Contra ira, paciencia: El arte de viajar es arte de paciencia

Politicón
/ 31 enero 2020
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Antes de que la Iglesia Católica se hiciera un poco protestante con el Concilio Vaticano Segundo, el santo patrono de los viajeros era el gigante San Cristóbal. En el oleaje de ese movimiento renovador San Cristobalón fue defenestrado: los historiadores del Vaticano declararon -después de 15 siglos- que San Cristóbal no existió jamás. Los historiadores son gente peligrosa para cualquier iglesia. Que no se le acerquen a la Virgen de Guadalupe, porque va a resultar que...

Sin mengua para San Cristóbal yo digo que el santo patrono de los viajeros debería ser el Santo Job. Tengo una pequeña imagen de él. Aparece sentado sobre un estercolero, con expresión de infinita mansedumbre. O era de veras muy santo o andaba acatarrado, porque tiene expresión de no estar oliendo nada feo. Su gesto es beatífico, de bienaventurado.

A cada pecado capital el P. Ripalda  (la P es de padre) le encontró un antídoto: contra lujuria, castidad; contra pereza, diligencia; contra envidia, magnanimidad; contra avaricia, largueza; contra gula, templanza; contra soberbia, humildad... Y contra ira, paciencia. La paciencia es la virtud más difícil de ejercitar, si se exceptúa la castidad. De la cintura para arriba, ya se sabe, todos somos santos. Y la ira visceral, lo mismo que la lujuria, es pecado abajeño.

De dos cosas no puede prescindir el viajero moderno: de paciencia y de tarjetas de crédito. Y todavía de las tarjetas de crédito puede prescindir, pero de la paciencia no. Si le falta paciencia está perdido, y más le valdría no salir nunca de casa. Claro que en casa también también se necesita tener mucha paciencia, pero no tanto como cuando anda uno en el camino. Ahí la paciencia es artículo de primerísima necesidad.

Cuando viajo en mi calidad de juglar itinerante me sucede en ocasiones que los vuelos se retrasan, o de plano se cancelan. Algunos pasajeros maldicen en voz alta; otros les reclaman, furiosos, a los empleados o empleadas de la línea, que ninguna culpa tienen de lo que sucede y que nada pueden hacer ante el problema; unos más se dan a todos los diablos, y hablan en voz muy alta de negocios frustrados, de compromisos perdidos... Yo, cruzándome de brazos, me digo que no pasa nada. Allios vidi ventos, alliasque procellas. Otros vientos he visto, y otras tempestades. Jamás caigo en desesperación. Me hago este pensamiento: ni modo que me vaya a quedar en este aeropuerto para siempre. Espero, espero solamente; sigo las instrucciones que da el personal de la aerolínea, y termino siempre por llegar a mi destino.

Doy infinitas gracias al Santo Job por infundirme -sin yo merecerlo- su paciencia. Y gracias infinitas doy también a San Cristóbal, que está todavía en mi calendario. No sé si eso me ponga al margen de la iglesia en calidad de heterodoxo, pero yo le sigo rezando al buen gigante. Pienso que no se ha dado cuenta todavía de que ya no es santo -los gigantes suelen ser siempre un poco lentos-, pero el caso es que siempre va conmigo en mis andares, bendito sea el Señor. El pueblo –y yo soy parte de él- sigue creyendo en San Cristóbal, y de pueblo están hechas las iglesias. Aunque la Iglesia ya no crea en San Cristóbal el buen gigante sigue cumpliendo su misión de proteger a los viajeros. Demos gracias a Dios.

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