La ‘nueva modernidad’ resulta excluyente sobre todo para los adultos mayores
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La llegada de los ferrocarriles causó enorme asombro entre aquellos pobladores acostumbrados al camino en coches tirados por caballos. Una gran expectación que trajo consigo además el rápido desarrollo de las comunidades y una forma de acostumbrarse de los habitantes a nuevas circunstancias de la vida. La novedosa forma de entrar en contacto con otros pueblos hizo cambios significativos en la manera de relacionarse con ellos.
Cambios tan significativos, como el de la estufa de leña a la estufa de gas o el de las refresqueras a los refrigeradores eléctricos, hicieron también modificaciones importantísimas en la vida cotidiana.
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Fácil no fue el que se abandonara la estufa de leña o de plano el mismo horno de leña. Recuerdo aún que hace unos años en el Chilpitín, ranchería cercana a Monclova, me tocó presenciar cómo una ama de casa, a finales de los años noventa del siglo pasado, tenía en un rincón su estufa de gas y seguía empleando el horno de leña.
“No le hallo”, compartió la mujer en una noche clara de luna llena. Preparaba frijoles al calor del hogar en el horno. “No hay como estarse calientita aquí con la luz que generan las llamas del fuego”.
Y era verdad, aquella noche de invierno, helada por fuera, caliente detrás de las cuatro paredes de adobe, la sensación era completamente distinta. Había algo mágico alrededor del fogón, algo hipnótico que nos trasladaba en el tiempo.
Mientras otra ama de casa, en otro momento, no deseaba emplear su lavadora para “no gastarla”, su hijo le apremiaba: “Madre, se la compré para que usted no se gaste”.
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La modernidad comenzaba a obligar usar estufas de gas, lavadoras y secadoras eléctricas para facilitar la vida cotidiana en la gran ciudad. Había hasta anuncios publicitarios en las revistas que mostraban a una mujer leyendo mientras la ropa se “lava sola”, sin la necesidad de estar tallando a mano en enormes cazos de aluminio, que también se ocupaban para bañar a los niños.
Nos acostumbramos a una forma de realizar las actividades básicas. Pero las cosas empezaron a cambiar cuando la tecnología empezó a dejar de estar al alcance de las personas. Si por fin alguien accedía a comprar un televisor, por décadas no tuvo grandes problemas para utilizarlo, a excepción de la antena.
Desde que el sistema de televisión cambió su formato de análogo a digital, punto menos que imposible lograr comprender para muchos cómo lograr la conexión. Se trabaja con varios controles para poder acceder a la gran variedad que ofrece el streaming, y lo que para muchos es fantástico para otros es un martirio, pues su televisor −que ya tiene esa única función− ofrece tantas opciones para conectarse que la imagen llegará cuando se le atina al botón adecuado.
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La tecnología ahora deja a la gente a la deriva si no posee algo más que viene unido a lo que queremos hacer: desde contratos con sistemas de streaming, hasta números de NIP o contraseñas. Ahora contamos con teléfonos inteligentes. Personas mayores optan aún por el tradicional por la grandísima cantidad de opciones de los celulares que no quieren y no necesitan, y además no entienden. ¿Sacar dinero del banco? O se hacen filas de horas en el banco o se tiene que aprender el lenguaje de los cajeros. Para quienes esto es de la vida cotidiana, que han ido creciendo con ello, no hay problema. Lo es para los adultos mayores poco acostumbrados que no saben cómo entenderse con una máquina.
Por lo menos, hasta hace unas décadas la tecnología brindaba facilidades con los cambios. La diferencia es que ahora, aunque las brinde, comienza excluyendo y abandona a quienes no pueden o a veces no quieren dar el brinco a “la nueva modernidad”.
Encuesta Vanguardia
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