A un año de la pandemia que paralizó al mundo, los roles de género se reforzaron afectando la dinámica familiar y dejando en estado todavía más vulnerable a las mujeres
- 10 mayo 2021
MADRES TRABAJADORAS, DURANTE LA PANDEMIA
Ser mamá trabajadora en México es difícil por el contexto de vulnerabilidad y desigualdad social. La pandemia por COVID-19 que llegó en marzo de 2020 agravó todo lo anterior, exponiendo complicaciones laborales, aumentando el desgaste físico, mental y emocional, además de recrudecer situaciones de violencia en todo el país.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) estima que las mujeres invierten 78 por ciento de su tiempo en labores del hogar no remuneradas (como el cuidado de los hijos o el mantenimiento de la casa), frente a un 25 por ciento de los hombres.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) afirma que el impacto de la pandemia por la COVID-19 hizo que la participación femenina en el mercado laboral retrocediera 10 años.
Datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública precisan que, solo durante la pandemia, se han registrado 260 mil 67 llamadas por violencia contra la mujer.
Además, casi la mitad de las familias heteroparentales en México se consideran disfuncionales ya que, según el INEGI, en 4 de cada 10 casos el padre no se hizo responsable de sus obligaciones, dejando a la madre con la carga económica y afectiva.
Las consecuencias no son solo físicas, ya que el trastorno depresivo ha crecido con severidad entre las mujeres, según la Secretaría de Salud Federal, convirtiéndose en el primer lugar de discapacidad.
Si tomamos en cuenta que en 2018 la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica en México identificó a más de 22 millones de mujeres de 15 a 49 años que han estado embarazadas al menos una vez durante su vida, es claro que se trata de una situación urgente, pero silenciosa, casi invisible.
No son solo datos fríos, no son situaciones aisladas. Se trata de mujeres reales con problemas cotidianos. Situaciones que en algunos casos han tenido consecuencias fatales. Estos son apenas cuatro testimonios coahuilenses, pero historias como estas hay más en todo México.
MADRES TRABAJADORAS, DURANTE LA PANDEMIA
Ser mamá trabajadora en México es difícil por el contexto de vulnerabilidad y desigualdad social. La pandemia por COVID-19 que llegó en marzo de 2020 agravó todo lo anterior, exponiendo complicaciones laborales, aumentando el desgaste físico, mental y emocional, además de recrudecer situaciones de violencia en todo el país.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) estima que las mujeres invierten 78 por ciento de su tiempo en labores del hogar no remuneradas (como el cuidado de los hijos o el mantenimiento de la casa), frente a un 25 por ciento de los hombres.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) afirma que el impacto de la pandemia por la COVID-19 hizo que la participación femenina en el mercado laboral retrocediera 10 años.
Datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública precisan que, solo durante la pandemia, se han registrado 260 mil 67 llamadas por violencia contra la mujer.
Además, casi la mitad de las familias heteroparentales en México se consideran disfuncionales ya que, según el INEGI, en 4 de cada 10 casos el padre no se hizo responsable de sus obligaciones, dejando a la madre con la carga económica y afectiva.
Las consecuencias no son solo físicas, ya que el trastorno depresivo ha crecido con severidad entre las mujeres, según la Secretaría de Salud Federal, convirtiéndose en el primer lugar de discapacidad.
Si tomamos en cuenta que en 2018 la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica en México identificó a más de 22 millones de mujeres de 15 a 49 años que han estado embarazadas al menos una vez durante su vida, es claro que se trata de una situación urgente, pero silenciosa, casi invisible.
No son solo datos fríos, no son situaciones aisladas. Se trata de mujeres reales con problemas cotidianos. Situaciones que en algunos casos han tenido consecuencias fatales. Estos son apenas cuatro testimonios coahuilenses, pero historias como estas hay más en todo México.
Las mujeres invierten 78 por ciento de su tiempo en labores del hogar no remuneradas; los hombres un 25 por ciento: Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social.
EL AGRESOR ESTÁ EN CASA
Los 35 grados del mediodía golpean Torreón sin piedad. Wendy, de 51 años, camina con el rostro cubierto de sudor mientras sostiene una sombrilla. Pero no solo se cubre del sol, también oculta su rostro y voltea de un lado a otro. No quiere que la reconozcan.
