Ciutti, el querido e inolvidable
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Se cumple un año más de la muerte de don Francisco Zúñiga, actor. En el mundillo del teatro saltillense nadie lo conocía por su nombre, sino por el de Ciutti, que así se llama el criado de don Juan Tenorio en la obra de Zorrilla. Cuando el Grupo Teatral “Virginia Fábregas”, de las señoritas Zapata, puso esa obra allá por los cincuenta, Zúñiga hizo el papel de aquel astuto servidor y se le quedó de por vida el remoquete.
Rara especie biológica son los actores. Y las actrices más. Son libres como el viento, y, como él, son también impredecibles. Querer sujetar a un actor a cierta disciplina es pretender domesticar al aire. De milagro hay funciones de teatro, digo yo. Por eso los norteamericanos tienen para cada actor lo que se llama un stand up, alguien que actúa en lugar del principal cuando no llega, o viene cayéndose de borracho, o es víctima de un súbito ataque esquizofrénico en el preciso instante en que el traspunte avisa que va a levantarse ya el telón. En esos trances el director llama al stand up, y este suplente sale a escena por el otro.
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En México no se conoce esa figura. Y si la hubiera, cada stand up tendría que tener un stand up, y éste también necesitaría su stand up –el stand up del stand up del stand up– y así sucesivamente hasta formar una larga fila de stand ups que saldría del teatro y le daría vuelta a la manzana.
Y sin embargo hay funciones de teatro en este país, y empiezan más o menos a la hora anunciada. Eso es para mí un milagro portentoso que no sé si atribuir a los dioses o a los misteriosos demonios que señorean sobre ese misterioso mundo que es el teatro.
Francisco Zúñiga se cocinaba aparte. Era disciplinado. El director decía que el ensayo comenzaría a las 8 en punto de la noche y Ciutti llegaba a las 8 en punto de la noche. Obvio es decir que aún no llegaba nadie. El director, que era el primero en hacer su aparición, iba cayendo por allá de las 9 y media de la noche. Y ahí estaba Francisco, memorizando sus parlamentos mientras venían los demás.
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Yo tuve la fortuna de conocer y tratar a este hombre excelente que por su edad y sus merecimientos llegó a ser el decano del teatro saltillense. Cuando fui director del Ateneo le encomendé el paraninfo, que cuidó siempre como a su propia casa. Le celebramos entonces los 25 años de su carrera de actor; le entregamos una placa alusiva –así se llaman esas placas– y luego nos fuimos a comer a “La Canasta”, y Pancho nos contó anécdotas del teatro de Saltillo. Tiempo después hizo el papel del ermitaño en una pastorela que escribí: invariablemente el público lo aplaudía en el monólogo con que empezaba su actuación, y luego, al final de la obra, lo ovacionaba con largueza.
“El señor Zúñiga”, lo llamaba los actores noveles con respeto. Y él era humilde y modesto. Jamás tuvo los humos que envanecen a algunos que por haber dicho una vez: “La cena está servida” se sienten ya un López Tarso, cuando no un Sir Laurence Olivier. Amaba el teatro, y mostraba ese amor en la manera que todos los llamados “teatristas” –la palabra no existe– deberían mostrarlo: respetándolo, y respetando al público que acude a él. En ese sentido hay en Saltillo una muy buena tradición. De ella es parte Pancho Zúñiga, el respetado señor Zúñiga, el querido e inolvidable Ciutti.
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