UN TÚNEL A 15 MIL AÑOS ATRÁS
- 17 mayo 2021
Cueva del Chiquihuite
Un terreno a casi 3 mil metros sobre el nivel del mar, saqueado y cuyos vestigios esconden pruebas de que la historia no es como la pensamos. Ubicado en los límites de Coahuila y Zacatecas, el rincón impensable para ser habitado esconde pruebas de que los primeros humanos llegaron a América miles de años antes de lo estimado
Allende las rocas late la historia milenaria de la humanidad. Todo lo que fuimos y seremos acaba sepultado por el polvo. Y aunque en el hueco de la mano quepa un artefacto que nos conecta a innumerables fuentes de información, la vida sigue siendo un misterio.
¿Cómo llegó el humano a habitar rincones impensables del planeta?
La ciencia ofrece hipótesis, teorías, especulaciones y hallazgos: uno de los más recientes ocurrió en la cueva del Chiquihuite, en el ejido Guadalupe Garzarón, Zacatecas, donde antropólogos encontraron evidencia que sugiere la presencia de personas hace 30 mil años.
Antes de este descubrimiento se creía que la especie humana llegó al continente americano hacía 13 mil 500 años, pero el conocimiento no es una catedral inmóvil, es un terreno en construcción.Los malentendidos entre investigadores y ejidatarios llevaron a que estos últimos prohibieran el paso a más especialistas, pues los últimos en pisar el Chiquihuite se llevaron las piezas encontradas, ni siquiera se las mostraron a los pobladores quienes ahora reclaman: ¿a nosotros qué nos queda?
EL CAMINO HACIA ARRIBA
“Allá se la pasaban encerrados 40 días. Por eso subía muchos víveres”, explica el agricultor Julián Martínez Ledezma, nuestro guía rumbo a la cueva y el mismo que llevó al arqueólogo Ciprian Ardelean y su equipo de investigadores.
Cuando ellos subían, desde el pueblo se veía una caravana de personas y 30 burros por la sierra del Astillero, cargados con garrafones de agua, parrillas, tanques de gas, generadores de energía eléctrica, alimentos, artículos de higiene, equipo de trabajo.
Nosotros recorremos un tramo de 30 minutos en camioneta desde el ejido hasta un paraje en las faldas del cerro, a unos metros de una majada con chivas. Después el camino se vuelve impenetrable para los vehículos. La vereda que subimos a pie la trazaron a machetazos Julián Martínez y 10 personas más cuando llegó la expedición arqueológica encabezada por el doctor Ciprian, investigador de la Universidad Autónoma de Zacatecas.
En 2014, Julián inició su gestión como comisariado del ejido Guadalupe Garzarón. Concluyó en 2017. Al año siguiente fue la última vez que Ciprian y su equipo pisaron el pueblo: la gente del ejido les prohibió el paso.
Ascendemos por el terreno irregular, rodeados por tábanos, abejas, moscas, avispas, pisando piedras que se desprenden. Por eso no subían y bajaban los investigadores: preferían pasar día y noche en la cueva que caminar dos horas cuesta arriba y un poco menos de bajada, con la amenaza de víboras de cascabel escondidas entre rocas. Ah, y también osos (aunque la gente del ejido dice que últimamente no se les ve cerca, pero sí hay en la sierra).
La vereda se vuelve más empinada a medida que subimos. El sudor empapa nuestras camisas. Julián sonríe y avanza con velocidad, propina machetazos para limpiar el camino, y cuenta que también subió su hijo de cuatro años porque tenía curiosidad de conocer la cueva de la que todo el pueblo contaba historias: aparecidos, tesoros enterrados, escondite de bandidos, personas de la antigüedad que vivieron en la hermosa gruta repleta de estalactitas y estalagmitas. Esa cueva de formas misteriosas y enormes, con un riachuelo interno y cavidades inexploradas donde podías morir intoxicado por el guano de murciélago o encontrar una salida por el lado de Coahuila.
HALLAZGO: HERRAMIENTAS DE PIEDRA
“A nosotros no nos enseñaba nada de lo que llevaba, nomás pasaba un video en el salón cada 19 de diciembre, que es la fiesta del ejido, y es donde los mirábamos nosotros”, explica el agricultor José Delgadillo Linares, quien participó en la caravana con sus burros para subir el equipo y víveres de los arqueólogos.
La reunión era en el Auditorio Ejidal “Diego Urbano Flores”, a unos metros de donde empezaron a instalar un museo para mostrar los hallazgos, pero la construcción quedó truncada, sin techo, con varillas oxidadas abandonadas en el suelo y bultos de cemento mojados e inservibles por las lluvias. ¿La razón? Malos entendidos entre los investigadores y la gente de Guadalupe Garzarón.