Ella pide que no publiquemos su nombre real y hacer la entrevista en un lugar público. No quiere que su marido se entere que salió de casa para hablar de su vida, de lo que le pasa, de lo que piensa, de lo que siente.
Está segura de que él la vigila todo el tiempo, incluso ahora. Por eso la paranoia, por eso el miedo. No es sorpresa si se considera que en este país 7 de cada 10 mujeres viven violencia, de acuerdo con la ONU México. De ahí que sus manos tiemblen todo el rato.
Wendy es madre de dos hijos: un adolescente de veinticuatro años y una mujer de veintisiete. En 2019, su hija quedó embarazada de un niño y terminó sola al cuidado de este, luego de que el padre no se hiciera responsable. Una situación que en 2010 afectaba a cuatro de cada 10 familias en México según los datos más recientes del INEGI.
Desde entonces, Wendy, su marido, sus dos hijos y su nieto, viven bajo el mismo techo.
Hace siete años ella atiende una estética en su propia casa. Recibe clientas mientras cuida del niño de dos años, mientras el resto de su familia apenas aporta con los gastos. Su esposo, aunque trabaja en un taller mecánico, deja solo unos cuantos pesos a la semana. Su hija sale de casa sin dar explicaciones. Y el hijo menor ni estudia ni trabaja.
La pandemia por COVID-19 empeoró la cosas con el “quédate en casa”. Por un lado, sus labores domésticas no remuneradas aumentaron mientras los ingresos disminuyeron. Una situación que afectó a otras 20 millones de mujeres según la Encuesta Telefónica de Ocupación y Empleo.
–A veces solo como dos veces al día porque todo se va en pañales, luz, agua, internet. Y todavía mi hija se enoja conmigo.
Wendy fuma un cigarro mientras hace una pausa.
–Qué porque es culpa de nosotros, sus padres, que estemos jodidos.
Las mejillas de Wendy se enrojecen y llora.
–Si supiera la infinidad de veces que me he sentido mala madre.
Cuenta también que una noche de septiembre de 2020, mientras dormía, escuchó un portazo. Asustada, salió de la habitación para encontrarse con la figura tambaleante y ebria de su esposo.
De la nada, él la jaló del cabello y la sometió contra el suelo. Los golpes y gritos se hundieron en la oscuridad. Fue el hijo de Wendy quien los separó y llamó al 911.
Y no, no se trata de una situación aislada. Tan solo en el marco de la emergencia sanitaria, el Centro Nacional de Información del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública ha registrado 260 mil 67 llamadas por violencia contra la mujer.
Al día siguiente, Wendy liberó a su agresor de las celdas municipales. Su hija se molestó con ella por haberlo denunciado.
El Instituto Municipal de la Mujer en Torreón lanzó durante la pandemia un protocolo de atención a las mujeres que sufren violencia. Consiste en repartir despensas y visitar los domicilios de sus usuarias para verificar que no estén en riesgo.
No obstante, Wendy desconoce de este servicio.
Paloma Lugo, investigadora en temas de género en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de Coahuila, opina que el tema de “quédate en casa” no tomó en cuenta los impactos diferenciados y desventajosos de las mujeres.
–La primera respuesta automática que una mujer víctima de violencia de pareja hace, en el contexto familiar, es salir de casa. Entonces resulta que ahora no puede salir de ésta –precisa Lugo–. Ahí están algunos de los resultados.
Wendy se queda en silencio un rato. De pronto una llamada telefónica la pone alerta.
–Dame media hora– suelta entre dientes.
Cuelga. Apaga lo que le queda de cigarro. Sus manos todavía tiemblan. Sonríe con timidez y se va.
¿UNA MAMÁ, AUSENTE?
La alarma de Gabriela Alfaro Quintero suena a las seis de la mañana. Estira su cuerpo. La espalda le duele. Todavía está cansada. Con los ojos aún cerrados, e irritada por el sonido en loop de la alarma, se levanta a tientas.
