Alfredo y Juan Manuel Jiménez Valenciana tienen 13 y 12 años y un coeficiente intelectual de más de 130, lo que los convierte mundialmente en sobredotados: están en la universidad y resuelven operaciones matemáticas superiores, pero a ellos les gusta pegarle a la piñata.
- 30 octubre 2023
Esa mañana, una mañana nublada, de garúa, las lentes de las cámaras apuntaron a Manu, Juan Manuel Jiménez Valenciana, que posaba sosteniendo un palo forrado con los colores del Barça y frente a Manu, Messi, su ídolo, pero encarnado en una piñata.
Aquello que se celebraba en los jardines de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Autónoma de Coahuila (UAdeC) no era una fiesta convencional:
Directivos, maestros, estudiantes y familiares, festejaban el cumpleaños número 12 de Manu, el alumno más joven que ha tenido la escuela de leyes en 80 años de fundada.
En las fotografías de los diarios, que seguramente pasarán a la posteridad, aparece Manu vestido con una playera del Barça, regalo del director de la Facultad y organizador del convite.
Manu que ese día llevaba puesta una camiseta del Inter de Miami, donde ahora juega su ídolo, se la quitó allí mismo y se metió la del Barça.
El rostro radiante de Manu es el de un chico de 12 años, con un coeficiente intelectual de 138, que estudia el primer año de abogado, a punto de pegarle a su piñata de cumpleaños.
Y su sonrisa, la personificación más exacta de la inocencia.
Otra mañana a la hora del break en la Universidad Politécnica de Ramos Arizpe (Upra), Alfredo Jiménez Valenciana, el hermano de 13 años, 140 de IQ y estudiante de primer cuatrimestre de ingeniería en robótica, da los pormenores de la fiesta:
Mucha gente, una mesa larga con dulces, chetos, chicharrines, jugos y cuatro pasteles de 100 quequitos cada uno.
De 100 quequitos cada uno, dice Alfredo, con la seguridad de un matemático de alto vuelo.
A Alfredo, como a Manu, le fascinan las matemáticas.
Todos le pegaron a la piñata, Alfredo también, dice.
Luego los reporteros rodearon a Manu, como si fuese todo un rockstar.
Aunque a Manu no le llama tanto la atención la música, prefiere leer Harry Potter, jugar videojuegos, jugar béisbol, futbol, como Messi, el goleador más grande de la historia.
El último gol magistral de Manu:
Haber excedido por 11 puntos el mínimo de calificación en el examen para entrar en la Facultad de Jurisprudencia, una de las instituciones de mayor demanda en la UAdeC, y a la que cada año se presentan más de mil 200 aspirantes y sólo son aceptados 120. Otro gol de Manu.
Cualquiera que viera a Manu de cerca pensaría que es un chico normal, pero bastaría con enterrase que Manu es parte de ese escaso tres por ciento de la población mundial con un coeficiente intelectual tan alto, 138, para llevarse un chasco.
“La sobredotación es un tema vanguardista. Si bien es cierto que ha existido en todos los tiempos, porque sabemos que Einstein era sobredotado, que es reconocida científicamente, técnicamente, en México lo vemos como algo que pasa en las películas, en los países primermundistas...”, dirá Sandra Valenciana, la madre.
Juan Manuel y Alfredo son dos niños superdotados tan reales, que su historia parece de ficción.
Niños genio con gusto por la piñata
Meses antes de la fiesta, desde el búnker donde los hoy bautizados por la prensa como niños prodigio o niños genio se entrenaban para la universidad, y acaso para la vida, Sandra Edith Valenciana Guerra, de 40 años, la mamá, cuenta que Manu y Alfredo fueron de piñata siempre.
“Pero piñata de dale, dale, dale. Yo siempre decía que a lo mejor hasta los cinco o seis años iban a perder el gusto por la piñata. Dije ‘a partir de los siete ya van a pedir que la pizza, ir al cine, estar con los amigos’, y resulta que me pidieron piñata casi hasta los 11 años”.
A esa edad, cinco, seis años, cuando asistían al jardín de niños, Alfredo, el mayor, ya sabía leer y escribir.
Contaba series de dos en dos, series de cinco en cinco, series de 10 en 10.
Después que aprendió al dedillo las tablas de multiplicar fue muy fácil avanzar a operaciones más complejas, división, multiplicación.
