensación incomparable”.
Le digo a Gregorio que quiero saber cómo hace para atrapar los enjambres sin que las abejas lo ataquen, su lección es otra anécdota.
Sucedió un día que le pidieron bajar un panal de un árbol.
“Se vino una tormenta de agua y aire, el cajón ya lo tenía yo listo, ¿y qué cree que hice?, corté la rama, la bola así de abejas eh. Ya nomás corté la rama y la sacudí en el cajón, así, cayeron todas las abejas, le puse la tapa al cajón y me las traje”.
Pronto su colección de colmenas se hizo grande, tanto que Gregorio llegó a tener en su casa del Barrio 2, calle Nicolás Bravo 103, en Minas de Barroterán, 40 cajones.
Le pregunto a don Gregorio si su esposa o sus hijos se enfadaban de compartir su hogar con toda una granja de abejas, dice que no.
“A mí me gustaban y a mi esposa también, ella es de rancho. A mis hijos les encantan las abejas”.
Goyo se está acordando de cuando uno de sus críos, que entonces tenía 11 años, se accidentó jugando en la calle, lo internaron en un hospital de Monclova y la familia de don Goyo no tenía para comer.
“Pero que le digo a mi esposa, prepárese unas cubetas porque vamos a sacar miel y sacamos miel. Me acuerdo que era un viernes, y el sábado me llevé a vender la miel y saqué 700 pesos. Fue como en el 75”, cuenta don Goyo, la voz quebradiza, enjugándose las lágrimas con sus manos de apicultor.
DAR VIDA DONDE LA QUITAN
Al principio sus vecinos no hicieron bronca por lo de las 40 colmenas, pero andando los días la gente comenzó a protestar y Gregorio tuvo que sacar las colmenas de su casa y trasladarlas a un rancho, donde permanecieron por 30 años.
“Le picaban a la gente, mataron a un perro...”, relata Gregorio.
En 2016 las tres colmenas que aún le quedaban a don Goyo migraron para dar vida a las ruinas de la antigua lavadora de Minas de Guadalupe, y desde entonces están ahí.
Vida, repito, y me suena como una paradoja en una región donde la gente está tan acostumbrada a la muerte, que ya ni le importa.
“Está brutal lo que hace Goyito porque es como una forma de resistencia, de decir ‘esto nos dio muerte, pero yo aquí cuido la naturaleza y a las abejas, que tienen una importante labor en el mundo’”, me dice a la distancia Omar Navarro Ballesteros, integrante de la OFPC.
En su libro “Apicultura”, Lillee D. Zierau, habla de la importancia de las abejas en la ecología y polinización de plantas, lo cual hace posible que éstas den futuras flores, frutos, semillas y más plantas.
“Si bien por el viento y otros medios se realiza alguna polinización, es insignificante comparado con lo que hacen las abejas”, dice el tratado.
Mientras vigila las palas mecánicas de la empresa que lo contrató para velar en el predio, don Goyo vigila también sus abejas a las que visita todos los días, dos veces por turno.
La casa de Goyo es una galería a media luz de imágenes de cristos, santos de todas las denominaciones y vírgenes en todas sus advocaciones posibles.
En un cuarto veo un retrato de la Última Cena al que don Gregorio, que es carpintero y de los profesionales, le fabricó el marco; en la pieza contigua hay una Guadalupana que él y un joven artista de Barroterán labraron sobre una puerta.
El patio es un amontonadero de tratos empolvados y cachivaches, toscos mesones de madera, unos costales con guano de murciélago que Goyo recolectó cerca del apiario, la bicicleta en la que don Goyo se va a trabajar, los cuatro perros y dos cachorros de don Goyo y un radio que suena y suena todo el día con las complacencias de La Grande 91.1 FM.
El corral de la casa es la carpintería de don Goyo: un torno, un trompo para hacer molduras, una sierra eléctrica, máquinas y máquinas, y un mueble en forma de hexágono, como las celdas de los panales, donde Gregorio pone los frascos con la miel que saca de las colmenas.
Don Goyo vive solo, dice que su esposa está en Monterrey, y sus hijos, cuatro, dos varones, dos mujeres, en diferentes partes del país.
Pero no lo abandonan, tercia Javier, y siempre vienen a echarle sus vueltas.
LA MIEL IGUAL A VIDA
A las 4:50 de la tarde miro a don Gregorio partir para su trabajo a todo pedal en su bicicleta verde con canastilla, su caramayola de agua al hombro y detrás el Yanki, su criollo canela y fibroso que acompaña sus noches de vela en el terrero.
“Me traigo los perros oiga, se vienen conmigo y son bien educaos...”, me presumirá después Goyo.
Y yo me sorprendo de ver a un señor de 80 años, yendo a toda velocidad en una bici zancona por las anchas calles de Barroteán.
“Yo creo que los que tienen 80 años ya no pueden caminar, yo todavía camino”, me dirá don Goyo.
El martes como a la 1:00 regreso a casa de don Gregorio.
Esta vez me está platicando de los jarabes artesanales que prepara con la miel y el polen que saca de sus colmenas, y que sirven para curar desde una gastritis, colitis, cáncer, mala circulación, diabetes y artritis, hasta agruras, acidez, úlceras digestivas, pesadez e inflamación y enfermedades crónicas.
Las fórmulas de los jarabes no son suyas, aclara Goyo en un gesto de honestidad, sino recetas que su hija Reina, a la que el apiario debe su nombre, baja del Face.
“Mire, ái le va cómo está prepao el jarabe: miel de colmena, polen de la abeja, sábila, amaranto... Una herida o una cirugía, no hay como la miel. Conozco a una persona que con la miel se repuso de una cirugía de dos hernias. Curé a dos personas de ciática. Yo saco unos dos bastidores de miel nomás para ayudar a la persona. Voy a salvar una vida”.