Después de bañarse, va a la cocina para preparar el desayuno de su marido (quien sí trabaja fuera de casa) y Carolina, su hija de seis años, que tiene clase dentro de una hora.
Alista laptop, cuadernos, lápices y colores para la escuela de Caro. La levanta, la peina, y le pone el uniforme escolar que exigen en sus clases en línea.
En México se contabilizan más de 22 millones de mujeres de 15 a 49 años que son madres: Encuesta Nacional dela Dinámica Demográfica en México.
Gaby regresa a la cocina para preparar su desayuno. A las 9:00 se conecta por videollamada con el grupo del jardín de niños en el que trabaja: es maestra en Saltillo.
Abre un grupo en Facebook que tiene para el salón, y manda las actividades del día. Contesta dudas. Y sube una que otra imagen en las que se lee: “No te rindas”, “Lo mejor está por venir”, “Saldremos más fuertes de esta”.
A Gaby le gusta dar ánimos a las familias, aunque siente que a ella nadie se los da.
Durante la mañana, Gaby revisa tareas, contesta a las madres que le mandan mensajes por privado, auxilia a su hija, quien frecuentemente le pide ayuda con las actividades que le encarga su profesora.
La mayoría de los días, Gabriela despierta a Caleb, su bebe de dos años y lo deja ver televisión mientras desayuna en el cuarto contiguo al suyo.
Pero hay ocasiones en que, sin tregua, el niño llega caminando hasta su espacio de trabajo, pidiéndole brazos. Entonces tiene que dejar lo que está haciendo, para prepararle el desayuno, quedándose un rato con él, vigilando que coma todo.
Por cierto, el comedor es también su salón improvisado ya que no tiene un escritorio desde el cual dar clases.
Cada tanto tiene videollamada con otras maestras. Pero no pasan ni diez minutos cuando es interrumpida nuevamente por Caleb, quien escala por el regazo de su madre y saluda a quienes están frente a la pantalla.
De repente, el niño pasa de la sonrisa al llanto. Su madre tiene que apagar la cámara para calmarlo. Del otro lado de la pantalla, las maestras ríen. Aunque Gaby se avergüence de esto, a Caleb le apodan “el subdirector” porque está presente en todas las llamadas y suele aparecer sin aviso previo.
Cuando la maestra vuelve a encender la cámara y se disculpa no alcanza a reincorporarse al trabajo porque escucha el “¡Mami ayuda!” de su hija, quien grita desde el otro extremo de la casa.
La fatiga invade el cuerpo de Gaby. Su espalda y cabeza se intercalan para provocarle dolores punzantes. Desea que su hija pudiera hacer las cosas por su cuenta, pero recuerda que hace unas semanas, mientras hacían tarea juntas, la pequeña le dijo llorando:
– Mami, es que tú quieres más a tus alumnos que a mí.
– Claro que no los quiero más que a ti, mi amor – le dijo con voz temblorosa.
– ¿Y por qué a ellos no los regañas? ¿Por qué con ellos si juegas y cantas?
Gaby quisiera dedicarles más tiempo a ellos, pero la realidad la frena al igual que a muchas otras madres en esta situación.
UNA CRISIS MENTAL
Lucila es profesora universitaria, madre soltera de una niña de 7 años, cuidadora del hogar y cocinera. Antes de la pandemia sentía que podría con todo, pero ahora enfrenta crisis de ansiedad.
–(En enero) estuve semanas completas sin dejar de llorar –dice mientras observa un punto fijo, y agacha la mirada–. Era una depresión permanente en la que, aun con terapia y todo, me sentía sin energía. No había descansado durante un año. Y nada me ayudaba.
El trastorno depresivo es el primer lugar de discapacidad en mujeres: Secretaría de Salud
La psicóloga y especialista en género, Graciela de Lara, explica que con la llegada de la pandemia, y el regreso de las mujeres al hogar, los roles de género han vuelto a reforzarse.
La OMS afirma que los problemas de depresión y la baja autoestima se han incrementado en el último año. En México, el trastorno depresivo ocupa el primer lugar de discapacidad para las mujeres, según la Secretaría de Salud. Tan solo en Torreón, el DIF ha calculado un aumento del 20 al 30 por ciento en el número de mujeres en busca de ayuda psicológica.