“Para ese entonces Alfredo ya daba muchas señales, pero no sabía yo bien de qué se trataba”, relata Sandra.
Genios, pero niños
Una tarde de borrasca Juan Arturo Jiménez Cárdenas, 40 años, el papá, sentado a la mesa del comedor de su hogar, calle Quinta Real, colonia Valle Real, primer sector, un fraccionamiento de clase media al norte de Saltillo, elige acordarse de cuando los chavos de la prepa del colegio a donde asistía Alfredo se iban a graduar y “Alfredito”, que entonces estaba en kínder, les leyó la despedida. Lo pusieron a leer a él como algo extraordinario.
“Ningún niño leía nomás que él, todos se quedaban admirados...”.
Otra tarde en el comedor le pregunto a Alfredo que cómo es la convivencia de un niño sobredotado, como él, con otros críos de su edad que no son sobredotados, como él.
“Es igual, tampoco es como que vaya con un niño y le diga ‘hola, voy a la universidad’, es, ‘hola soy Alfredo, ¿cómo te llamas?’”, me responde tajante.
Alfredo es tajante, contundente, rotundo en sus teorías, como que la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa.
En el búnker, que hasta antes del descubrimiento de los genios estaba destinado a ser cuarto de recreación, hay una mesita y sobre la mesita una computadora, un ajedrez, el trofeo que le dieron a Alfredo cuando se coronó subcampeón de microbiología a los ocho años de edad, los reconocimientos que la Federación Mexicana de Sobredotación Intelectual le dio a él y a Manu como niños sobredotados con un puntaje superior a 130, que es el mínimo que se pide para considerarse sobredotado, y un pizarrón con los rastros de ecuaciones matemáticas para adelantados que llevaron durante su home school.
“Hoy por hoy Alfredo y Manu saben derivadas, integrales, función lineal, materias que se llevan incluso a nivel universitario. Allá tenemos, no sé, derivadas yo creo... “, dice Sandra señalando con el dedo, arrellanada en una silla del estudio mientras engulle una ensalada de verduras.
Y dice que nada de esto es montado, corresponde a algunas operaciones que Alfredo y Manu practicaron para acreditar los últimos exámenes de preparatoria.
“Creo que estaban viendo algo de átomos, de química”.
Sandra tiene hambre y sed.
No ha tenido, dice, tiempo de comer en todo el día.
Fue el inicio del curso de inducción de Juan Manuel en la Facultad de Derecho y ella lo acompañó.
“Imagínese, va a ser una generación marcada por la presencia de un niño de 12 años”, dice.
Un camino duro
A las 8:10 de la mañana de un lunes veo a Manu sentado en un pupitre del aula “Lic. Alberto Fuentes Flores”, de la Facultad de leyes, tomando su clase de introducción al estudio del derecho que imparte Alfonso Yáñez Arreola, el director.
Manu tiene la mirada fija al frente, está atento como un niño al que le estuviesen contando un cuento de hadas y no una cátedra sobre técnica legislativa.
Su presencia en el salón es notoria entre sus compañeros y compañeras de clase que le aventajan en edad entre cinco y 14 años.
“Fue un gran sabor de boca ver que, en cada clase, al menos dos veces levanta la mano para opinar o preguntar, es una persona muy participativa. La única dirección que le estamos dando es que levante la voz, es lo único que queremos tomar como reto en este semestre, pero estamos muy orgullosos de tener a Juan Manuel que se ha convertido en el hijo de todos”, dice Yáñez Arreola un ocaso que charlamos sobre el genio en el jardín con palapa de su notaría.
Manu habla bajito, suave y sin sobresaltos hasta cuando platica que se sentía excluido en el colegio particular donde cursaba el primer grado, todo por poseer altas capacidades.
Una paradoja. Un contrasentido.
Una ironía de la vida, pienso.
“Me aburría un chorro en clases, era nomás estar ahí por estar. No presentaba un reto para mí. Era como si un adulto estuviera con niños chiquitos estudiando matemáticas de kínder. No podíamos avanzar a nuestro ritmo. Sí hubo momentos en los que ya no quería tener clases... A los maestros les decía, ‘¿me puedo adelantar en el libro?’, y decían ‘no, hay que seguir con la clase, tú quédate aquí haciendo lo que quieras...’. Me sentía discriminado aunque nadie me dijera nada. Fue cuando mi mamá dijo, ‘ya...’”, cuenta Manu otra tarde en el cenador de su casa frente a un platón de boneless, su comida favorita.
