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Antes de la tragedia de Pasta de Conchos o del pozo El Pinabete, hubo otras tragedias mineras en la región Carbonífera. Muchos de los familiares de las víctimas, viudas, padres, hermanos, murieron sin conocer la justicia social.
- 23 septiembre 2024
Sentada bajo el portal con macetas de su casa en el pueblo de Minas de Barroterán, doña María Alicia García Hernández, 65 años, se pone seria y a ratos se aprieta, con todas sus fuerzas, el nudo que le ahoga como un limón en la garganta, para no llorar.
Doña Alicia se está acordando de los días que vinieron después de la tragedia minera del 31 de marzo de 1969, y en la que murió su padre Epigmenio García Rojas, 45 años, junto con otros 152 carboneros.
La peor catástrofe de la región en el último siglo, y a la que más tarde se le conocería como La Explosión de Barroterán.
María Alicia dice que no, que a su madre viuda nadie le dio nada, ni el gobierno, ni la empresa ni el sindicato ni nadie.
El llanto de doña Alicia es como cuando abres una botella de gaseosa que durante un rato has estado agitando frenéticamente, el líquido amenaza con fugarse impulsado por el gas y tú tapas el pico de la botella con la palma de la mano para evitar que el contenido salga disparado.
Así es el llanto de doña Alicia, un llanto asfixiado.
Como cuando vas a llorar, que tienes ganas de llorar, que te hacen llorar, pero no quieres... porque hay extraños.
SIN AYUDAS
Luego de que a doña Rosa, la madre de Alicia, le regresaron el cuerpo de su esposo en un ataúd sellado, Rosa, que había quedado sola con 10 hijos, la más grande de 15 años, el más pequeño de ocho meses, no tuvo de otra que ponerse a trabajar.
“Mi madre todo el tiempo trabajó para sacarnos adelante. Por eso le digo, mi madre sufrió mucho con nosotros porque fue duro para ella, ella dio su vida por nosotros”, narra Alicia.
Rosa lavaba ajeno, hacía tamales y tortillas para vender, y con ello mantener a su prole numerosa.
“Hubo algunas ayudas, nomás un tiempo, los primeros días sí se recibieron ayudas de personas de fuera, mientras que pasaba la cosa. Ya después se olvidaron... Según que habían quedado que nos iban a dar una beca a los hijos que estábamos estudiando, pero las viudas, como ya no vieron nada, o sea que no les cumplieron, estuvieron yendo a Saltillo para arreglar eso y no, nunca arreglaron nada, nunca les dieron nada.
“Que se les iba a dar y que se les iba a dar la beca y no, nunca. Nunca supieron arrimarse a las personas para una ayuda, pa los hijos más que todo, por la familia, tampoco íbamos a exigirles mucho, nada más lo que era. Una ayudita que les hubieran dado para solventar sus gastos. No fue ni decir ‘oye, pos se les va a dar una despensa a cada...’”.
Cuenta Alicia, toda vez que sostiene una fotografía donde aparecen Rosa y Epigmenio, sus padres, a blanco y negro, cargando a una bebita, a blanco y negro, la hermana mayor de Alicia.
SE OYÓ UN TRONIDO
Alicia tenía 10 años cuando sucedió el siniestro en las minas 2 y 3 de Barroterán, propiedad de una paraestatal en la que fungían como socios el gobierno de Coahuila y la Compañía Minera Guadalupe.
Apenas y había terminado clases en la escuela primaria a la que asistía por la mañana y tarde, Alicia fue a visitar a una tía suya, hermana de su papá.
No bien se habían sentado a la mesa para comer, oyeron un tronido que cimbró su cuerpo toda la casa y el poblado todo.
Eran algo así como las 5:30 o 5:40 de la tarde.
Alicia y su tía saltaron de la silla y se lanzaron a la calle para ver lo que había ocurrido.
