Las normas se hicieron para violarse, ¿o no?
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En la entrega anterior, remitiéndonos a la Ética Nicomáquea (siglo 4), donde la búsqueda de la felicidad, el bien y la justicia están en función de la distinción de fines y medios, caímos en la cuenta del poco éxito que al tiempo tuvo ese axioma, y cómo la recomendación de Nicolás Maquiavelo en “El Príncipe” (siglo 16) comenzó a pujar fuerte en las sociedades modernas, convirtiendo su máxima “el fin justifica los medios” en punta de lanza de unos cuantos que buscaron el poder y la riqueza, la cual ha traído como consecuencia las grandes desigualdades de las que hoy somos testigos.
Pues eso mismo ha pasado con el llamado imperativo categórico kantiano. Para el viejo Kant, el creador de la “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” (siglo 18), la felicidad tenía un origen, el cumplimiento del deber, lo que llamó el imperativo categórico. Estoy seguro qué lo recuerda de otro tiempo. Recomendación que los alemanes y los pueblos nórdicos han puesto en práctica y les ha dado un enorme resultado. La ética dialógica (Jürgen Habermas), la de la responsabilidad (Hans Jonás) y la del cuidado (Carol Gilligan) los han llevado al punto de que el cumplimiento del deber les ha traído, de manera general, felicidad, buen gobierno y sociedades democráticas fortalecidas. En nuestro caso, no ha sido así.
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Si cada uno hiciese lo que debiéramos de hacer, no andaríamos desde hace tiempo siendo los más ignorantes (Prueba PISA), los que vivimos en creciente desigualdad (OCDE e informe OXFAM 2023), de los más pobres (Coneval 2023), ocupando el lugar 89 en el Índice de Democracia (EIU2023) o el lugar 86 en el Ranking del Índice de Desarrollo Humano (IDH2023). Pero ahí están los temas de medio ambiente, de violencia, de los medios de comunicación social, de corrupción y de la inefable política donde el imperativo categórico no ha sido referencia, ¿será que no lo conocen? ¿Era tan complicado no cumplir con nuestros deberes, por cierto, básicos?
Gobernantes, servidores públicos, empresarios, universidades, iglesias, profesores, médicos, ingenieros, abogados, gente que se dedica a los oficios, quienes se dedican a hacer negocios, en fin; asumámoslo, no hicimos lo que debimos de haber hecho. En ese sentido, el estado que guarda el país no sólo se debe a la responsabilidad de los gobiernos que hemos tenido –malísimos, por cierto–, sino a la personalidad y al carácter pusilánime de quienes conformamos la ciudadanía. Demuéstreme lo contrario, por favor.
Y al grito de que “las normas se hicieron para violarse” hemos trazado una ruta de la que ya, al menos en estas generaciones, no tienen vuelta atrás. Es decir, difícilmente podremos componer esta realidad. Porque pareciera ser que quien no tranza no avanza, que el que agandalla no batalla, que los caminos cortos son los mejores o que la plegaria que es frecuente y que reza diciendo “no le pido a Dios que me dé, sino que me ponga donde hay”, se han convertido en la metodología de acción de quienes han hecho a un lado el deber ser.
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No es casual que en la encuesta de ENCUCI en 2022, los senadores, los diputados y los partidos políticos sean las organizaciones a las que menos confianza se les tiene en nuestro país; ¿por algo será? Una cosa es lo que debe de ser y otra cosa es lo que es.
Ahora el 70 por ciento de la población le cree más a las universidades que al ejército y a la Marina (64 por ciento). A los ministros de culto le cree el 51 por ciento y a los medios de comunicación le cree el 49 por ciento de quienes han sido objetos de la encuesta. Finalmente vienen los policías (28 por ciento), senadores, diputados y partidos políticos con 22 por ciento, como ya se decía.
¿Qué ha pasado con esos grupos? Simple no han hecho lo que les correspondía hacer (la inmoralidad –el conocimiento que se tiene de las normas, pero se hace lo contrario– apareció desde hace tiempo) y que la población haya dejado de creer en ellos no fue gratis. Corrupción e impunidad se convirtieron en la práctica ordinaria de los profesionales y las organizaciones mexicanas.
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El problema no es el rompimiento y la violación de las normas en sí, sino los quebrantos que esto causa en la sociedad: desánimo, desilusión y tristeza, porque al tiempo no hay ni sanciones ni castigos ejemplares; la impunidad marca pauta.
Si el Gobierno Federal se hubiera dedicado a hacer lo que tenía que hacer, si la Suprema Corte hubiera hecho lo mismo, si el INE se dedicara a ser árbitro, si los empresarios –una buena cantidad de ellos– pagaran impuestos y salarios equitativos a sus trabajadores, si los servidores públicos se dedicaran a hacer su chamba, si las fuerzas de seguridad cumplieran su cometido, si los medios dejaran atrás sus afanes mercantilistas, si los gobiernos estatales se pusieran a trabajar para quienes los han elegido, si las universidades se dedicaran a enseñar y a trasmitir conocimiento, otro gallo nos cantaría. En fin, si cada uno hiciéramos lo que nos correspondiera hacer, seguramente viviríamos en un México distinto.
Ante una actitud sistemática de todos los actores políticos, económicos y sociales de vulnerar y romper cuantas normas tienen en frente, convendría entender que para tener un país distinto no hay que hacer, sino lo que nos toca hacer. ¿Qué es lo que a usted le corresponde hacer? Hágalo con gusto y hágalo bien. Así las cosas.
Encuesta Vanguardia
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