Que ya, dijo Sandra.
Mientas que Manu, ya iba en sumas de cuatro dígitos, en el colegio le dejaban de tarea que sumara cinco más tres.
“Nada que ver”, dice.
-Estabas estresado ¿no?, le pregunto.
-No estrés, sino esa preocupación de no encajar...
Esta tarde Manu se siente tranquilo, relajado.
Dice que en la escuela todo macha bien.
Ahora mismo tiene que hacer unas fichas para los exámenes orales.
Y ya ha comenzado a desvelarse con las tareas.
“Está muy comprometido, siento que disfruta mucho convivir con nosotros, se acopló muy bien con el grupo”, dirá Ashley Jara, 19 años, compañera de Manu en todos los equipos.
De vuelta al búnker Sandra dice que el camino de Alfredo y de Manu para llegar a la Universidad ha sido tortuoso.
“Sí, lloré mucho. Ahorita lloro, pero ya las lágrimas son de satisfacción, de felicidad. Resulta que de un año para acá que obtuvimos la dispensa de edad ya tengo dos certificados que son los de secundaria, preparatoria, y ya están ellos matriculados en la universidad. Estar fuera del sistema cuatro años y ver que en un año hemos logrado tanto, imagínese”, dice y se enjuga el llanto con el dorso de la mano.
En la pantalla de su celular quedó inmortalizada la imagen de Alfredo, repasando series de números, las tablas de multiplicar, una división.
Tenía cinco años.
Y la foto de Manu a los ocho años, subido en un banquito porque no alcanzaba el pizarrón, resolviendo operaciones para universitarios.
“Vea nada más las operaciones que está resolviendo, yo creo que éste era un polinomio. Y ni siquiera alcanzaba el pobre”, dice Sandra y se ríe con la risa de quien, tras haber librado una ardua batalla, sabe que ha valido la pena.
La batalla, que comenzó en 2017, habría durado cuatro años, desde que Sandra y Juan Arturo decidieron sacar de la escuela tradicional a sus hijos y ponerles maestros particulares para que les enseñaran, porque la escuela tradicional ya no les funcionaba.
Entonces Alfredo y Juan Manuel tomaban clases virtuales con profesores de Panamá y Querétaro, especialistas en la atención de sobredotados o personas con altas capacidades.
Y así estuvieron por cuatro años.
Juan Arturo dice que fueron más críticas que ayudas.
-“Sí, porque mucha gente decía ‘¿y pa qué?, ¿y luego?
-¿Quién?
Pos gente... Cuando los sacamos de la escuela la gente de la escuela: “no que ya la regaste, pa qué los sacas los vas a echar a perder”.
Por esos días la cabeza de Alfredo era un nido de dudas existenciales, “por qué existo...”, preguntaba.
-¿Y usted cómo se sentía?
-Más que nada como que... ¿qué va a pasar?, o me preguntaba ¿sí estaremos haciendo bien las cosas?, porque no hay quién te diga...
-¿En la Secretaría de Educación les ayudaron?
-Decían: “nosotros tenemos un departamento especial para esos niños”, y decían, “no, pero tiene que hacerlo en tiempo y forma”, y puras trabas y puras trabas.
Por esos días la cabeza de Alfredo era un nido de dudas existenciales, “por qué existo...”, preguntaba.
Dice Alfredo y yo pienso que sería bueno que hubiera en el desierto más granos de arena como él.
-¿Y ya encontraste la respuesta?
-No, sigo creyendo que soy un grano de arena en el desierto, en nuestro universo.
Dice Alfredo y yo pienso que sería bueno que hubiera en el desierto más granos de arena como él.
A la edad en que los niños son preguntones, Alfredo ya estaba resolviendo fórmulas para estudiantes de superior.
Pero también le intrigaban cosas:
Por qué existen los árboles, por qué las estrellas y de qué están hechas, qué es más pequeño que un átomo, qué hay debajo del piso, qué hay arriba de cielo, qué hay en el fondo del mar.
