La doble vida de...
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Nadie habría dicho que don Fulano (cuyo nombre no puedo yo decir) llevaba una doble vida. Todos en cierta forma llevamos una doble vida. Yo, que soy más afortunado, llevo una triple, y cuando se puede hasta una cuádruple. Pero lo normal es llevar una doble vida. Una cosa es lo que somos y otra lo que los demás creen que somos. Este es asunto muy complicado, y tiene que ver con materias como la psicología y la moral, asignaturas ambas de mucho riesgo, en las cuales no me gusta intervenir.
El caso es que don Fulano (cuyo nombre no puedo yo decir) llevaba una doble vida. Quiero decir que de día era una cosa y de noche otra. Con luz de sol era un señor como todos los de antes en Saltillo, muy serio y muy formal. Parecía funcionario de banco, juez civil o empleado de la Teneduría. Pero con luz de luna cambiaba aquel señor: se hacía señora.
¡Válgame Dios! dirá alguno. (Alguno debe haber que diga todavía: “¡Válgame Dios!). Y ¿cómo se operaba tan peregrino cambio? Muy sencillo: don Fulano se vestía de doña Fulana, y sanseacabó. Vivía solo, pues nunca tomó estado; era soltero célibe sin compromiso libre solo, como decía de una sola tirada el señor cura García Siller cuando interrogaba a los novios en las amonestaciones. A la caída de la tarde cerraba bien la puerta de la calle y luego iba a su cuarto. Ahí tenía un ropero en el que guardaba un variadísimo vestuario femenino. Tales prendas no las compraba él mismo, pues todo mundo se conocía en Saltillo y las adquisiciones habrían dado qué decir. Las encargaba a “chiveras”, buenas señoras que traían cosas de Laredo y que entre muchas virtudes que tenían contaban la de la discreción. Es una lástima que con la globalización haya desaparecido ese benemérito oficio, el de chivera, que tanto bien hacía a la República. He ahí uno de los malos efectos del progreso.
Aquellas chiveras le traían a don Fulano (cuyo nombre no puedo yo decir) sus blusas y sus faldas, sus medias y sus ligas, sus corpiños y otras prendas más íntimas y ocultas. También le traían zapatos de tacón alto, pelucas de diversos estilos y colores, y un amplio surtido de cosméticos: rímel, bilé, polveras, coloretes... Seguramente -pensaban las chiveras por su buen natural- don Fulano tenía una querida a la que obsequiaba todas aquellas prendas y cosméticos. Se equivocaban: todas aquellas cosas eran para él. Cuando caía la noche, y nadie lo veía, aquel señor tan serio se vestía de señora, se ponía su peluca, se maquillaba muy bien, y luego se miraba y remiraba en el espejo, y se paseaba por toda la casa con ondulantes movimientos femeninos.
También tenía batitas de céfiro, y unas pantuflas de esas con peluche color de rosa o azulito claro. Usaba ese atuendo informal para regar las matas y dar de comer a las gallinas y a los canarios cuya jaula estaba en el zaguán.
Ya habrá advertido el avisado lector que estoy narrando estos sucesos con criterio de imparcial historiador, sin hacer juicios morales. ¿Quién soy yo para criticar la forma en que el prójimo se viste? Allá cada uno con su guardarropía. ¿Que a uno le gusta vestirse de general nazi y a otro de lama del Tibet? Pues muy su gusto. A don Fulano (cuyo nombre no puedo yo decir) le gustaba vestirse de mujer. ¿Alguna objeción?
Un día, o, más bien dicho, una noche... (Continuará mañana).