Entonces vieron en el cielo unas humaredas negras, y entre las humaredas una lumbre que se alzaba hasta las nubes, por el rumbo de las minas 2 y 3.
Su tía no pudo, como Alicia, reprimir la pena, y rompió a llorar desaforadamente.
“No pos se arrancó llore y llore, yo pensé, ‘no, mi padre ya no va a salir’”, relata María Alicia con ese llanto cohibido suyo.
Las escenas de gente corriendo como desquiciada por las calles de Barroterán, las ambulancias yendo a toda velocidad, dejando un reguero de aullidos por el pueblo, se repetirían a cada instante frente a los ojos de Alicia.
“Fue una cosa triste, eran muchas familias. Se fue un primo también, era recién casado, dejó a su bebé recién nacido. Y vecinos de la calle de nosotros...”, relata.
Horas antes, su padre se había despedido de su mamá en el Hospital Minero de Nueva Rosita, a donde habían llevado a internar por enfermedad a uno de los hermanos pequeños de Alicia.
Que no fuera a trabajar suplicó Rosa, la madre de Alicia, a Epigmenio.
“’No vayas viejo, no vayas, mira, pos qué tanto es un día...’. No, él como quiera se vino, pero mamá ya se quedó con esa cosa, como que ella presentía. Dice mi padre, ‘no, es que no completamos, mira yo tengo que trabajar’. Él era minero de siempre, hasta se quedaba a dobletear...”, platica Alicia.
En esta, como en otras tragedias mineras de la región, abundan los testimonios sobre presentimientos, corazonadas, de esposas y madres de mineros, en torno a futuras catástrofes y entonces los presentimientos se cumplen, se vuelven realidad.
Cayendo la noche le dieron a Rosa la noticia de aquel desastre y luego de la muerte de su esposo y los otros 152 trabajadores.
“Mi madre estaba desecha...”, narra Alicia.
Al cabo de los días a la mamá de Alicia le entregaron, como si se tratara de una recompensa, de una medalla, un ataúd sellado con los restos de Epigmenio dentro.
Ni la madre de Alicia ni Alicia ni sus hermanos lo vieron más.
“La tapa de la caja venía como amarrada, pero a la vez entreabierta, nomás se veía una lona. A mi padre lo habían envuelto en lonas”.
SIN INDEMNIZACIONES NI PENSIONES
No hubo indemnización, tampoco pensión, eran los tiempos en los que el Seguro Social aún no había llegado a Barroterán.
Las viudas, como en el caso de otros eventos trágicos que han sacudido a la Región Carbonífera desde finales del siglo XlX, quedaron al desamparo.
Algunos moradores del pueblo afirman que después de aquel siniestro, gente de todas partes del mundo, incluso de Estados Unidos y Rusia, enviaron donativos en dinero y especie para las esposas y huérfanos de los carboneros.
Pero la empresa y el sindicato, que oficiaban de intermediarios en la desgracia, se agenciaron las ayudas.
“Era la época de los sindicatos charros, había mucha corrupción”, dice Ruperto González, un antiguo de Barroterán.
El informe “El Carbón Rojo: aquí acaba el silencio”, editado por la Organización Familia Pasta de Conchos, con apoyo de la Fundación Heinrich Böll - México y el Caribe, consigna que luego de aquella hecatombe, las viudas fueron despojadas por la Minera Guadalupe incluso de las casas que la empresa les vendió a sus maridos, sin siquiera devolverles a ellas lo que hasta esa fecha se había pagado.
“Las casas se las vendía la empresa y mi esposo estaba por pagarla. Cuando murió, después de la explosión, Pablo Guzmán, (gerente de la Mina Guadalupe), me dijo que yo tenía que devolver la casa, porque a mí ya me había terminado la empresa. Yo me había quedado sola con 6 hijos. Yo le decía que cómo le iba a dar la casa si no tenía a dónde ir. Primero me cortó la luz, luego el agua, y un día fue y arrancó las puertas de la casa y luego quitó las láminas del techo. Ya no me pude quedar, nadie me ayudó y él se quedó con la casa. Luego, la vendió. Ni siquiera me devolvieron el dinero que mi esposo había pagado. Terminé viviendo en un cuarto a la orilla del pueblo, como si no fuera nada, como si no fuera nadie.
