Las congojas de Euterpe
De muy pocos artistas y creadores se sabe que vivieron en un estado beatífico de felicidad -al menos en el sentido y significado que muchos entendemos de este vocablo-, ajenos a las desventuras y preocupaciones propias del ejercicio artístico. Del que se sabe con certeza que vivió una vida alejada de las premuras y estrecheces económicas y desatinos amorosos es del músico y compositor judío alemán Felix Mendelssohn Bartholdy (1809-1847). Nieto del filósofo Moisés Mendelssohn e hijo de un matrimonio de banqueros muy bien establecidos en la sociedad berlinesa, profundamente antisemita, Felix tuvo la suerte de crecer rodeado de todos los mimos y arrumacos que sus otros colegas no tuvieron de niños. La música de Mendelssohn -vasta y variada- no refleja algún estado emocional que sugiera los desgarros y angustias existenciales que empapan las páginas de otros compositores contemporáneos, debido -pura conjetura- a que las angosturas económicas no visitaron su hogar, además de que tuvo la oportunidad de desarrollar y expandir su potencial desde pequeño, sin ningún impedimento ni obstáculo. La suerte de Felix no asistió a Schumann, Chopin, Liszt, Berlioz, Paganini, por mencionar a músicos que nacieron casi en el mismo año que Mendelssohn y compartieron momentos de “camaradería artística”. Algunos ejemplos a continuación. Schumann creció en un ambiente literario, ya que su padre, librero de profesión, indujo en algún momento al pequeño Robert al mundo inconmensurable de la literatura. Empezó una carrera prometedora como concertista de piano, pero una malhadada decisión del joven músico (se lesionó gravemente los dedos al tratar de aplicarse un mecanismo dudoso para lograr la independencia del cuarto dedo de la mano) canceló toda posibilidad. Luego, sudó la gota gorda para casarse, nada más y nada menos, que con la hija de su maestro de piano. En los años finales de su vida fue internado en un hospital psiquiátrico después de intentar suicidarse dos veces. La tragedia del genio ruso Tchaikovski, “encerrado en un closet” del que no pudo salir debido a la recalcitrante moralina de la Rusia zarista. La angustia y dolor al ver cómo su madre sufrió el acicate del cólera -infección que terminó matándola a ella, y a Tchaikovski décadas después- marcó toda su vida. Soportó también el desdén de sus compatriotas (los del “puño cerrado”, o mejor conocidos como el “grupo de los cinco”) que lo marginaron y estigmatizaron por su predilección al decadentismo de la música occidental. Las crisis espirituales del abate Liszt desde sus años de adolescente, exacerbados, en su madurez, por el penoso comportamiento de su hija Cósima, que abandonó a su marido (Hans von Bülow, el más aventajado alumno de Liszt y genial director de orquesta) para unirse al amigo de la familia, el insigne Richard Wagner. Y qué decir de Chopin en su doble condición de exiliado y tuberculoso, situaciones que se reflejan en gran parte de su música, destinada casi exclusivamente al piano, en donde la nostalgia (dolor por el regreso) es una permanente emoción ligada a los conflictos amorosos y familiares que vivió con su pareja sentimental, la escritora George Sand.
Ejemplos abundan también entre escritores y pintores, dramaturgos y filósofos. La naturaleza y temperamento de Euterpe (la de buen genio), diosa y musa de la música, nada tiene que ver con las congojas de los practicantes de su arte, quizá porque aquella es inmortal y de naturaleza divina y estos son mortales y humanos, además. Pienso que es en las obras musicales preñadas de dolor donde se puede atisbar las partes más sensibles y hondas del alma humana. Un excelente ejemplo de ello, en este caso el dolor producido por el rechazo, es el Concierto no. 2, Op. 18 en do menor para piano y orquesta del compositor ruso Sergei Rachmaninov. Hay que escucharlo para entender.
CODA
“Sólo compongo cuando tengo experiencias intensas. Y sólo cuando compongo tengo experiencias intensas”. Gustav Mahler.
Encuesta Vanguardia
$urlImage