Sin embargo, más allá de las estadísticas oficiales hay una cifra negra, un mundo alejado de todos los programas gubernamentales o apoyos sociales, donde los problemas se agravan cada vez más.
Arrinconada por la incertidumbre, Lucila ha tenido que llamar al padre de la niña, como último recurso, para pedirle ayuda con su cuidado. Es pesado equilibrar el trabajo con la educación de su hija. Para algunas personas lo es tanto que se quedan sin opciones.
La Asociación de Recursos Humanos Coahuila Sureste afirma que, de 121 mil mujeres mexicanas que trabajaban en la industria privada, el 5.1 por ciento tuvieron que dejar su empleo para dedicarse exclusivamente al cuidado y educación de sus hijos.
ENFERMEDAD MORTAL
Torreón, Coahuila. Jueves 17 de septiembre de 2020.
Encerrada en su habitación, Katia González Santana, de 44 años, yace tumbada en su cama. En una esquina se encuentra un escritorio repleto de papeles y cajas de medicina. Katia se agarra el pecho con fuerza y batalla para respirar. El dolor es insoportable. Se retuerce, e intenta no llorar tan fuerte, cuando escucha que unos pasos se acercan y se abre la puerta.
–Mamá, ¿Estás bien? – pregunta confundido Rocco, su hijo de 11 años.
–Sí, hijo. Nada más déjame llorar porque me duele mucho. Deja me desahogo. Ahorita se me pasa– responde Katia, sollozando – No llores tú, por favor.
Horas después, Katia llama a su madre para pedirle que cuide de sus hijos, Rocco y Saúl, de 14 años, durante el fin de semana; el dolor en el pecho no la deja atenderlos. Katia no lo sabe ahora, pero estos son los últimos días de vida al lado de sus hijos.
La participación femenina en el mercado laboral retrocedió 10 años con la pandemia: Comisión Económica para América Latina y el Caribe.
Antes de comenzar la cuarentena, las principales preocupaciones de Katia eran las cuestiones económicas. Un problema que enfrentaba con sus trabajos como psicóloga clínica y maestra de secundaria en un colegio privado de Torreón.
Pero ya saben, la pandemia llegó y se robó la normalidad. Por eso Katia dejó de dar terapia, perdiendo la mayor parte de sus ingresos, dependiendo únicamente de su labor como docente.
Sin embargo le rebajaron el sueldo por una casa de Infonavit que nunca ocupó, además de las cuotas de las becas que tenían sus hijos en la misma institución donde trabajaba. Katia terminó ganando mil pesos a la quincena. Y para una madre de dos hijos, que además padecía de hipertensión y diabetes tipo dos, eso eran migajas.
El costo de los medicamentos era desproporcional a sus ganancias; pastillas para la presión alta, 500 pesos; insulina, 500 pesos; inyecciones de insulina simulada, 2 mil pesos. Todo esto sin contar canasta básica ni otros servicios.
Su padre, Héctor González, y su entonces novio, Pablo Lomelí, le ayudaron con los gastos, aunque Katia detestaba pedirles apoyo económico, incluso cuando siempre estaban ahí.
A los pocos meses, la mujer tuvo que retomar las terapias para recuperarse en lo económico, pese al riesgo en su salud y la de sus hijos. Encima cuando su consultorio estaba en casa.
De acuerdo con ONU Mujeres, tan solo 25 países (12 por ciento del total) han introducido medidas para el combate a la violencia contra la mujer; el apoyo a cuidadores; y el refuerzo a la seguridad económica, y de salud de las mujeres.
En México el gobierno federal tiene solo cuatro programas, todos enfocados en apoyos económicos.
Uno de ellos es el “Apoyo a Madres Jefas de Familia” donde se busca que las mujeres culminen sus estudios superiores. El Consejo nacional de Ciencia y Tecnología colabora, entre otros beneficios, para asignar 3 mil pesos mensuales y 2 mil al inicio del ciclo escolar.
También está el “Apoyo para el Bienestar de las Niñas y Niños Hijos de Madres Trabajadoras”, que brinda mil 600 pesos bimestrales por infante o 3 mil 600 en caso de que el niño o niña tenga alguna discapacidad.
