Reflexión navideña: el ejercicio íntimo
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El proceso vital de los seres humanos está marcado por la repetición cíclica de nuestras actividades, fenómeno desde el cual se construye la experiencia, entendida ésta como el mecanismo merced al cual logramos ser mejores, crecemos mental y espiritualmente y nos convertimos en personas más completas.
Pero crecer en experiencia requiere, de forma necesaria, hacer un alto al cierre de cada ciclo para reflexionar, recapitular sobre lo realizado en el último periplo alrededor del sol y, sobre todo, convertir a ese balance en la fuente del compromiso personal de perseverar, en los siguientes 12 meses, en lo bien realizado y en corregir los errores.
Tal ejercicio funciona mejor, en mi opinión, si lo concebimos como un proceso íntimo, porque hacerlo así fuerza la honestidad intelectual y nos obliga a la exhaustividad en la enumeración de los avances de los cuales sentimos orgullo, pero también de las acciones generadoras de arrepentimiento y pesar espiritual.
Esto último en particular es indispensable porque en el proceso de crecimiento personal la auto crítica ocupa un lugar fundamental, pues sobre todo es allí donde podemos encontrar los elementos para mantenernos en la senda cuyo destino implica ser mejores seres humanos.
Es posible compartir este proceso con otras personas, de forma presencial o virtual, pero no debemos olvidar en ello la regla fundamental: el compromiso de ser mejores no se pacta con el resto del mundo sino exclusivamente con nosotros mismos. En otras palabras, el acicate para conquistar esa meta no puede -no debe- ser la posibilidad de decepcionar a alguien más, sino el riesgo de fallarnos personalmente.
Ciertamente cualquier momento del día, de la semana, o del mes sirve para hacer un alto y reflexionar sobre el derrotero de nuestra existencia, así como sobre la forma en la cual contribuimos a mejorar la vida en colectivo. Pero ninguno se antoja tan propicio como el final del año, cuando la atmósfera se inunda de esporas a cuyo influjo nos obligamos a voltear la vista hacia dentro y reconocer nuestra esencia.
En estos días, cuando agotamos las hojas del calendario y nos disponemos a iniciar uno nuevo, la reflexión no solo se antoja obligada: acaso pueda resultar más útil porque sentimos el impulso de comprometernos realmente con el propósito de mejorar el mundo a nuestro alrededor.
Es la esencia de la Navidad, ese punto en el calendario al cual hemos convertido en la excusa universal para encontrarnos con nosotros y con los nuestros; para censurar el rencor y perdonar; para limpiar los resquicios enmohecidos de nuestro corazón y convertirlo otra vez en el músculo productor de eso a lo cual llamamos amor.
Cada año, llegados a este punto, reiteramos el más caro de los deseos: prolongar la esencia de este momento, extender el manto invisible de la Navidad a lo largo de los 12 meses por venir, convertir a los 365 días siguientes en una perpetua Nochebuena.
Es posible, sin duda. Y tampoco es tan difícil. Requiere, esencialmente, de dos cosas: la primera es el compromiso personal, íntimo, individual, de cada uno de nosotros, de ser mejores cada día, es decir, de pulir esos aspectos de nuestra personalidad de los cuales no podemos sentirnos orgullosos. La segunda es mantenernos en el territorio de la generosidad gracias a la cual, en Navidad, somos capaces de dar sin medida y de forma auténtica, es decir, sin esperar nada a cambio.
¡Feliz Navidad!
@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx