Café Montaigne 155: Desapercibidas historias de la pandemia
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Historias de la pandemia. Hoy iniciamos una saga de tres o cuatro textos sabatinos en este “Café Montaigne”. Son historias las cuales he ido coleccionado sin orden ni concierto. Al azar, conforme ha ido avanzado el confinamiento y el aislamiento de los seres humanos no sólo en Coahuila, en México y en el mundo. Para mí, se lo he platicado antes, el bicho chino ya no es noticia. Pero el maldito virus sigue afectado la vida, toda, y es esta afectación lo que provoca las siguientes historias las cuales aquí las voy a contar someramente. El virus ha sido un distractor bien cebado en las redes sociales de los humanos. Redes que todo lo pudren por la ignorancia de la población la cual es harto manipulable. Internet estupidiza. Los costos ya son brutales.
¿Tengo miedo del bicho chino de laboratorio? No. Yo no tengo nada que ver con el virus. El virus no tiene nada que ver conmigo. ¿El muy maldito me puede morder? Sin duda alguna. ¿Me puede mandar a la tumba, de roerme el muy desgraciado? No lo sé. Es hipotético lo anterior. Si la vida se mide por horas agraciadas de dicha y contento, la mía es pletórica de lo anterior. Convendría entonces irse de este mundo, despedirse sonriendo, burlándose del bicho de frente, retándolo con dignidad. Dignidad la cual sólo pueden hacer gala los seres humanos. Nadie más.
Mientras usted estaba confinado (o sigue en su soledad obligada, lo cual no es criticable en modo alguno), mire usted lo que sucedía en Coahuila y en México. Son historias sin orden ni concierto, insisto, las coleccioné conforme iban apareciendo. Todas, de miedo y terror. Iré intercalando otros datos y otras historias un tanto positivas y de admiración para equilibrar el vinagre de estas anécdotas. La primera: bramaba el miedo en las calles por el virus. Lo mismo en Tijuana que en Michoacán y, claro, en ese remolino llamado Ciudad de México. Era abril. Los primeros días. El coronavirus todo lo arrastraba a su paso: un tsunami, un terremoto invisible. Un vendaval económico. Abigaíl Ávalos Camarillo en la Ciudad de México, de apenas 30 años de edad, fue a consulta al Centro Médico Siglo XXI. Se había sentido mal y de hecho había tenido neumonía un mes antes. Eso fue el 8 de abril.
Ese día le mandó mensaje a su hermana, Nayeli Ávalos Camarillo, para decirle que ya iba para su casa en Tláhuac. Luego de eso, jamás se le ha vuelto a ver. Desapareció. Y si te pierdes entre la pandemia de internet y la cuarentena obsesiva y punitiva de las autoridades… nadie te busca. Nadie te va a buscar. Importa el bicho, no los humanos. Habitamos el país de los asesinatos violentos más altos de la historia y sin estar en guerra (el año más violento en México ha sido el años pasado de Andrés Manuel López Obrador: más de 34 mil 608 víctimas de homicidio dolosos); habitamos el país de las desapariciones: siete desaparecidos de enero de 2015 a 2019. Desapareció la señorita Abigaíl Ávalos Camarillo. Un número más en el país que se olvidó de sus ciudadanos y sólo se ocupa del bicho invisible.
ESQUINA-BAJAN
VANGUARDIA publicó una nota (27 de abril) donde una mujer de 84 años (ojo con la edad), Vicenta Rivera (vive en calle Emiliano Zapata 411 de la colonia 23 de Noviembre aquí en Saltillo), sobrevive en esta pandemia y contingencia bacteriológica pidiendo comida o dinero afuera de un establecimiento de pollo en un transitado bulevar citadino. Esto de por sí es tremendo. Pero lo peor (siempre habrá cosas peores) viene al final. No sólo pedía para ella, sino para dos niños que dice son sus hijos. Los dos con discapacidad. Las fotografías los evidencian como lo que son: un par de niños sin futuro, seamos francos. Y el comentario es obvio, cronológicamente los niños no corresponden con la edad de la mujer. Pienso, aventuro, los niños fueron abandonados por sus padres (tal vez ellos sí, los hijos de la señora Vicenta de 84 años). El bicho no mata a todos, el hambre sí.
¿A usted le gusta el buen vino, el buen trago? Caray, a quién no. A eso venimos a este mundo, a disfrutar. Y uno de los placeres más refinados de la civilización es comer y beber por placer, no para sobrevivir. Dos ejemplos rápidos sobre el “vicio” del alcoholismo: la escritora sueca Marika Stiernstedt que empezó a tomar por sentir una gran ansiedad pudo más tarde, sin dificultad, identificar línea por línea los pasajes que había escrito bajo la influencia del alcohol pues, decía, eran definitivamente inferiores al resto de su producción. Aquí nos enfrentamos con un vicio destructivo. El lado contrario, el otro lado del corazón es el protagonizado por una serie de almas en pena, verdaderamente espíritus del infierno que encontraron en la musa alcohólica, el leitmotiv, para sus textos de creación y su vida misma. Los ejemplos son célebres y harto conocidos algunos de ellos, de los cuales le he hablado aquí en varias ocasiones: Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Malcolm Lowry, Hart Crane… Utrillo.
Y ante el confinamiento obligado y decretado por las autoridades por el COVID-19 y el cierre de bares, tabernas, antros y todo puesto de socorros que ahora vegetan sin fecha exacta de reapertura, los especialistas lo han alertado y comprobado: se alza significativamente el consumo de alcohol y la violencia intrafamiliar. Ya me acabé el espacio, pero continuaremos en la próxima entrega. ¿Somos los mexicanos muy borrachos? Sí. Cerrar la cantina de la esquina no benefició a nadie y sí perjudica la salud. En el País van más de 220 muertes por consumo de alcohol adulterado. Ya hay muertos en Coahuila. En otras entidades hay violencia, desaparición de mujeres, muertes…
LETRAS MINÚSCULAS
¿Dos monedas que nos identifican y nos retratan como mexicanos hoy? La ignorancia y la violencia.