“En aquellos años no había llegado el Seguro Social, solo había una clínica de la misma empresa a la que íbamos, pero luego, cuando mi esposo murió, ya no nos atendían. Ni siquiera me dieron el fondo de ahorro de la cooperativa, solo migajas por su muerte, se quedaron con todo. Nosotras no tuvimos pensión, ¿de dónde si no estaban registrados en el Seguro Social? El sindicato nos ayudaba con muy poquillo. No hubo nadie que nos ayudara”, dice María Inés Reyna Uribe, viuda del minero Sixto Robledo Rangel, en un testimonio recogido en el Informe “El Carbón Rojo: aquí acaba el silencio”.
Entonces viudas y huérfanos se quedaron literalmente en la calle.
“Se les arrebataba no solo al esposo o al padre, sino el futuro”, se lee en el citado informe publicado por la OFPC.
Lo único que les dejaron a las mujeres y a los hijos de los carboneros fue un monumento de bronce y latón, en el que se representa la estatua de una madre sosteniendo en sus brazos a su hijo muerto, los nombres de los 153 mineros fallecidos inscritos sobre la columna y un epitafio en letras cuadradas que dice “Hijo caíste cumpliendo tu deber”.
Rosa, la madre de Alicia y viuda de Epigmenio, se fue de este mundo hace 17 años siendo pobre, con las piernas amputadas a causa de la mala circulación que le ocasionó trabajar de pie, lavando ajeno y haciedo tamales y tortillas para vender, durante tanto tiempo.
Allí el 31 de marzo de cada año las pocas viudas que aún sobreviven, se reúnen para honrar el recuerdo de sus esposos.
Las más murieron ya sin ver la justicia, porque en esta como en todas las tragedias de minas ocurridas en la Carbonífera, nadie fue castigado
“Pos nada más cada año las autoridades y el sindicato se arrimaban al aniversario del luto, pero nunca se arrimaron a las personas como mi madre, a darles una ayuda o a preguntarles si se les ofrecía algo”.
DE ESPERANZA SÓLO EL NOMBRE
A las 10:00 de una noche cerrada en Villa de las Esperanzas, Coahuila, doña Carmen González Rivera está arrellanada en una mecedora del zaguán de la casa donde, por 19 años, vivió con Alejandro Hernández Tobías, su marido.
Es la casa que arregló con el dinero que sacó de vender la vivienda tipo Infonavit, pero más chica, que le dio el gobierno como compensación, después que Alejandro y otros 36 carboneros murieran en la explosión de la Mina Cuatro y Medio, aquel 25 de enero de 1988.
“La casa estaba en Sabinas, mis hijos nunca quisieron irse de aquí y yo la tuve que vender para... pues... Yo tenía una casita chiquita en la que vivíamos y yo con eso amplié un poquito... Es ésta, sí...”, dice Carmen, 72 años, entre el ruido de una televisión a todo volumen que llega desde la sala.
Doña Carmen se queda un rato pensativa, como haciendo cálculos, y dice que contando la ayuda que le dio el sindicato y el finiquito de la empresa Hullera Mexicana, la dueña de la mina, logró juntar como unos 11 mil pesos de aquellos tiempos.
11 mil pesos a cambio de la vida de su esposo Alejandro, 11 mil pesos para sostener a los cuatro hijos que él le había dejado, tres hombres, una mujer.
Y 11 mil pesos en pago por los 16 años que Alejandro había trabajado en la mina.