Alfredo rasga con sus dedos de 13 años las cuerdas de su guitarra. A Alfredo, además de dibujar, jugar ajedrez, básquetbol y escuchar rock en español, le gusta tocar guitarra.
Y ahora mismo le he pedido que traiga su guitarra y toque algo.
Es, dice, una guitarra completamente artesanal que su padre le compró en la Ciudadela, cuando vivían en la Ciudad de México, que Manu y Alfredo se fueron con sus padres para estudiar en el Centro de Atención al Talento (Cedat), una escuela exclusiva para sobredotados.
Resulta difícil imaginar a un genio de 13 años cantando a guitarra “Y nos dieron las 10”, de Joaquín Sabina.
La gente dirá de Alfredo que es tímido, introvertido, yo no lo creo tanto.
Es difícil imaginar a un Alfredo que todas las mañanas, después de levantare, va al cuarto de su madre con todo y guitarra para cantarle una canción y darle un beso.
“Le gusta la guitarra, escribir poemas, es un romántico empedernido”, narra Sandra.
Pero sobre todo Alfredo es un niño de 13 años al que gusta jugar con sus primos de Sabinas al futbol, a los quemados, a las escondidas, a mojarse con globos llenos de agua, con la manguera.
Lo de la guitarra Alfredo lo heredó del papá.
Alfredo: genio, pero despistado
El día que el doctor le hizo los estudios de IQ (Intelligence quotient, Coeficiente intelectual,) a Alfredo y que salió con 140 de IQ, dijo que era hereditario y dijo: “el otro chiquitillo tiene el 70 por ciento de salir igual, así es que pongan atención”, suelta Juan Arturo.
Al año siguiente que le hicieron el estudio a Manu sacó 138 de IQ.
En el momento que les dijeron que era una cuestión genética, aun cuando Sandra abrazó la condición de sus hijos, lloró.
“Porque sabía a lo que me enfrentaba. Sabía que no existía nada para sobredotados, que era una condición que me iba a llevar a explorar un mundo que no conocía”.
Sandra y Juan Arturo, originarios de Sabinas, Coahuila, ella abogada egresada de la Facultad de Jurisprudencia; él ingeniero industrial, del Tec Saltillo, dirán por separado que también en la escuela fueron sobresalientes.
“Gané concursos y todo eso. Ponga usted que de promedio poquito arriba, tampoco fui el número uno siempre en todo”, aclara Juan Arturo.
Una biografía de Sandra Valenciana diría de ella que fue primer lugar de aprovechamiento, campeona estatal de oratoria, finalista en el certamen nacional de oratoria, representante de México en un evento internacional de oratoria y graduada especialista en psicología jurídica y forense por la Universidad Complutense de Madrid.
“Sacaba muy buenas notas, muy disciplinada, muy entregada, muy versátil”, se ufana.
Años después Sandra no podía entender cómo, por un lado su hijo Alfredo era capaz de solucionar problemas de matemáticas no aptos para su edad, pero por el otro no sabía dónde había dejado la corbata o el cuaderno de tareas.
Alfredo era un genio olvidadizo.
Un día se le olvidaban los tenis, el otro la mochila, la lonchera, los libros, el estuche y en el colegio le sacaban reportes.
“Le bajaban puntos porque dejaba los tenis allá tirados en las canchas o que no llevaba el uniforme bien porque se le había perdido un suéter. Una vez le compramos tres pares de tenis diferentes porque un día los perdió, otro día los volvió a perder y otro día los volvió a perder, muy distraído”, relata Juan Arturo.
Manu dirá de su hermano que solo era despistado, “muy despistado”.
“Cosas así que ni a mí ni a cualquier otra persona se le podían olvidar, a mi hermano sí...”.
De vez en vez Alfredo llegaba a casa con tarjetas rojas o amarillas de mala conducta o de mal desempeño académico, cuando en todos sus trabajos salía bien, todas sus materias bien, puntualidad y asistencia bien, y siempre en sus exámenes de matemáticas sacaba 10.
Sandra admite que hubo nalgadas.
“Al momento que ingresa a primero de primaria, cuando Alfredo ya se sabía las tablas, operaciones como multiplicación, división, sumas, restas complejas, empezamos a tener problemas porque se le consideraba un niño distraído, que no esperaba para acatar las indicaciones, que quería participar siempre en clase, un niño inquieto que se levantaba porque quería apoyar a otro compañero o preguntarle a la maestra sus dudas. Era un niño que no se acoplaba a un sistema y yo como mamá preocupada que iba más allá decía ‘es un sistema que no se acopla a mi hijo’”.
