Las tres fiebres
El primero de estos fenómenos patológicos es la fiebre del Dinero. Grandes cantidades económicas son manejadas en todo gobierno
Muchas enfermedades suelen amenazar a los gobernantes, sin embargo, existen tres tipos de fiebres que los hace perder el rumbo por completo. Cuando son atacados por una de estas calenturas, los gobernantes se olvidan para quién trabajan y todas sus acciones están destinadas a beneficiar a una sola persona: a ellos mismos.
El primero de estos fenómenos patológicos es la fiebre del Dinero. Grandes cantidades económicas son manejadas en todo gobierno.
Quienes ocupan el poder ver mucho dinero pasar justo enfrente de sus narices, por lo que difícilmente pueden resistirse a la tentación de estirar la mano para luego introducirla en sus propios bolsillos. Cuando un gobernante descubre que nadie se da cuenta si se apropia de un pequeño porcentaje del presupuesto destinado para cada obra, se contagia automáticamente de la fiebre del Dinero.
Esta enfermedad es implacable. Quienes la sufren experimentan terribles mareos al grado de olvidarse de las promesas de honestidad y de acabar con la corrupción, y todos sus esfuerzos están destinados únicamente a robar más y más dinero.
Un ejemplo de ellos lo hemos visto en López Obrador. Al hacer obras gigantes de utilidad pequeña, sólo está buscando crear una coladera para apropiarse tanto él como su familia de buena parte del presupuesto a través de moches de un tal Riobó o del dueño de la cadena hotelera Vidanta, entre muchos otros.
Otra fiebre que suele acechar a todo gobernante es la fiebre del Poder.
Peligrosa es esta calentura, pues quienes la sufren se preocupan solamente por acumular la mayor cantidad de poder posible.
Para hacer carrera política en México hay que estar dispuestos a ingresar a un ambiente putrefacto en el cual, si se quiere llegar lejos, es necesario ignorar prácticas turbias y, sobre todo, soportar las pisadas de las personas que ocupan los más altos cargos. Las humillaciones que sufre un político durante su carrera, así como la renuncia a algunos de sus principios morales, despiertan en él un apetito voraz por obtener el mayor poder posible.
El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o te estalla en las propias manos. En esto consiste la peligrosidad de la fiebre del Poder. Quienes la padecen, se sienten eternos e intocables y todas sus acciones están encaminadas a ser aún más poderosos.
Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz, Emilio Portes Gil, Luis Echeverría Álvarez o Carlos Salinas de Gortari, en su momento lucieron como párvulos inexpertos en la acumulación de poder, si los comparamos con Andrés Manuel López Obrador.
Uno de los primeros actos que llevó a cabo fue el sentarse en la silla presidencial cuando recién había sido electo como jefe del Ejecutivo. Desde ahí ordenó que se hiciera una consulta “ciudadana” para cancelar las obras del aeropuerto de Texcoco debido a una corrupción reinante que nunca demostró. Todavía no tomaba protesta cuando ya se advertía que la transformación prometida consistía en la destrucción esperada.
La mayoría de las instituciones que significaban un contrapeso al presidente han sucumbido frente al mesías de la vida nacional. La independencia de los poderes se ha difuminado tanto así que los poderes Legislativo y el Judicial parecen vasallos pendientes a los caprichos presidenciales.
La tercera fiebre que suele enfermar a los gobernantes es la fiebre de Trascendencia. Eso me parece bien, pues sólo trasciende el que trabaja pensando en el bien común. Yo aplaudo más a los gobernantes que encuentran su trascendencia en el lugar en que los coloca la historia. Enrique Peña Nieto, por ejemplo, cometió burdos actos de corrupción y algunas torpezas como la falta de atención oportuna a la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa.
Sin embargo, Peña Nieto combatió como pocos a los grupos del narcotráfico, y logró resultados en la economía nacional sin precedentes.
López Obrador no ha alcanzado ni la quincuagésima parte de los logros presidenciales de sexenios como el de Peña Nieto o Felipe Calderón y sin embargo no deja de compararse con Benito Juárez utilizando frecuentemente frases suyas. Por si fuera poco, mal llamó a su movimiento como la cuarta transformación, ubicándolo, según él, a la altura de la Independencia de México, de la Reforma juarista y de la Revolución Mexicana.
Tres fiebres suelen enfermar a nuestros gobernantes. Las tres han contagiado a López Obrador. Su sexenio ha sido un desfile interminable de actos corruptos, de acumulación de poder, y ánimos de trascendencia llevando a cabo obras intrascendentes. Sólo su verdad es verdadera.
Sólo su palabra vale. Sólo su juicio es razonado. De ese tamaño es la soberbia del presidente de México, quien ha reconocido que “ayudando a los pobres va uno a la segura, pues ya se sabe que cuando se necesite defender la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos. No así con sectores de clase media, ni con los de arriba, ni con los medios, ni con la intelectualidad. Entonces, no es un asunto personal, es un asunto de estrategia política” .aquientrenosvanguardia@gmail.com
Encuesta Vanguardia
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