“Bueno y nos daban útiles escolares... Al menos nos daban los útiles”, se consuela Carmen y se ríe con una risa resignada.
Hoy doña Carmen sobrevive con la pensión de tres mil pesos que mes tras mes le entrega el Seguro Social.
“Ahorita las pensiones de nosotros son bajas. Muy bajas, muy bajas. Ya lo poquito que me dan es para ir viviendo hasta que Dios me deje”.
Ese día, el día de la desgracia que marcó la historia del pueblo de Esperanzas, antes de partir camino a la mina, Alejandro había acompañado a Carmen a la clínica del IMSS donde le realizarían unos análisis para determinar las causas de una alergia que le había cocido la piel.
“Allí me dejó y luego se fue para la mina”.
A su regreso sola del sanatorio Carmen, agobiada por la alergia, se metió en la cama.
“Así es de que yo pronto no me di cuenta...”.
En eso observó movimientos extraños en la casa: eran sus hijos que iban de un lado para otro buscando, por todas partes, el número telefónico de sus abuelos, los suegros de Carmen, que vivían en Monterrey.
“Yo les preguntaba que qué andaban buscando y ya tuvieron que decirme y fue cuando yo me enteré de la tragedia. Me agarró de sorpresa, porque aunque sabíamos que siempre andaban ellos en el peligro, nunca esperamos eso”, relata Carmen, y no llora, como las madres y esposas de los mineros tan habituadas a la muerte en la Región Carbonífera que ya no lloran ni una lágrima.
Carmen no supo de ambulancias, del corredero de gente que irrumpía en el Seguro o en la mina para preguntar por sus familiares.
A Alejandro ya no lo velaron.
La tragedia había ocurrido un lunes y a él lo sacaron de la mina el miércoles en la noche, dentro de un féretro cerrado.
Ya había oscurecido cuando Carmen fue con sus hijos, sus suegros y sus cuñados, a sepultarlo en el cementerio de Esperanzas.
Recuerda Carmen mientras enseña la fotografía con marco dorado que Alejandro se tomó en el patio de su casa el día que su hija Esther cumplió 15 años.
“Era cariñoso y mis hijos lo obedecían mucho, nomás una vez les hablaba. Era buen esposo, no tengo nada que decir, él no tomaba, no fumaba”.
Hace todavía algunos años que la gente se reunía en torno al monumento que autoridades y sindicatos hicieron levantar en la plaza del pueblo de Esperanzas, para conmemorar la fecha de la tragedia en la Cuatro y Medio.
A la sazón venían familias de Palaú, San Juan de Sabinas, Rosita, Múzquiz traídos en camiones pagados por la empresa, luego la empresa desapareció y ya no hubo nada.
- Sus hijos mineros como su padre, ¿no?
- No, ni lo mande Dios.
Han transcurrido ya 36 años desde la tragedia aquella y ningún responsable ha pagado por la muerte de los carboneros, cuyo recuerdo se diluye en la memoria de los pobladores de Esperanza y acaso de la justicia.
LA MORITA: LA TRAGEDIA QUE SE LLEVÓ 12 MINEROS
Hace una tarde canicular en el solar con árboles de la casa de don Florentino Briones González, ejido Santa María, municipio de San Juan de Sabinas.
Es la hora de la siesta y don Florentino está reposando en una silla bajo un toldo delante de su camioneta pasada de moda.
“Yo de mi parte llegué a un buen arreglo con el responsable de los trabajos, Miguel Valdés. Ya murió también”, dice.
Y dice que el buen arreglo al que llegó fue haber conseguido una pensión de poco más de cuatro mil pesos al mes para la viuda y el primogénito de su hijo Florentino que el 29 de septiembre de 2001 falleció en la explosión del pozo “La Morita” al lado de otros 11 carboneros.
La empresa Materiales Industrializados S.A. de C.V. (MINSA), propietaria del pozo, habría pagado los funerales, el terreno y la bóveda de los 12 mineros en el panteón de Nueva Rosita, y nada más.