Lo que los hombres y mujeres, jóvenes, niños y niñas vieron (y después se lamentaron de no haber tomado fotografías) fueron “herramientas de piedra, lascas, navajas, puntas de lanzas, todos artefactos que tienen una huella indiscutible de fabricación humana”, en palabras del arqueólogo Ciprian Ardelean. Y según el estudio publicado en la revista científica Nature, algunos hallazgos “reflejan una tradición tecnológica que era previamente desconocida”.
“Esto cambia el paradigma. Se ve claramente que el poblamiento americano fue mucho más dinámico y temprano de lo que pensábamos”, explica la arqueóloga chilena Lorena Becerra-Valdivia, coautora de la investigación. Ella fue la encargada de analizar en el laboratorio las piezas para determinar la edad de los restos.
Este hallazgo va en sintonía con los descubrimientos en otros sitios arqueológicos en América, como Monte Verde, en Chile, donde había presencia humana de más de 20 mil años de antigüedad.
“Es sumamente importante la evidencia que está en Sudamérica para abrir más avenidas de investigación, pero se necesita invertir muchos más recursos”, comenta Becerra-Valdivia.
¿Valdría mucho dinero lo que se llevó?, fue la pregunta que nos hicieron algunos pobladores.
Trabajo en el ejido y vínculo con Saltillo
“Me traigo una temporada a las chivas, las tengo allá en el área de riego, y una temporada me las traigo aquí y aquí les doy de comer y es cuando tengo tiempo de andar en todas partes”, platica José Delgadillo afuera de su casa. Anochece mientras platicamos junto a su familia y Filemón Alcántara Ortiz, trabajador del campo que también participó en las caravanas que llevaron a los arqueólogos a la cueva del Chiquihuite.
José Delgadillo es uno de los 100 ejidatarios que son dueños de áreas de riego en Guadalupe Garzarón, que son utilizadas para agricultura de forrajes y ganadería, también producen leche y quesos de vaca y cabra que venden en Nuevo León.
De acuerdo con autoridades ejidales, alrededor de 130 familias habitan el ejido, es decir, entre 300 y 400 personas.
Guadalupe Garzarón, fundado en 1929, debe su nombre a la Hacienda Garzarón y a la Virgen de Guadalupe que supuestamente se puede ver como una mancha en lo alto de la sierra desde el poblado. Pertenece al municipio minero de Concepción del Oro, mejor conocido como “Concha del Oro”, en el estado de Zacatecas.
El ejido se encuentra a unos 100 kilómetros al sur de Saltillo, de hecho, la sierra del Astillero donde está la cueva del Chiquihuite es la frontera natural que divide a Coahuila de Zacatecas.
“Mi esposa también trabaja en Saltillo, 12 horas, a veces en el turno de día, a veces en el turno de noche”, comenta Filemón. Los transportes de personal pasan por este ejido y otros para llevar trabajadores a la capital coahuilense, en empresas de Derramadero.
En Guadalupe Garzarón hay entre 20 y 25 personas, jóvenes, adultos y adultos mayores, que suben al camión a las 4:00 de la madrugada y regresan a las 16:00 horas todos los días.
Los más chicos que deciden continuar estudios de preparatoria o superiores también tienen que migrar del ejido hacia Concha del Oro o hacia Saltillo.
¿Y el sitio arqueológico es visitado por más gente?, preguntamos a los habitantes. Unos dijeron que sí, otros que no, que solo era gente de los alrededores los que conocían la cueva y paseaban. ¿Pero el hallazgo podría ser un atractivo turístico?
“Mucha gente positiva es lo que buscábamos, que esto se fuera al exterior para que pudiera darse a conocer a la nación que siendo una de las cuevas, como se ha declarado, más antiguas, entonces algún beneficio podría ser para la comunidad”, dice Julián Martínez.
En el corazón de la cueva
La luz del sol se filtra por la boca de la cueva y colorea la piel de roca. Llegamos tras dos horas de camino hacia arriba, a 2 mil 740 metros sobre el nivel del mar y a unos mil metros sobre el fondo del valle. La gente que subió años atrás dice que antes había más piedras y formaciones enormes de estalagmitas. Otros que no han subido dicen que los arqueólogos explotaron dinamita y destruyeron la cueva. Otros corrigen: no pudieron haber hecho explosiones, pero sí excavaron.
A finales de 2017 fue la última vez que el equipo encabezado por el doctor Ciprian Ardelean estuvo dentro de la cueva del Chiquihuite. Aún quedan rastros de las etiquetas que los arqueólogos usaron para identificar capas líticas y hallazgos, como si tuvieran planeado regresar y la investigación hubiera sido interrumpida.
