Diciembre y el aliento tibio de una madre
Mi padre miraba la televisión mientras nosotras nos sumergíamos en la lectura de Edgar Allan Poe y sus cuentos de terror
El sol está más cerca de la Tierra en invierno y mis sentidos se confunden a causa de los suaves rayos dorados. Entre el frío que templa mi ánimo, las rosas del jardín abren con docilidad y contento. Y no, el sol no está lejos, aún y cuando pareciera. Es porque la Tierra está inclinada y el sol tiene que cubrir una superficie mayor, que su ardor es menor y el hielo se abre paso con su reinado oficial cada 21 de diciembre.
Sí, el cuerpo infante tirita con el frío pero para eso está el aliento de una madre. Tenía yo cinco años y recuerdo a mamá dándonos calor. Las temperaturas eran sumamente bajas en Monclova; entonces, ella tomaba mi pequeño suéter entre sus manos y exhalaba su aliento tibio. Así calentaba también las mallas y los pantalones. No ha habido mejor tibieza en invierno que esa.
Y cuando se nos hacía tarde, colocaba nuestras ropas sobre el calentador de aceite. Allá van sus manos luego de darle vueltas a cada prenda sobre esos aceros que exhalaban calor, hasta dejarlas a la temperatura que sus dedos calibraban para comenzar a cubrirnos. Nos íbamos muy bien abrigadas. Su beso en la mejilla antes de irse a trabajar, sigue aún aquí, en esta mejilla adulta.
Como mujer del norte, ser laboriosa siempre ha sido lo suyo. Y en este invierno que empieza a despuntar, es tiempo de recordar aquellas cestas de fibras naturales con sus mantillas bordadas envolviendo tacos diversos Hacía numerosas tortillas de harina los fines de semana, esas formas circulares estaban rellenas de frijoles con chorizo, carne con chile, huevo con machaca, queso con rajas, pollo en mole, chorizo con cebolla, papas con tomate y chile en rajas. Era una fiesta. Así nos alimentaba y agregaba invariablemente atoles de nuez, pastel de café y unas memorables torrejas.
El silencio se hacía esas tardes de fines de semana. Mi padre miraba la televisión mientras nosotras nos sumergíamos en la lectura de Edgar Allan Poe y sus cuentos de terror. Solo salíamos de la cama para ir por más atole y volver a entrar a la Casa Usher o asomarnos a las páginas de la muerte roja.
No solo el cariño la movía al regalarnos su aliento, era la necesidad de que conserváramos una temperatura adecuada para realizar con normalidad nuestras funciones vitales. Estábamos delgadas, así que seguramente eso le preocupaba. Solo bien cubiertas, salíamos al mundo de hielo.
Una vez afuera, yo quitaba las gotas de agua sólidas para meterlas a mi boca. Ese cambio de temperatura, ese deslizamiento del agua luego en la lengua, despertaba el deseo de comer más gotas cristalinas y compactadas.
Pasados los años, en un invierno crudo, ante el deseo profundo de mi hija por salir a andar entre la nieve, hice lo mismo, tomé su ropa y comencé a llenarla de mi aliento tibio. Allá iba ella luego, presurosa al mundo blanco. Todavía veo a mi madre girar entre sus manos el suéter mientras sus exhalaciones suenan suavemente. Hay en esto, una fuerza primitiva que me dice que el cuerpo sabe también, cuidar a otro cuerpo desde un impulso primario, fundacional.
El vocablo aliento proviene del latín anhelitos que significa aire expulsado.
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