“Ahí están, quedaron todos alineados”.
Más tarde las viudas pidieron al encargado de La Morita que les construyera una pequeña capilla en el lugar del siniestro, con los nombres de los mineros caídos y dedicada a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
La empresa les cumplió su deseo.
Y eso fue todo.
A las 7:00 de la mañana del sábado de la tragedia Florentino segundo, el hijo de don Florentino, había salido a trabajar al pozo situado a unos kilómetros del ejido Santa María, donde vivía con sus padres y su mujer, con la que tenía apenas unos meses de casado.
“Tenía yo un carro Ford Fairmont, dijo ‘¿apá, me llevo el carro?’, le digo, ‘lléveselo mijo, al cabo yo no lo voy a ocupar hasta mañana’”.
No habían transcurrido ni 20 minutos cuando hasta el rancho se oyó un estallido que don Florentino sintió como si las venas se le hubieran vaciado, como si la sangre se le hubiera ido hasta los talones, se dice coloquialmente.
“Dije ‘híjole...’. Fue un estruendo enorme. Nos asomamos, estaba la mamá de él y su esposa, mi nuera. Yo le rogaba tanto a Dios que mijo no hubiera llegado a tiempo. Ojalá y por ái se haya ido a tirar el agua o qué sé yo, que no le haya tocao. Fue de los primeros que sacamos”, cuenta don Florentino y llora suavecito.
Al exterior del pozo, el amontonadero de gente, hombres, mujeres y niños, gritando.
Y en el cielo una columna de humo negro como de 30 o 40 metros de altura, como un anuncio de muerte.
Hacía tres meses que el hijo de don Florentino, que entonces tenía 23 años, se había casado y recién su esposa había quedado embarazada.
“No mijo estaba en el mejor tiempo de su vida, pos 23 años...”, rememora el padre.
Eran los tiempos que en Santa María se había desatado la fiebre del carbón, que había pozos por dondequiera.
“No había más en ese tiempo que atorarle al carbón. Pos aquí es nada más trabajar en la agricultura, pero se ponen los tiempos... como ahorita que no ha llovido nada”.
La víspera del siniestro don Florentino había recibido en su casa la visita de unos familiares de Saltillo que vinieron a pasar el fin de semana.
Era el viernes 28 de septiembre.
“Traían cerveza, le decía un primo de mijo, ‘vamos a tomar primo’, ‘no – dijo mi muchacho - yo voy a trabajar mañana, tomen ustedes. Total, - dijo - mañana le seguimos, al cabo pa las 10:00 de la mañana tres o cuatro toneladas y ya’. Estuvo un ratito aquí con nosotros y se fue a dormir”.
La culpa de aquella desgracia cayó sobre el gasero, que en el argot de los carboneros es la persona encargada de medir los niveles de metano al interior de las minas.
“No llegó a tiempo, se le descompuso su mueble y no alcanzó a llegar y la gente desesperada, muchos no hicieron caso de que ‘espérate tantito’ y como era sábado...”.
De acuerdo con el informe “El Carbón Rojo: aquí acaba el silencio”, La Morita, que entonces formaba parte del conglomerado de la familia Guadiana Tijerina, carecía de salida de emergencia, era un cañón ciego en condiciones deplorables y no tenía rescatistas.
Además de su hijo don Florentino había perdido en esa explosión a otros cuatro parientes suyos, unos de sangre, otros políticos.
- ¿Cómo encontró a su hijo luego que lo rescataron?
- Se chamuscó aquí, quedó peloncito de aquí así. A todos se les reventó la cabeza.
Dice don Florentino señalándose el parietal derecho.
El pozo quedó clausurado.
Más tarde en el rancho donde operó La Morita don Florentino muestra una pequeña ermita de paredes roídas por el tiempo, el memorial de los mineros caídos en la explosión y que a la postre, por el descuido, se ha convertido en guarida de golondrinas, tecolotes, lechuzas.