A un lado de la entrada hay montón de garrafones vacíos, y en el interior hay desechos de productos de higiene personal y empaques de alimentos entre las formaciones líticas por las que caen gotas de agua: espeleotemas en el techo y en el suelo que tardaron miles de años en formarse a punta de gotitas, mientras las paredes de diferentes tonos cafés, marrones, terracotas, tienen las cicatrices recientes de nombres de visitantes y parejas enamoradas.
Afuera Julián enciende unas ramas y sobre la brasa calienta unos tacos de harina con huevo y frijoles que nos comparte; nosotros calentamos sándwiches de atún. Nos platica que cuando don Ciprian y su equipo llegaban a la cueva armaban una carne asada o una comida grupal y después permanecían adentro trabajando, con luces y reflectores encendidos con un generador de energía ecológica. En el exterior la temperatura descendía, era principios de invierno, pero dentro de la cueva la temperatura se mantenía en 12 grados.
Los investigadores no sólo encontraron piedras trabajadas por humanos, sino restos animales y vegetales en estas herramientas. Lo que no encontraron fueron restos humanos (como ADN) bajo las capas de piedra y tierra, sino vestigios culturales, indicios de que la vida humana estuvo ahí.
Comemos bajo la sombra de un árbol, mientras las nubes se reúnen a lo lejos. Desde la boca de la cueva podemos ver las parcelas de forrajes de los ejidatarios en el fondo del valle, como cuadritos verdes, enmarcadas en inmensas paredes de roca y vegetación.
¿Qué haría un grupo de personas hace más de 30 mil años en una cueva en lo alto de la sierra?
UN LATIDO EN LA OSCURIDAD
“Los humanos llegaban a esta cueva cada tanto, no vivían allí, sino que era un refugio de invierno, probablemente parte de una ruta migratoria”, explica el arqueólogo Ciprian Ardelean a partir de los hallazgos y análisis de laboratorio de las piezas.
La noticia le dio la vuelta al mundo. Los primeros humanos llegaron a América 15 mil años antes de lo que se pensaba, decían la mayoría de los titulares de periódicos con presencia internacional.
Los pobladores de Guadalupe Garzarón también tenían sus historias con esa cueva. En los terrenos ejidales es común encontrar chuzos o puntas de flecha de distintas piedras, formas y colores. José Delgadillo y su esposa nos mostraron decenas de estas puntas que se han encontrado caminando.
Unos los regalan, otros los coleccionan, algunos los tiran, simplemente la gente los encuentra tan seguido que no sabe qué hacer con ellos. Estos artefactos no datan de hace 30 mil años. Sin embargo, hay algo bajo la tierra que late como un corazón vivo:
“Esa cueva la conozco desde que era yo huerco, iba con las chivas para allá, íbamos a jugar, dejábamos a las chivas solas para irnos a jugar a la cueva a las escondidas”, dice Lucio Ortiz Ruiz, un agricultor de 78 años que desde los 11 o 12 visitaba la cueva con sus amigos que ahora trabajan el campo en Guadalupe Garzarón.
“Decían que esa cueva era de bandidos, que ahí se escondían los que robaban las diligencias, que se las robaban y allá las iban a esconder. Los abuelos decían que ya pasando mucho cierto kilómetro había hasta pesebres de caballo, corría el agua”, relata José Delgadillo.
“Papá nos decía que era una cueva donde posiblemente pasaban gentes de las primitivas, de muchos años pasados, entonces era un paso donde quizás lo utilizaban para descansar”, platica Julián Martínez.
“Me entrometo porque mi papá platicaba que él iba a traer guano de allá, ya ve que hay mucho murciélago, mi papá nos platicaba, porque casi siempre iba a traer tierra que les encargaban para las macetas”, relata una señora que nos escucha platicando sobre la cueva.
“Uno nomás sabe que existe la cueva, pero no sabemos qué hay allá adentro. Uno nomás oye pláticas... de gentes de antes que andaban por allá. Toda la vida ha oído uno eso. Nomás que existían esas cuevas, y venían de vez en cuando unas gentes. Pero uno nunca sabía de dónde eran, qué llevaban, qué traían”, cuenta Bernardo Cepeda, también agricultor.
“Que habían sellado con sangre de mula las piedras, son leyendas que dicen”, dice Lola.
“Yo no he subido allá para el cerro, pero lo que se oye es que dicen que hay cosas valiosas en esa cueva, que tiene miles de años”, platica Francisco Ramírez, secretario del ejido.