Y la palabra “vida”, me vuelve a sonar como una paradoja en una región donde la gente está tan acostumbrada a la muerte, que ya ni le importa.
Goyo dice que últimamente se le ha metido en la cabeza el aguijón de enseñar a estudiantes sobre lo grandioso y maravilloso que son las abejas.
“Pero no quieren. Se traen a las muchachas acá pa las ruinas. Yo los he visto”.
Y el otro día un grupo como de 10 chavos le tumbaron las colmenas.
Gregorio nomás miraba que corrían perseguidos por las abejas.
“Les grité ‘eh, espérense, no corran, tengan mucho cuidado...’. Me sacaron los cajones pajuera”.
Ahora don Gregorio me enseña unas fotografías familiares: Goyo con su esposa cuando cumplieron 50 años de casados, Goyo con sus hijos, Goyo con su papá y sus hermanos, Goyo con sus nietos, Goyo con su hija Reina, que desde plebita le ayudaba en eso de rescatar enjambres de abejas.
“Salvaba a las abejas. Tengo un hijo que, ¿qué cree que me dice?, ‘ya no le ande jugando al héroe’, por lo de las abejas, porque yo me llevo la escalera a los tajos para rescatar abejas, ando parao y los panales aquí. Disfruto de eso”.
Mi despedida de don Gregorio es en el memorial de las 153 víctimas de la explosión en las minas 2 y 3 de Barroterán, que el pueblo hizo levantar hace 55 años en la plaza principal.
Se trata de una especie de jardín botánico en el que recientemente Goyo, que además es adicto a la floricultura, quiso sembrar vida plantando algunos frutales y flores, con tan mala suerte que se robaron las matas.
Don Goyo había instalado una cuerda gruesa, sujeta a dos argollas clavadas en los pilares de la entrada del pequeño mausoleo, a manera de valla.
Días después una de las argollas y el cordel desaparecieron.
“Se robaron el cordón bonito que estaba ahí, un cordón grueso de color amarillo y negro, al otro día no amaneció, se lo llevaron con todo y argolla. Hace poco se llevaron de aquí también una higuera y un manzano que acababa de sembrar Goyo, se los robaron, dejaron el puro pozo”, platica Javier, el amigo de Gregorio.
Barroterán, como tantas otras localidades de la Carbonífera, es un pueblo sin ley, donde falta vigilancia, calles pavimentadas y alumbrado público.
“Nos falta luz, alumbrao, por eso hay muchos robos... y hay montones de baches por todos lados...”, reprocha Gregorio.
Goyo me pregunta que cómo puede hacer, que con quién hay que hablar para denunciar los humos que salen del basurero de Barroterán, en el que las autoridades lejos de confinar los residuos sólidos urbanos como dictan las normas en la materia, los siguen quemando.
En Baroterán se quema la basura y eso está matando al ambiente, al ciudadano y a las abejas de Goyo.
“Aquí se llena de humo todo el pueblo”, se duele Gregorio.
Yo francamente no sé qué contestarle, y solo me quedo pensando en lo difícil que ha de ser sembrar vida en una región dominada por la muerte.
HUERTOS INEXPLICABLES
Con el afán de cambiar el sentido de muerte y desierto que desde hace décadas prevalece en la Carbonífera, la comunidad de Barroterán viene impulsando la instalación de una serie de huertos en distintos Cecytec de la región.
La idea surgió de unos talleres impartidos por las organizaciones Conexiones Climáticas e Iniciativa Climática de México, en coordinación con Familia Pasta de Conchos.
“Es algo que hemos hecho para comunicar una nueva narrativa, para crear nuevos espacios de imaginación. Una de las narrativas es que esta tierra no sirve para otra cosa que para extraerle carbón”, dice Pablo Montaño, de Conexiones Climáticas.
El proyecto, auspiciado por la propia comunidad con semillas para la producción de distintos alimentos como sandía, lechuga, tomate y diferentes tipos de chile, fue bautizado como “Los Huertos Inexplicables”.
“Dijimos, ‘¿cómo se va a llamar este huerto?’, y una alumna dijo ‘tiene que llamarse el huerto inexplicable porque es inexplicable lo que estamos haciendo. Estamos produciendo comida en lugar donde nos habían dicho que no se puede, porque las condiciones son extremas, que no es más que desierto, y es inexplicable que estén ustedes haciendo esto’”.
Después de dos años, estudiantes y maestros de la Carbonífera siguen cosechando frutos y hortalizas que llevan a las mesas de sus hogares.
“Toda la vida te habían dicho que la Carbonífera era generar carbón, y de repente ya estás produciendo plantas, eso te va cambiando lo que te han dicho que se puede y no se puede hacer en la Carbonífera e ir rompiendo esas barreras”, destaca Montaño.
Más tarde, y como una manera de honrar el recuerdo de los mineros caídos en la tragedia de Pasta de Conchos, la OFPC quiso llevar la iniciativa hasta las casas de las viudas, nombrando a estos huertos como de La Memoria.
Uno de ellos fue el inaugurado en la casa de doña Trini Cantú y llamado El Huerto Raúl, como un homenaje a Raúl Villasana Cantú, el hijo de Trinidad, aún sepultado en las profundidades de la Mina 8.
“Producir huertos de memoria para un territorio que ha sido tan golpeado por la muerte, tan golpeado por el miedo de que no regrese tu papá de la mina Las mamás se pueden ir vinculando entre ellas en la producción de alimentos, de la comida, y no de la muerte. Las mamás siguen cuidando algo a nombre de su hijo”.