“ÁI duermen los pájaros, ái vienen a dormir... pos ta abierta”
- ¿Y su nieto cómo está?, ¿qué le dice?
- Yo digo que él quedó traumao desde que estaba en el vientre de su madre. Tiene como traumas. Todos tenemos interés de saber cómo era papá oiga.
Otra vez, como en el caso de las tragedias de Barroterán y Las Esperanzas, nadie pisó la cárcel por este siniestro.
LLORAR A TRES HIJOS
Don Juan Ángel Garza Hernández, es conocido en Barroterán, y acaso en toda la Región Carbonífera, como el padre que perdió a tres hijos en un siniestro de mina, el del 23 de enero de 2002, acaecido en el pozo La Espuelita, situado en dirección al pueblo de La Florida.
Con ellos habrían muerto otros 10 trabajadores, luego que fueron sorprendidos por un golpe de agua que los ahogó mientras tumbaban carbón. Fue una inundación.
“Toparon con unos minados viejos y se vino el agua”, resume Juan Ángel.
En la Carbonífera los mineros como don Juan Ángel no necesitan ser expertos en geología para saber lo que ocurrió.
Los mineros de La Espuelita, dice Juan Ángel, andaban trabajando sin planos, como suele suceder en la mayoría de este tipo de centros de trabajo en la Carbonífera y luego vienen los siniestros.
“Pierdes los rumbos y pa cuando acuerdas pos vas y chocas”.
Tampoco aquí hubo indemnización ni pensiones justas para las viudas y decenas de huérfanos que dejó este desastre.
Apenas entre dos mil 500 pesos y tres mil pesos mensuales recibieron las viudas como retribución por la vida de sus 13 carboneros.
“Sí, sí les dieron pensión, en ese tiempo era poquito, no te daba mucho el Seguro, te daba un 100 por ciento, pero te lo daba en salario mínimo. Fueron aumentando las pensiones un poquito, ahorita les darán unos cinco mil pesos creo yo”.
El gobierno de aquella época les había apoyado con los ataúdes y unas becas para los hijos estudiantes de las viudas, hasta nivel profesional.
“Pero los muchachos no supieron lograrlo, ya entras en una edad y ya te vas por otro rumbo, no piensas en lo que te están dando. De mis nietos nadie estudió, dejaron los estudios... El gobierno del municipio apoyó mucho también en el rescate y en apoyos con comida y despensas pa la gente, o sea que no nos dejaron solos”.
- ¿Y siguieron los apoyos?
- No, nomás se acabó el rescate y se acabó todo, responde Juan Ángel y se ríe con una risa pícara.
Viudas y hermanos de carboneros muertos en la mina Cuatro y Medio de Las Esperanzas, dirán que eso de las becas duró mientras la tragedia estaba caliente, apenas se enfriaron las cosas, que se olvidó un poco aquel evento mortal, se las quitaron.
Su hijo Juan Luis había dejado en la orfandad a una niña, José Alfredo a tres niñas y Reynol García Arias a un niño.
Es martes a mediodía, don Juan Ángel recibe en el porche de su casa apoyado en unas muletas.
Hace algunos meses que sufrió una trombosis en una de sus piernas y tiene la columna chueca, platica, consecuencia de haber trabajado en las minas y los pozos de carbón desde que tenía 12 años.
“Era mucho trabajo, puro trabajo pesado, por el cargamento de viguetas de fierro y la pala, y entonces se me fregó la columna”.
Lo de la rodilla, don Juan Ángel está tocado de una rodilla, le vino a resultas del golpe que se dio cuando quiso trepar al bote para bajar al pozo el día de la inundación en La Espuelita.
“Me fregué la rodilla porque me dejé caer en el bote, pegué en la orilla del bote, pero en ese rato no sentía nada. Ya nomás lo que quería era sacar la gente. Anduve bien chueco jalando hasta el final”.
