Cuento de Patos: La viuda
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Después de muchos rezos, de abundancia de novenarios y trisagios. El milagro que la señora pedía se hizo, y su marido se murió. Libre se vio la doña del estorboso impedimento de su cónyuge, que la importunaba de continuo con sus necedades.
Murió por fin el hombre, como dije. Se le veló en su casa, pues eran los tiempos en que la gente nacía, crecía y moría en su casa, no como ahora, que la gente nace en el hospital, crece quién sabe dónde y muere en el hospital también, generalmente antes de tiempo. Los vecinos sacaron los muebles de la sala y ahí se colocó la luctuosa parafernalia a cargo de la empresa de pompas fúnebres, que las hacía poco pomposas por falta de la debida tramoya. Unos raídos cortinajes de terciopelo que ya no tenía mucho, cuatro módicos cirios de medio uso o tres cuartos y un crucifijo de sospechoso metal formaban toda la escenografía. Y ahí quedó el difunto, serio, serio, tendido cuan largo era y más aun.
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Comenzaron a llegar los dolientes, y pronto la casa se llenó de pésame mucho como si fuera esa noche la última vez. Las señoras se iban a los rezos; los hombres a la cocina en busca del café con tripas, feroz añadidura de ardiente aguardiente o algo peor. Callaban las mujeres, y se escuchaba sólo el rumor apagado de sus conversaciones. Cuando un nuevo doliente entraba en el salón rompían a llorar todas otra vez, como si hubiera muerto tendido –que lo había–, y volvían luego a sus pláticas, que suspendían de nuevo con clamores que ensordecían cada vez que llegaba otro visitante.
A la una de la mañana comenzaron a ver el reloj con disimulo quienes lo tenían –el disimulo y el reloj–, y cambiaron miradas todos entre sí. Las interpretó una de las señoras ahí presentes, y yendo hacia la viuda le preguntó solícita:
-Comadre: que dicen todos que a qué horas le va a dar el ataque, porque ya nos tenemos que ir.
Y es que era obligación profesional de las mujeres con difunto “atacarse”, es decir, sufrir un síncope, caer en los espasmos de un soponcio, telele, insulto o patatús, póstumo homenaje que debían rendir al desaparecido.
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Vista la hora y la conveniencia de no retrasar más el obligado rito, la viuda se dispuso convenientemente. Buscó mullido sillón que le sirviera de conveniente acogimiento y de pronto, abriendo los brazos y levantándolos si no hacia el cielo sí hasta el techo, lanzó un ululato espeluznante, puso los ojos en blanco o más o menos y se desplomó como herida por un rayo. Doña Virginia Fábregas o la Montoya no lo habrían hecho mejor. Acudieron todos hacia la viuda, con cuidado de no ser alcanzados por uno de sus potentes brazos, que revolvía como aspas de molino, o por una de las contundentes patadas que daba al aire al convulsionarse en los terribles espasmos que sacudían su cuerpo. Se cumplió al pie de la letra la liturgia. Mientras una mujer le frotaba con alcohol a la viuda el cerebro, cerebelo, bulbo raquídeo y médula espinal, un hombre le echaba aire con un periódico doblado y otro se ganaba una fría mirada de los circunstantes por haber propuesto que le aflojaran el brassiére. La mujer fue volviendo poco a poco en sí, que era la nota que más le acomodaba, y quedó por fin tranquila y en sosiego, ciertamente extenuada por el considerable esfuerzo que requería aquella acción dramática, pero con la noble satisfacción que da el deber cumplido.
Este relato lo oí en Patos, vale decir en General Cepeda, siempre bello lugar, ahora Pueblo Mágico.
Encuesta Vanguardia
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