Sembrarles la semilla
Otra mañana como a las 9:40 estoy en un aula de la Upra con Alfredo y sus compañeros.
Es hora de clase con miss Paty Luna, la teacher de inglés.
Alfredo está sentado en su butaca, concentrado, anotando algo en su cuaderno.
Sonando la hora del break los chicos se levantan de sus lugares y se van en manada al patio.
Le pregunto a Alfredo que si lo puedo acompañar al receso y dice que sí sin muchas ganas.
Percibo en él cierta inquietud, como de querer zafarse de mí, es, dice, por una actividad que les dejó la miss Paty:
Escribir cinco oraciones con pasado progresivo, presente progresivo y si se puede futuro.
Entramos en la cafetería que es un barullo amplificado de estudiantes, todos mayores que Alfredo.
“A veces es tímido, pero la lleva bien, la lleva bien”, me dice Andrea Nohemí Serrano Lira, 17 años, la mejor amiga de Alfredo en la Universidad.
-¿Por qué tímido?
-Se avergüenza, yo creo que por la edad de los demás.
-¿Cómo es en clase?
-Da opiniones, participa, le preguntamos cosas a él, de que nos traduzca algo, le sabe, sabe de inglés.
Que da opiniones dice Andrea.
Y yo recuerdo lo que Alfredo me contó del colegio donde comenzó sus estudios.
“No podía expresarme libremente. También me aburría en clase porque ya me sabía los temas...”.
La rectora de la Upra, Cecilia de la Garza Martínez, dirá de Alfredo que lo ve como pez en el agua
“Está muy bien adaptado a su grupo, participa activamente, es un niño cero introvertido, hace muchas preguntas. Yo lo veo como pez en el agua. Cada que le pregunto ‘¿cómo estás, cómo te sientes?’, me encanta que siempre me sonríe y dice ‘estoy muy contento’. Desde un principio dejó su corazón en la Upra”.
En el bunker Sandra se está acordando de cuando ella, Manu y Alfredo, que habían nacido ciudadanos americanos, se mudaron a Estados Unidos, a Houston, para que los críos pudieran obtener el reconocimiento como niños sobredotados, y lo lograron.
Antes tuvieron que estar un ciclo escolar completo allá, Manu, como estudiante de tercero de kínder y Alfredo como alumno de segundo y tercer grado, simultáneamente, en una escuela del distrito donde vivían.
Ya luego las autoridades gringas validaron que Alfredo y Juan Manuel eran Niños GT, Gifted and Talented, dotados y talentosos.
De aquella época Alfredo, que entonces no sabía mucho inglés, guarda una anécdota en su memoria que sabe a lugar común, chiste de buen gusto.
“Cuando iban a dar el almuerzo me preguntaban ‘¿grape of juice o milk?’ y yo no sabía que era grape of juice, era jugo de uva, entonces nada más les señalaba la leche”.
Un año después tuvieron que regresar a Saltillo por razones de economía: la renta de la casa, la comida, el trasporte.
Sandra y Juan Arturo se pusieron a investigar en internet qué otras opciones había para sus hijos y encontraron la página del Centro de Atención al Talento (Cedat), una escuela para sobredotados en la ciudad de México que daba clases de potenciación en ciencias naturales, humanidades y matemáticas, a niños como Alfredo y Manu.
Juan Arturo y Sandra habían entendido que sus hijos no eran como los demás chicos, que eran dos genios con un hambre insaciable de conocimientos.
“Lo que queríamos era alimentar el hambre de conocimiento que tenían los niños”, dice Sandra.
Andando los días la familia estaba viviendo en un apartamento del tercer piso de un edificio en la Ciudad de México, al que Manu, describe como una pequeña pieza con un armario, dos camas y una tele chiquita desde donde los hermanos miraban Cartoon Network y Nickelodeon, después de clase.
-¿Sirvió el Cedat?, pregunto a Juan Arturo.
