Acuña
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Decir que Acuña fue un poeta infortunado es redundancia. Todos los poetas han de ser por lo menos un poco infortunados. Si no lo fueran les sería muy difícil escribir poemas. Podrían hacer cumbias, mermelada de chabacano, programas de computadora, pero poemas no. Para hacer un poema se necesita estar algo tristón, porque si no te salen cosas como:
Para celebrar su triunfo
quiere el General Rivera
que hoy mismo le traigan unfo-
nógrafo de primera.
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A Acuña las cosas le salieron muy mal en vida. Y en muerte también. Cuando en 1949 se celebró aquí el centenario de su natalicio -si son menos de 100 años se puede decir “nacimiento”, pero de 100 años p’arriba debe decirse “natalicio”; menos en el caso de don Benito Juárez, que a partir de que cumplió un año ya tenía natalicio-; cuando se celebró en 1949, digo, el centenario del natalicio de Acuña, tuvo lugar en el Cinema Palacio una solemnísima velada literario-musical. Ahí actuó la Sinfónica de Coahuila, creada especialmente para el efecto y descreada para todos los efectos al término de la dicha velada.
En aquella ocasión el número principal de la ceremonia iba a ser la actuación de Manuel Bernal, llamado El Declamador de América, quien recitaría el inmortal Nocturno a Rosario. Salió a escena don Manuel -no se me olvida- ataviado con elegante esmoquin, y fue recibido por el público con una ovación atronadora. En aquellos años el arte de la declamación gozaba de mucha respetabilidad, no como ahora, que en una reunión empiezas a recitar un poema y te arrojan toda suerte de objetos innombrables, y luego te corren de mala manera y ya no te vuelven a invitar. O tempora! O mores!
En aquella época no: los declamadores -y sobre todo las declamadoras- eran aceptados en la buena sociedad, y hasta les daban de cenar y todo. Podían recitar El Himno a Los Andes, por José Santos Chocano, que dura una hora 16 minutos, si te vas aprisita, y nadie se levantaba de su silla. La gente hasta lloraba, si iba a haber cena. Eso nadie me lo cuenta: yo lo vi.
Salió don Manuel Bernal -sigo el relato- y la gente lo saludó con una ovación atronadora, ya lo dije. Luego se hizo un profundo silencio. Y empezó el Declamador de América:
Pues bien: yo necesito decirte que te adoro;
decirte que te quiero con todo el corazón;
que... que... que...
Hasta ahí llegó. No pudo pasar más adelante. Muchos de los presentes se sabían de memoria el poema, pero nadie se atrevió a levantar la voz para decirle a Bernal lo que seguía. ¿Soplarle al Declamador de América? ¡Ni en sueños!
Después de enjugarse con el pañuelo la amplia frente perlada de sudor Manuel Bernal dijo una excusa: había viajado muchas horas en tren, y la memoria lo traicionaba. En vano volvió a empezar de nuevo, y una vez más. No pudo continuar. Con la cabeza baja salió del escenario. Se hizo otro profundo silencio y luego el público, muy educado, le brindó un aplauso.
Lo dicho: un hado adverso persigue a Acuña. Pobre.
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