Edipo. ¡En la madre! (II)
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“Dinero mata carita, y rollo mata dinero”.
Así reza un apotegma usado por los muchachos de hoy. Significa que un hombre guapo tiene muchas posibilidades de conseguir los favores de una dama, pero uno rico tiene más posibilidades aún. Sin embargo, un cortejador con labia y palabra seductora -a eso se llama “rollo”- los vencerá a los dos en cualquier amorosa lid. Dice un refrán misógino del cual no me hago responsable: “La mujer y la gata, de quien la trata”.
Es cierta esa sentencia. Yo tengo para mí que don Juan Tenorio no ha de haber sido un Leonardo di Caprio o un Brad Pitt. Tampoco sería un Boris Karloff, estoy de acuerdo, pero debe haber estado en un sencillo término medio. Ni un Adonis ni un Picio. Y sin embargo ninguna mujer se le resistió, ni siquiera doña Inés, que era monjita. ¿Por qué? Porque sabía cómo hablarles a las damas. Un poeta hubo en Saltillo cuyo nombre me callaré por razones que tú, lector, entenderás. Era bajito de estatura y un poco regordete, y sin embargo tenía una suerte extraordinaria en cosas de amores y amoríos. Decía él:
-Lo único que necesito es que la mujer a quien cortejo me dé la oportunidad de hablar. Lo demás corre por mi cuenta.
Voy a contar ahora la historia de un hombre joven que no sólo era guapo: era guapísimo. Lo describiré en forma sumaria, para no dar lugar a malas interpretaciones. Era alto y moreno; tenía los ojos verdes y un fino bigotito que por los tiempos del relato estaba muy de moda. Además disponía de dinero, pues era gran vendedor, y laborioso. Como si todo eso fuera poco poseía palabra seductora: era atento y cortés. Y otra cualidad había en él, que gusta mucho a las señoras (y a las señoritas más): era -así se dice ahora- “detallista”. Eso significa que al tratar a las damas tenía con ellas detalles de ésos que a cualquier mujer le encantan: les llevaba una flor; un pequeño presente; les decía cosas de agrado a sus oídos... Así era aquel galán.
No cabe duda: a unos Diosito les da de más; a otros de menos. ¡Qué afortunado en amores era él! Alguna vez le pedimos la cifra, siquiera aproximada, de las mujeres que habían caído en sus brazos. No recordaba el número. Y aquello no era jactancia o presunción; era simplemente mala memoria. Tengo en mi biblioteca un curioso libro escrito por Manuel M. Flores, el hombre a quien amó Rosario la de Acuña. Se llama “Rosas caídas”. En esa obra autobiográfica el poeta poblano hace el relato de todas sus conquistas amorosas. Creo recordar que fueron 30 mujeres las que poseyó.
Pues bien: este amigo mío superaba, y por mucho, el mencionado número. Alcanzó los favores lo mismo de encopetadas señoras de la más alta sociedad que de humildes muchachas de barriada. “Desde una princesa real a la hija de un pescador...”. La única condición que ponía es que fueran guapetonas.
Pues bien: aquel gran Casanova, ese guapo seductor, terminó casándose con una mujer fea, feísima. Y no se piense que era rica esa mujer: pertenecía a la clase media baja. Además le llevaba cuatro o cinco años a mi amigo. Un día le preguntamos, asombrados, procurando no ofender:
-¿Por qué te casaste con ella?
Y contestó:
-Porque se parece a mi mamá.
Complejo de Edipo, ni más ni menos. Las mitologías, que algunos creen objetos del pasado, son siempre cosa modernísima y actual, como ha demostrado Irene Vallejo.