-Yo me imagino que sí ayudó. Como dijo el doctor Andrew, el papá de Andrew Almazán, el niño de 16 años que es médico y psicólogo, y de Dafne Almazán, la primera niña que entró a hacer una maestría en matemáticas, a ese tipo de niños hay que irles sembrando una semillita en diferentes áreas y por donde ellos se vayan hay que seguir.
Manu y Alfredo dirán que no les funcionó.
Después de 13 meses, por razones de economía, la familia Jiménez Valenciana se volvió a Saltillo.
“Por irnos a buscar algo mejor para ellos pues dejas solo el negocio y descuidas aquí, descuidas acá. Hasta que ya al último le dije a mi esposa, ‘¿sabes qué?, esta es la última oportunidad que vamos a tener porque ya se nos agotaron todas las fuentes de ingreso’, y me regresé de Ciudad de México nada más a cerrar dos negocios que teníamos. Y como el Ave Fénix, a renacer de las cenizas”.
La familia llegó a pagar hasta 10 mil pesos en educación cada semana.
Máquinas de aprender
Retorno con Sandra al bunker donde sus hijos, máquinas de aprender, se saciaban de conocimientos, allá, cuando nadie creía en la escuela en casa que se vino la pandemia y le gente tuvo que hacerse a la idea.
“Creo que ya fuimos un poquito reivindicados porque la gente empezó a entender que a la escuela no se va a socializar, se va a aprender”.
Era 2020.
A la sazón, Alfredo y Juan Manuel tomaban clases virtuales con maestros de Querétaro que enseñaban materias con nombres extraños.
De igual modo se unieron a la Fundación Panameña para la Promoción de las Matemáticas, (Fundapromat) y cada sábado tenían una sesión matemática de dos o tres horas.
“Eran actividades recreativas sobre matemáticas, a veces conferencias, más que nada juegos. Eso sí me gustaba”, cuenta Manu.
Sandra y Juan Arturo les habían contratado a sus nenes genios dos maestros privados que les enseñaran.
“Sí era difícil no tener una boleta de calificaciones, que la gente no entendiera que Alfredo y Manu iban más avanzados en conocimientos. Me preguntaban, ‘¿en qué grado va?’, y yo ‘no, no va en ningún grado’”.
Era la primera vez que Daniel García Navarro, 30 años, doctorante en ciencias de la ingeniería, el profesor que couchó a Alfredo y a Manu en matemáticas, física y química por más de tres años, daba clases a niños y la primera vez que daba clases a dos niños genio.
Me cuenta un atardecer otoñal como a las 6:30 en la terraza sin muros de un popular café.
Sandra lo había contactado gracias a una pariente lejana.
Daniel, que en ese tiempo estaba atiborrado de trabajo, se había negado a prestar sus servicios como docente particular.
Al final Sandra lo convenció.
Daniel platica cómo era dar clase a dos genios.
“Había días muy pesados y entonces de repente veías a los niños en el piso o picándose las costillas el uno al otro, jugando, son niños... A veces les decía ‘ey, ya vamos a concentrarnos’”.
La mayoría de las veces Daniel, Manu y Alfredo terminaban charlando sobre historia, geografía, teoremas, las células, los micro - organismos, los planetas.
“Era muy interesante platicar con ellos, me enseñaron a mí muchas cosas que no me había puesto a pensar, por eso me gustaba ir con ellos, conocen muchas cosas y tienen muchas ganas de aprender”.
Sandra tiene su propia teoría y dice que lo que pasó fue que el doctor se sintió identificado.
“Un joven con mucho potencial, que a lo mejor nunca fue diagnosticado. Él decía ‘esto es materia virgen, es algo que estamos creando y no sabemos a dónde vayan a llegar’”.
El día que Daniel vio en los periódicos la noticia del cumpleaños de Manu le dieron ganas de llorar y lloró.
Al cabo de algún tiempo y con la asesoría de Daniel y Ricardo Salazar, otro profesor, Alfredo y Manu, consiguieron terminar la secundaria abierta en solo dos meses y luego la preparatoria en seis.
Una proeza que solo a los genios les es dado conquistar.
“Eran muy fáciles todas las clases, los exámenes”, dice Alfredo con una certeza que pasma.
La madre dirá que no fue tan fácil.
