El Día del Maestro y la mediocridad institucionalizada
A pesar de ser un hombre grande, siempre mostró tener un corazón tan joven como el de sus estudiantes y dudo que alguien tuviera tanta vitalidad como él
Tuve en la preparatoria a un maestro cuyas enseñanzas quedaron tan grabadas en mí, como si las hubiera grabado sobre la pared de mi casa. Nunca supe su edad, pero su calvicie y las arrugas de su rostro, me decían que tenía aproximadamente 75 años.
A pesar de ser un hombre grande, siempre mostró tener un corazón tan joven como el de sus estudiantes y dudo que alguien tuviera tanta vitalidad como él. Recuerdo una ocasión en que fuimos de día de campo. Mi maestro, ayudado de un palo que le servía de bastón, comenzó a subir la sierra junto con nosotros.
Él no paraba de platicar y aprovechó el momento para darnos su más grande lección: “Miren muchachos, ustedes ya están a punto de entrar a la universidad y ahí las cosas van a ser muy diferentes. No sólo van a tener que estudiar más, sino que también tendrán que ser más maduros. Cuando estén en la universidad, acuérdense de que cada materia va a ser vital en su preparación para el futuro, y si no ponen todo su esfuerzo al estudiar, de nada servirá que sus padres les hayan pagado su educación. Muy pocos tienen la oportunidad de poder llamarse licenciados, ingenieros o doctores, y si ustedes no la aprovechan, estarán faltando contra sus padres, y sobre todo, contra ustedes mismos”.
Él se llamaba Pedro Córdoba Concha, mejor conocido como el Hermano Víctor. A pesar de que siempre he sentido una repugnancia colosal por las matemáticas, el Hermano Víctor me ayudó a soportar el suplicio de tener que enfrentarme a un desfile interminable de integrales y derivadas. Con la paciencia que todo maestro debe tener, me explicaba con peras y manzanas hasta el más difícil e indescifrable problema matemático, sin olvidarse nunca de dejar en mí una enseñanza que me sirviera en el diario vivir. Yo le decía al Hermano Víctor que sabía de una afección llamada cálculo renal que provocaba al enfermo angustia, sufrimiento y pena cuando le llegaba la dolorosa hora de ir al baño. Y se reía cuando yo afirmaba con toda sinceridad que para mí era mucho más doloroso y atormentante el cálculo integral.
Gracias al Hermano Víctor, que fingía muy bien el quedarse dormido cada vez que aplicaba un examen, rasgo de verdadera santidad, y también gracias a mi buen amigo y compadre Jaime, quien gracias a sus padres lleva la bondad no sólo en el alma, sino que también en el apellido, que me compartía todo su conocimiento no sólo en horas largas de estudio, sino que también en los minutos apremiantes del examen de Cálculo. Apuntaba Jaime un 6, y yo lo apuntaba, borraba Jaime el 6, y también yo lo borraba.
Del Hermano Víctor aprendí que un buen maestro no sólo es aquel que nos hace comprender a la perfección la teoría, sino aquel que con su ejemplo nos ayuda a ser mejores cada día.
Grave error comete quien niega que los maestros son pieza clave en el desarrollo del país. Muchos creen que México está como está por culpa del priato o de los neoliberales y conservadores, de la corrupción de nuestros funcionarios públicos o por la ineptitud de algunos presidentes. Sin embargo, el atraso de nuestro país frente a otros se debe a un solo problema: al rezago educativo.
Sin duda, las deficiencias del sistema educativo de México han ocasionado que seamos llamados tercermundistas o que si no fuera por Estados Unidos estuviéramos comiendo comida para gatos; que miles de mexicanos vivan en la más extrema de las pobrezas; que subsistan y sigan tolerándose males como la corrupción y el oscuro manejo del dinero del pueblo; que el índice de jóvenes delincuentes (incluyendo a los hijos de López) aumente día con día; que cada vez exista más inseguridad; que los niveles de contaminación estén a un nivel intolerable; en fin, cientos de problemas que con una adecuada educación podrían eliminarse.
El problema de la educación no es la falta de alumnos o de escuelas, sino la falta de maestros que estén conscientes de la gran responsabilidad que tienen en el futuro de nuestro México. Pero los maestros no tienen la culpa, sino el gobierno. Pocas profesiones son tan importantes como la de la enseñanza, y a pesar de todo, es una de las más castigadas. La administración de AMLO ha institucionalizado la mediocridad educativa. Se quitaron las pruebas que obligaban a los maestros a prepararse mejor si querían tener puestos mejores. Se ha instituido una educación ideológica y no una basada en las humanidades, como prometió el presidente. El maestro debe ser ante todo alguien que luche por ofrecer lo mejor de sí a los estudiantes y no a un líder sindical, pero esto sólo puede lograrse cuando el maestro sea recompensado justamente y no me refiero a lo que ganan cada mes por su trabajo, sino al reconocimiento social que merece recibir todo buen maestro, sin importar que este haya sido comprado en Santo Domingo.
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