El tercer programa es el “Apoyo a la Educación Básica de madres jóvenes y jóvenes embarazadas”, enfocado en que las mujeres terminen su educación básica y consta en 850 pesos mensuales por hasta 10 meses.
Finalmente está el “Apoyo Integral a Madres Solas Residentes de la Ciudad de México”, destinado dar apoyos alimenticios, médicos, atención psicológica, jurídica, recreativa y cultural a mujeres capitalinas con hijos o hijas menores de 15 años.
Katia, sin embargo, no conoció ninguno de estos apoyos.
En junio de 2020, Katia contrajo COVID por una paciente que consultó. Con ello vino un progresivo deterioro físico y mental. En este periodo sus hijos estaban en Saltillo de vacaciones (donde vive el padre).
Katia estaba sola. Héctor, Pablo, y Gisela, su mejor amiga, le llevaban comida en la entrada de su casa, y platicaban detrás de la ventana. La veían pálida, ojerosa, y hablando despacio. Llegó a pasar hasta 24 horas sin dormir, sufría dolores corporales e intensos dolores de cabeza.
–El ciclo escolar se aproximaba, y no había día en que el colegio llamara para saber cómo estaba para que Katia pudiera mandarles la planeación del semestre entrante –dice Karina, prima de Katia, quien hablaba con ella todos los días por mensaje.
Cuando les dijo “ya me siento mejor”, el trabajo le cayó de golpe.
A pesar del cansancio y las secuelas respiratorias que dejó el COVID, Katia se sentía comprometida con el trabajo del colegio; por cada día que faltara, le descontarían 300 pesos de los mil que le pagaban.
–Por parte del colegio no recibió ningún apoyo. Realmente no les importó, hasta ahora que ya todo pasó– las lágrimas de Karina empiezan a desbordar sobre su rostro–. Al morir, el colegio otorgó a los niños, una beca completa hasta el término de preparatoria.
Viernes 18 de agosto de 2020. Katia termina de dar clases. Les pide a sus hijos que se preparen. Se encorva para disminuir el dolor de pecho que no para de crecer. Al llegar la abuela, Rocco y Saúl se despiden con un “adiós mamá”, y Katia sale caminando en busca de un hospital.
“Es COVID, no podemos atenderla”, le dicen al llegar al Hospital Centro Médico de la Mujer. Katia no sabe qué hacer, y llama por teléfono a su mejor amiga.
Gisela, luego de preguntarle en dónde estaba, la recoge en su auto, y la lleva al Sanatorio Español, un hospital privado de Torreón.
Al llegar, Katia necesita oxígeno. “Son solo secuelas. Su ritmo cardíaco está bien”, le dice una enfermera después de hacerle un ecocardiograma.
Más tarde, y no convencidos del resultado médico, Katia le pide a Pablo que la lleve hasta Gómez Palacio, Durango, con su padre. Él la lleva al hospital San José.
Héctor encamina a su hija hasta la recepción de pacientes, en la sala de emergencias. Katia apenas puede caminar, y al ver su estado, es atendida de inmediato por el personal médico. La suben a una camilla, y desaparecen junto con Katia al atravesar una puerta.
– Papá... ya no puedo más... me voy a morir... te amo – fue lo último que Katia dijo a través de un audio para su padre, antes de que su corazón se detuviera por un infarto, durante la madrugada del sábado 19 de septiembre.
La pandemia solo vino a evidenciar lo que ya existía: una desigualdad de oportunidades, de brecha salarial, de cuidados no remunerados. El poco apoyo por parte del gobierno y empresas, así como la violencia de género, y la negligencia de los centros médicos.
Y es que, según especialistas de género, como Paloma Lugo y Graciela de Lara, a las mujeres se les ha adjudicado un rol, impuesto por un sistema patriarcal, en el que las responsabilidades han sido institucionalizadas, y por tanto, reproducidas, normalizadas e interiorizadas.
Este reportaje forma parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Norte, un proyecto del International Center for Journalists, en alianza con el Border Center for Journalists and Bloggers.