“Fue difícil acreditar primaria hasta antes de obtener la dispensa de edad, de ahí brincar a secundaria se nos hacía difícil por la edad, porque no nos permitían, decían ‘sí que presenten, pero tu certificado de secundaria te lo voy a dar hasta los 15 años’”.
Alfredo evoca el día que su hermano, su madre y él se presentaron en la oficina de Alan Jonathan Vargas Hernández, director de Preparatoria Abierta de la Secretaría de Educación de Coahuila, para avisarle que habían concluido satisfactoriamente, en dos meses, sus estudios de secundaria y deseaban seguir la preparatoria.
Alan estaba asustado, desencajado, lo de Manu y Alfredo no es algo que pase todos los días.
“Nos dijo ‘pues tienen el certificado de secundaria y tienen todo lo que necesito, no les puedo negar el estudio”.
Para entonces, la prensa, que siempre está husmeando por todas partes, daba cuenta del caso de los niños superdotados Manu y Alfredo, que más temprano que tarde cobraría relevancia internacional.
Alfredo rememora la vez que buscaron en su despacho a Salvador Hernández Vélez, rector de la UAdeC, para notificarle que estaban por concluir el bachillerato y querían enrolarse en las filas de la Universidad.
Aquella visita fue para Alfredo de tristeza y decepción.
“En vez de decirnos ‘mucha suerte en el examen’ o ‘wow, ¿cómo le hicieron para llegar aquí?’, estábamos a la mitad de los exámenes de prepa, nos dijo ‘ah, bueno, no, no, yo no puedo saber si ese examen es verdadero’, siento que él lo tomó como un ‘a ver si pasan’. Y pasamos“.
Y pasaron, dice Alfredo. Manu en leyes, él en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas.
-¿Por qué Manu fue a leyes?, interrogo a Sandra.
-Un día les va a decir Manu. Fue una manera de protegerlo, de no exponerlo a tanto estrés, de arroparlo un poco, aun cuando sabemos que tiene la capacidad para una ingeniería...
Juan Arturo dice que él estaba preocupado:
“Yo le dije al director de Jurisprudencia, ‘nada más una cosa: él es un niño, no se les vaya a olvidar’”.
Alfredo que se había sentido poco acogido por las autoridades de la Facultad de Matemáticas tras la publicación de los resultados del examen en el que excedió por 17 puntos el mínimo de calificación, optó, por sugerencia de Francisco Saracho, secretario de Educación en Coahuila, presentarse a la prueba de admisión de la Universidad Politécnica de Ramos Aripze y aprobó.
“Nunca hubo un acercamiento por parte de la Facultad de Físico - Matemáticas y eso también nos asusta a nosotros porque nos hace pensar que la Facultad o que los directivos no están dispuestos a ser un poquito flexibles”, comenta Sandra.
Después gente del ambiente universitario me dirá con sorna que la Upra se robó a Alfredo.
Alfredo me cuenta sobre su primera visita a la universidad.
La rectora había invitado a la familia para un recorrido.
“Nos acogió muy bien, ella sí tenía ganas de que estuviéramos ahí, de que aprendiéramos en su universidad. Me dijo, ¿quieres una galleta, agua?’. Y me dijo ‘estamos viendo la posibilidad de una beca’, nos deseó mucha suerte. Fue un apoyo que me sirvió y pasé el examen”.
Apenas y me cuesta creer que cuando Alfredo y Manu terminen la universidad aún serán menores de edad, dos niños.
Y quizá todavía les guste pegarle a la piñata.
Siguen siendo niños
Una mañana en plena jornada escolar el director de la Facultad de derecho llamó a Manu aparte, quería, dijo, tratar un asunto importante con él.
Era la víspera del 9 de octubre, el día del cumpleaños 12 de Juan Manuel, y en la Facultad querían hacerle una fiesta.
“Le pregunto ‘¿te hacemos un pastel con tu salón o hacemos uno con todos los del turno matutino?’, dijo ‘estaría bien’, le dije ‘¿uno para todos?’, le dije ‘porque no te gustan las piñatas...’, dijo ‘no, sí me gustan’”, cuenta Alfonso Yáñez.
Y vino lo de la piñata.
Días atrás en la casa de los Jiménez Valenciana, Juan Arturo, el padre, respira como quien se ha quitado una losa de encima.
“Ah, eso es lo que yo quería, que no se les olvidara que sigue siendo un niño...”.