Café Montaigne 244
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A mis 57 años de tránsito sobre la tierra me ha pasado de todo. Y todo es todo. Siento, para bien. Como ha dicho en su aforismo célebre el abogado Gerardo Blanco Guerra, me voy a ir del planeta tierra con la vida muy raspada, con equipaje ligero y claro, con las cuentas del banco vacías, limpias. Esto último no es novedad. En el invierno de mi vida, me siento y estoy viejo. Es un orgullo, no un quejido.
Lo he publicado varias veces en este espacio de VANGUARDIA: desde chavo, desde joven, siempre quise ser viejo como veía a mi padre, el sastre de oficio José Cedillo Rivera. Acodado en su máquina de coser, la famosa “Singer”, le veía diario apasionado en su tarea milimétrica y paciente. Tal vez por esto, por ello, su servidor es escritor. Texto y textil tienen su raíz compartida: tejer finamente con lápiz o pluma las palabras, metáforas y enunciados para ofrecer un buen texto, una buena pieza escrita con la urdimbre íntima del mejor hilo disponible: la imaginación del poeta, del escritor.
Lo de ser viejo como mi padre ya se me cumplió por lo pronto. Lo de llenar sus zapatos o su blazer y camisas perfectamente almidonadas y acicaladas, siempre vestido como figurín de lotería mexicana o caballero inglés, aún no se me ha dado y creo, jamás le llegaré a su estatura y belleza otoñal. Ya soy viejo por lo pronto. Y esto de estar viejo y de mojar mi tinta en todos lados y en todos los problemas es un pálido y sólo sea un motivo de estirar la vida por lo cual me llegan historias y episodios de todo tipo de pelaje. La vida, la verdad, me sigue maravillando.
Y como soy viejo, ha últimas fechas me ha pasado algo raro. Digamos, o por decir lo menos. Conforme fueron pasando los días y debido a azares los cuales se fueron anudando como cuentas en un rosario... he dejado de beber alcohol. Al momento de redactar este texto, tengo al menos cuatro semanas sin probar gota de alcohol. No es cuestión de heroísmo, promesa o eso conocido como “manda” ni fui con los hermanos de “Alcohólicos Anónimos” ni nada de eso; han sido cosas del destino llamado azar, el harto trabajo el cual he tenido, una recurrente molestia de ojos la cual me ha tenido en atender su evolución y en fin, todo ha conspirado para no beber.
Soy abstemio por azar. Lo peor: me ha gustado mucho y no sé cuándo volveré a beber. En serio. Ahora bien, mi fama de borracho empedernido imagino no me la voy a quitar nunca. Cosa la cual he alimentado y dicha fama negra me acompaña. Yo sin problema de eso. Pero ahora sin beber, me he puesto a pensar en esas figuras de la literatura universal las cuales dejaron una obra portentosa apenas bebido lo mínimo de alcohol o de plano, jamás tomaron una gota de licor. Jamás. ¿Borrachos y escritores, músicos y artistas? Pues la gran mayoría, aunque no pocas veces, el alcohol no ha sido un trampolín de creación, sino una vía de escape cuando ya está lista la obra de arte y casi siempre con una finalidad autodestructiva.
Esquina-bajan
Ando de abstemio por azar. Acaso destino. Y al día de hoy, por gusto y elección. Abstemia fue la gran poetisa Emily Dickinson (1830-1886). En los lustros los cuales deambuló sobre la tierra, la Dickinson apena salió de su lugar de nacimiento donde vivía con sus padres, Amherst, Nueva Inglaterra. Y vaya, no sólo no abandonó su pueblo, apenas si salía de su habitación y menos, menos bebió una copa de licor.
Pero es dueña de una poesía poderosa, intimista, metafísica, la cual buscó el misterio no afuera, sino adentro de su alma. Sí, donde giran las grandes pasiones y tormentas del mundo. En uno de sus poemas (sólo vio ocho de sus textos publicados en vida) así habla de su soledad y apuesta de vida:
Un alma con un Huésped
Raro es que marche fuera,
Pues la divina multitud en casa
Anula tal deseo.
Pues sí, el escritor siempre estará él con sus fantasmas. Cosas raras me suceden ahora de abstemio: he salido dos o tres ocasiones a compromisos sociales los cuales no me pude negar. Cuando pido un agua mineral, un té o una Coca-Cola, se desata una tormenta. Aunque esos interlocutores realmente ni beben o beben acaso una copa o dos, se han vuelto locos cuando les digo de mi negativa. Y cosa curiosa de mexicanos: lejos de alabar y respetar mi decisión, a uno lo inducen a emborracharse. A ponerse hasta el moco.
Tres o cuatro contertulios han coincidido en su comentario: cuando bebo, cuando ando briago, soy más divertido. Pues sí, me imagino. Los divierto con mi erudición enciclopédica al convocar citas y textos a granel. Los divierto, por lo cual, sirvo como bufón. Pero vaya pues, lo he publicado un par de ocasiones antes: jamás, jamás he escrito una línea de poesía o periodismo estando briago. No es mi caso. Necesito de todas mis neuronas frescas y lúcidas para escribir (como hoy, este texto). ¿Andar de briago? Pues sí, cuando eso pasaba jamás deseaba escribir una línea. Lo único apetecible para mí era seguir la parranda y de preferencia, con una lady a mi lado.
Letras minúsculas
Espere usted aquí una saga de textos sobre ese matrimonio llamado: alcohol y literatura. Y dos: literatura y sobriedad. La verdad, voy a seguir bebiendo. ¿Cuándo? No lo sé.