Juan Ángel era el encargado del pozo que, según notas periodísticas, tenía por dueño a un monclovense de nombre Carlos Thompson y como propietario del predio en el que se encontraba el desarrollo, a un señor César de la Garza Herrera.
Así opera el negocio de carbón en esta zona de Coahuila: unos son dueños del predio, otros son contratistas, otros son encargados, otros son concesionarios, etcétera, etcétera...
Pero como en este y otros desastres ninguno ha ido a prisión ni siquiera por la mortandad masiva de mineros que han dejado los siniestros en la Carbonífera.
EL AGUA SE LOS TRAGÓ
Aquel día, antes de que a los 13 mineros que trabajaban en las profundidades de La Espuelita les llegara la muerte en forma de un golpe de agua, don Juan Ángel había salido del pozo a comprar carne y otros insumos para la comida que tarde a tarde acostumbraba preparar para los carboneros.
A su regreso uno de los trabajadores le alertó sobre la presencia de agua en el pocito.
Juan Ángel ordenó al palero, que en el organigrama no escrito de la minería es el responsable de apuntalar la mina para evitar derrumbes, parar los trabajos y sacar a los carboneros.
“El palero no me hizo caso de parar la labor esa, pero pos no es tiempo de echarle culpas a nadie. Sí, también él murió”.
Cuando don Juan Ángel se disponía a subir al bote y bajar para inspeccionar la mina, se escuchó como un estallido que venía desde los bajos fondos de la tierra.
“Como una pólvora abajo, donde la presión del agua truena. Se oyó muy fuerte el trancazo del agua y luego la raza gritando, ‘se vino el agua, se vino al agua’, ‘íiiiih, - dije -, ya valió...’. Todos estaban vivos, toda la raza. Los fregó el agua”.
Eran las 3:50 de la tarde.
De pronto se hizo en aquel lugar un silencio como de tumba.
Don Juan Ángel no puede explicar con palabras lo que sintió cuando se acordó que sus hijos Juan Luis, de 19 años, José Alfredo de 20 y Reynol de 18, se habían quedado abajo.
Magdaleno y Juan Antonio Abitúa, dos hermanos que habían sobrevivido a la inundación trepando al bote, murieron en el trayecto hacia la salida del pozo, a causa de la inhalación del gas grisú.
“Fueron los primeros que sacamos, estaban calientitos, les di respiración porque no teníamos oxígeno, les di masaje, choque y todo y no, ya no revivieron, les empezó a salir la comida por la nariz y por la boca, agua también les salió. No pos ni modo, ya qué podías hacer. Se murieron.
“Los hicimos a un ladito, los tapamos, me subí al bote y dale pa abajo. Cuando llegué el agua ya venía en el brocal del pozo parriba, subió como 20 metros el agua, se llenaron todas las galerías, buscó la salida el agua. Ya no pudimos hacer nada”.
Nueve días con sus noches tardó el rescate de los carboneros en La Espuelita.
- Usted bajó por sus hijos, ¿no?
- No me tocó sacarlos a mí, les tocó a otros muchachos porque nos fuimos relevando pa descansar. Les tocó a otros, pero a mí me tocó sacar a los de ellos, un rescate...
No hubo velorio ni exequias,
“Salían, los metían a una bolsa y van pal panteón. Los traían a una funeraria, los preparaban, nomás los dejaban un ratito pa que los vieras, cerraban todo, por orden de gobierno, y al pozo”.
Y al pozo... concluye Juan Ángel.
A más de 20 años de la tragedia don Juan Ángel y su esposa Blanca Arias, quien se encuentra postrada en una silla de ruedas, víctimas de una embolia, viven solos, olvidados de sus familiares, del gobierno y sólo al cobijo del recuerdo de los tres hijos que les arrebató la mina.