“Subía la gente allá a esconder algo. Lo que sí es que hay muchos letreros antiguos, quién sabe quien los pintaría en las paredes, y las paredes están bien cortaditas, haga de cuenta como si hubieran hecho la cueva a propósito, no sé si haya sido la naturaleza o la haigan fabricado los indios o algo”, explica Filemón Alcántara.
“Saqueó la cueva”, aseguran otros pobladores del ejido.
El camino hacia abajo
“Quién sabe qué sacarían porque les quitaron los costales y todo, algo bueno traerían porque ellos ya no volvieron”, cuenta una señora que prefiere no decir su nombre. El día al que se refiere la policía detuvo a los arqueólogos cuando bajaron del cerro.
Pero nosotros bajamos por las rocas sueltas, intentando no resbalar, con el peso de la vida sedentaria y ociosa en nuestro cuerpo. Una caravana de nubes con panzas grises y rechonchas invade el cielo. A nuestra izquierda se forma una cortina de agua en el horizonte. Suenan truenos como latigazos en los oídos. También por la derecha se acerca la lluvia. Julián avanza de prisa, asesta un machetazo a una víbora de cascabel que nos salta en el camino.
Cuando llegamos a la camioneta, el aguacero borra el paisaje. Los limpiaparabrisas no funcionan, no vemos por donde vamos, todo es una borrasca gris salpicada de verde. Julián se ríe y dice que no hay problema porque conoce el camino.
En 20 minutos aparecemos en el poblado. No hay gente en los caminos de lodo. Las chivas, gallos, burros y caballos se resguardan. Nosotros nos despedimos de Julián y prometemos volver mañana. La lluvia no borra las preguntas: ¿qué pasó con el museo?, ¿por qué ya no son bienvenidos los arqueólogos?
ORGULLO, PREJUICIO Y CIENCIA
“Ciprian quería que cuando él acabara la expedición aquí, ese minimuseo ya estuviera hecho. Por alguna cosa se retrasó todo y no se logró”, cuenta Julián Martínez, uno de los guías y comisariado ejidal el tiempo que duró la investigación.
El secretario de Guadalupe Garzarón, Francisco Ramírez, explica que el arqueólogo dejó las cosas a medias, que se comprometió a mostrar las evidencias de la investigación a la gente del ejido, pero solo proyectó videos con piezas y expuso hipótesis de posibles pobladores de hace miles de años en la región: “él ahí presentaba cositas de las que supuestamente traía de allá. Pero que las viera usted con sus propios ojos, nunca nos enseñó nada de eso”.
Por eso las autoridades que iniciaron en 2017 firmaron un acta que prohibió que el doctor Ciprian Ardelean volviera al ejido. Entonces pasó el altercado con la policía al bajar del cerro. Y el proyecto del museo quedó en ruinas.
“Si él quiere entrar de vuelta, tiene que pedir permiso y, en segundo lugar, tiene que entregar lo que la gente dice que se haiga llevado”, sentencia el secretario Ramírez, secundado por personas del pueblo con las que hablamos: “se llevaba costalitos”, “nadie vio lo que sustrajo”, “llevaba cosas valiosas, pero no sabemos qué”.
Pero Julián sostiene una versión distinta, trabajar con el arqueólogo Cirprian representó: “un bienestar para nuestro ejido y para nuestra gente, para toda nuestra descendencia, que ellos también puedan conocer por medio de un escrito, por medio de una exhibición, que ellos vean el interés que nosotros, con nuestras pocas fuerzas, pudimos poner nuestro granito de arena”.
¿Cuál es la verdad que reflejan los hallazgos de piedra y restos animales? ¿Podemos imaginar la vida de hace 30 mil años? ¿Cómo llegó la humanidad al continente americano antes de que el estrecho de Bering fuera un puente natural entre continentes?
La ciencia ofrece hipótesis, teorías, especulaciones y hallazgos. Pasarán años antes de que surjan más descubrimientos que refuercen los descubrimientos que apuntan a que la presencia humana en América data de hace más de 13 mil 500 años. Entonces cambiarán los libros de historia. ¿Cambiará la vida cotidiana? Para culturas antiguas, la verdad es una revelación.
Todo lo que fuimos, y seremos, acaba sepultado bajo el polvo. Quizá 30 mil años después alguien encuentre un vestigio de lo que formó parte de nosotros. Estudiará, investigará e imaginará. La curiosidad es un motor. En las entrañas oscuras el corazón late de forma salvaje. Cuando se apague la luz de nuestros ojos no veremos un sol imaginario. La penumbra definitiva sellará nuestra boca, no tendremos certezas definitivas. Pero alguien continuará la búsqueda.
La vida, insensata y misteriosa, se mueve.