Activistas de una tarde
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Para el momento en que usted lea esto ya será noticia vieja el ataque contra una pieza de Vincent Van Gogh en el National Art Gallery de Londres, perpetrado por dos “activistas ambientalistas”.
Phoebe Plummer, de 21 años, y Anna Holland, de 20 (lo bastante grandes como para ser enjuiciadas como adultas, pero no lo suficiente para que se les termine de curar el acné de la cara) ingresaron a la Galería y, una vez frente a la obra que fijaron como su objetivo, una de las distintas versiones de “Los Girasoles” que pintó el genio impresionista, le arrojaron sendas latas de sopa de tomate Heinz. Acto seguido y con la ayuda de un superadhesivo se pegaron a la pared con las palmas de sus manos.
El par de intensas fue arrestado casi de inmediato y la Galería pronto emitió un comunicado informando que la pintura no había sufrido mayores daños gracias al vidrio que la protege. Al parecer sólo fue el susto, por lo que bastó con ofrecerle un bolillo al cuadro.
Durante su ataque-performance-protesta, las “activistes” (una de ellas se identifica como persona “no binarie”) gritaron algunas consignas:
“¡Alto a los comerciales de YouTube! ¡Basta de ponerle piña a la pizza! ¡Dejen de fingir que los Dj son músicos!”.
Lo cierto es que sus demandas eran de corte ambientalista, pero no las reproduciremos en este modesto espacio para no darle más bola a dichas ideas que, por bien intencionadas que pudieran ser, además de ingenuas e irreales fueron promovidas de una de las peores maneras posibles (iba a decir “de la peor forma”, pero en realidad hay otros métodos mucho más atroces de promover una lucha).
Destruir el patrimonio de la humanidad, privar al mundo de una de las pocas cosas bonitas y perdurables que tenemos no será condonado jamás por ninguna causa, principalmente porque no existe correlación entre la destrucción de la belleza y la repentina toma de conciencia.
No hay evidencia empírica que indique que luego de atacar la obra de uno de los pintores más queridos y venerados del mundo, los grandes corporativos reflexionarán sobre su impacto en el medio ambiente:
“¿Ya vieron? ¡Ya le embarraron frijoles con chorizo de la Costeña a “Las Meninas”! Caballeros, creo que no podemos postergar más lo inevitable; es momento de apostar todo por las energías renovables”.
Pues, no, el mundo no funciona así. Y la verdad es que no me interesa disertar sobre las muchas maneras en que esta forma de activismo es tan absurda como inútil, me da flojera y usted seguramente lo puede deducir. Pero no voy a perder la ocasión de ironizar sobre el hecho de que estas militantes de la axila verde protestaban contra el uso del petróleo y sus derivados, pese a que el tinte de cabello con que expresan su individualidad es muy probablemente un producto de la petroquímica, lo mismo que la tintura de su ropa y con toda seguridad el “superglue” o Kola Loka que utilizaron para adherirse a la pared.
Son jóvenes y en esa misma proporción son idiotas (se corrige con la edad, pero no necesariamente); se entiende que tengan inquietudes y crean que a nadie antes se le había ocurrido manifestarse violentamente contra los males que aquejan al planeta.
Quizás, si están dispuestas y alguien les ayuda, puedan entender que el mundo es mucho más complejo; que una decisión súbita de dejar de consumir hidrocarburos probablemente mataría a la mitad de la humanidad y que es mejor involucrarse en la ciencia, ponerse en contacto con sus congresistas o con las empresas en cuestión presentándoles un pliego de demandas razonables y factibles si es que de verdad quieren cambiar algo y no nada más protagonizar el video de la semana.
No muy lejos de aquí, en el lindo Monterrey, otras comprometidas activistas lograron una conquista social que definitivamente redefinirá la lucha por la igualdad de género y sellará el destino del perverso patriarcado falócrata, pitocéntrico, heterochingativo y machorrepresor.
Un grupo de mujeres encabezadas por la actriz Laisha Wilkins se apersonó en un bar regiomontano que tradicionalmente sólo maneja como clientela lo que viene siendo el caballero, el varón, el vato, el pelado.
Estas próceres del feminismo ingresaron al centenario bar-restaurante El Indio Azteca y luego de apoltronarse exigieron que se les diera servicio, mismo que finalmente se les proporcionó.
El personal estaba muy desconcertado, pues jamás habían servido tragos y botana para unas damas, pero pese a la confusión y gracias a la pericia del capitán de meseros, lograron completar la misión con éxito.
Los que no la pasaron tan bien fueron los comensales, quienes acuden allí para desahogar y olvidar sus penurias derivadas de la convivencia con el sexo opuesto, por lo que fue traumático ver ingresar a este santuario a un grupo de mujeres profanadoras: “No sé si un día logre superarlo; fue como el Vietnam de los centros botaneros”, dijo un parroquiano.
Las mujeres se tomaron la selfie para subirla como testimonio a redes sociales y tengo entendido que ni siquiera consumieron lo que habían pedido (inteligente decisión), retirándose casi de inmediato.
Y lo gracioso es que lejos de ser celebrada, esta acción generó mucho repudio en redes ya que la mayoría de los internautas consideró su “logro” como estéril, ridículo, derivado del hambre de atención y que para colmo diluye la atención sobre la verdadera lucha feminista o bien, la desvirtua al tratar de equipararse.
Y sí, estoy seguro que constitucionalmente no hay criterios para negarle el servicio a ninguna persona en función de su sexo. Pero otra vez, la vida es más complicada que eso y se necesitan dichos espacios exclusivos para que unas y otros se sientan seguros y/o a sus anchas. Y el mundo no va a, ni debería de, detenerse por ello.
¿Es discriminación? Probablemente, pero no más que la línea rosa del metro o los gimnasios y bares sólo para damas, que parten de la premisa de que todos los hombres somos violentos, violadores y un peligro en potencia. No creo que lo seamos y aún así sería necio tratar de ingresar a dichos sitios, como hombre, alegando inconstitucionalidad.
De manera que quizás tengamos que obviar lo obvio en aras de una mejor convivencia, pues no deja de ser deseable que uno y otro grupo tengan sus propios espacios exclusivos (y el que quiera comparar esto con la segregación racial, le sugiero que mejor se vaya a tomar por Culiacán, unas micheladas).
El verdadero activismo está muy retirado del glamour y de la notoriedad que pueden dar las redes sociales; poco tiene que ver con el romanticismo de las consignas, las pancartas, los pelos verdes y los puños cerrados. Las conquistas son carreras de resistencia, no de velocidad y ciertamente tampoco concursos de popularidad.