Don Aldegundo, saltillense cazador perpetuo de sueños con alas
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Esta es la semblanza de don Aldegundo Garza de León, el cazador perpetuo de sus sueños con alas, sueños que atesora entre los muros gruesos, antiguos, de este museo, el Museo de las Aves de México. La entrevista se realizó una lluviosa tarde de junio de 2013, en su oficina, un espacio lleno de plumas y de anécdotas, donde a Aldegundo le bastó cerrar los ojos para volar por el cosmos de su vida
¡Híjole!, si alguien se lo platica, don Aldegundo Garza de León, no se lo hubiera creído nunca, a no ser porque él mismo lo vio.
Sí, vio con sus ojos veloces de pájaro desplomarse de los cielos azulados, en la Selva Lacandona, a aquella águila arpía con la que había soñado tantos años y perseguido, escopeta al hombro, durante días largos cargados de ansia y desesperación.
Don Aldegundo se había internado en la espesura del trópico, acompañado del mundialmente conocido naturalista Miguel Álvarez del Toro y un indio maya, que se sabía los secretos de la selva como un genio de los laberintos.
Don Aldegundo había sentido cerca aquella presencia alada, no la vio, pero la oyó gritar en lo alto de los árboles y —observador nato— la reconoció entre los miles y miles de murmullos que tejían la fresca melodía de la jungla.
Y siguió y siguió y siguió el grito de la arpía con todos sus sentidos, hasta que se cansó, “ni hablar, no se pudo”, dijo para sus adentros y regresó con sus compañeros de excursión por las veredas exuberantes.
Sus poros, transpiraban un sentimiento como de gran vacío.
Haber recorrido 3 mil kilómetros para llegar a la selva y tener al águila a 40 metros de distancia sin poderla ver, “no era una cosa menor”, pensó don Aldegundo, mientras se alejaba en la camioneta con los rifles ya guardados.
En esas cavilaciones estaba cuando él y sus amigos vieron pasar frente a sus ojos, a través del parabrisas, a aquella águila arpía rasgando el cielo, como si ella también anduviera buscando a don Aldegundo para retarlo.
El águila, llevaba en las garras a un hocofaisán, apenas podía volar y, con trabajados, fue a esconderse entre la arboleda señorial.
“¡Párese, párese ahí va el águila que quieren!”, irrumpió el indio maya, la camioneta dio un frenazo intempestivo y en menos de lo que lo cuenta don Aldegundo sacó la escopeta a tirones del equipaje.
La selva estaba hermosísima: “Se va caminando el lacandón, andaba descalzo y traía una túnica blanca, de repente se para y se queda viendo al frente, me agarra y me dice: ‘Mire ahí están cayendo musgos y ramitas, ahí está (el águila) arriba. Donde la vea, tírele, porque si no… ya no la vamos a volver a ver’”.
El momento era de gran tensión, como piquetes de alfileres en el estómago.
Don Aldegundo se fue caminado bajo los árboles y en un claro de cielo el cañón de su escopeta se topó, frente a frente, con el pecho del águila, que quiso volar con el hocofaisán entre sus garras, pero el balazo la paró en seco.
El águila se fue de lado y cayó.
Fue la coronación del sueño de don Aldegundo. El águila arpía se había convertido en su obsesión más loca: era atractivísima, poderosa, poco conocida y era el ave rapaz más grande del mundo, “y yo sabía que tarde que temprano iba a desaparecer, estaba seguro que, aunque era lo menos que quisiéramos mucha gente, era inevitable”.
Era la primera arpía que se exhibiría disecada en México, porque hasta entonces no había otra.
Don Aldegundo se acordó de las veces aquellas en que salió a caminar por el campo, de la mano de su padre.
Cierta mañana que andaban por la presa “Los Cárdenas”, por el rumbo de donde hoy es la entrada al camino que conduce al Club Campestre, vieron un pajarito pequeño y de plumaje rojo encendido, espalada negra y antifaz negro, que iba y venía surcando el viento.
A don Aldegundo, que a la sazón tenía cuatro años, le gustó y tuvo la idea de atraparlo con las manos para llevarlo a enseñar a su madre y a sus hermanas.
Le había llamado la atención el vuelo de aquel pájaro, que de pronto se quedaba suspendido en el aire, cazaba con el pico una mariposa, y echaba a volar perdiéndose en el monte.
El niño corrió y corrió y corrió tras él, pero nunca lo alcanzó.
Aldegundo sintió correrle por la sangre un torrente de decepción y resignación.
“¿Y cómo puedo agarrar a ese pájaro?”, preguntó a su padre, “cazándolo y luego llevándolo a disecar a un taxidermista y después a la casa, esa es la única manera”, le respondió seguro el señor.
“Probablemente papá me lo dijo con la intención más de ‘quítate esa idea de la cabeza, va a ser imposible’, pero al contrario, me dejó esa inquietud y empecé a necearle que me regalara un riflito para poder cazar y enseñar esos pájaros que no podían ver en mi familia, si no era así”, rememora don Aldegundo Garza 70 años después.
¡Híjole!, si alguien se lo platica, no se lo hubiera creído nunca, que al cabo del tiempo este hombre llegaría a fundar un museo con una colección científica de más de 3 mil aves, como no hay otra en todo el país ni, probablemente, en otros países del mundo.
“Una condición que papá me puso desde luego, luego fue ‘tú no vas a matar nunca ni vas a tirarle a ningún animal que no se aproveche de alguna manera. Si es a una paloma, una codorniz, un conejo, que se lo pueda comer alguien, que los puedas regalar o que se pueda disecar, que valga la pena’”.
Y menos es de creerse que a sus 16 años, andando en la sierra con sus amigos campesinos de Ojo Caliente, lograría cazar una águila real, a la que sólo había visto pintada en la bandera mexicana, la correspondencia oficial y en las monedas que ganaba cuidando la tienda de ropa de su papá.
“Sabíamos que en las sierras habitaban (águilas reales) y subimos varias veces. En ocasiones nos tocaba suerte de verlas a veces no y en alguna de esas veces tocó la suerte de encontrarla y de atinarle.
“En mi familia me decían, entre broma y broma, que para poder colectar un ave necesitaba encontrar una que fuera más tonta que yo y me tocó la suerte de encontrar varias aves más tontas que yo”, relata don Aldegundo, sentado detrás de una mesa en la sala de juntas de ese recinto del saber en qué se ha convertido el Museo de las Aves de México, su mundo.
“¿Y la escuela?”, lo cuestiono, “papá usó mucho mi inclinación por la cacería y por las aves, para traerme muy cortito. Si salía bien en las calificaciones, si no tenía muchos problemas con las materias, me dejaba salir al campo, me daba el rifle y me daba algunos cartuchitos. Si andaba mal en calificaciones ni me dejaba salir ni me daba cartuchos. Entonces para mí era importantísimo estar bien en el colegio.
Algunas veces no se podía, por alguna razón u otra falla y ya sabía que ese domingo me quedaba en la casa haciendo labores de la tienda de ropa o ayudándole a mamá o simplemente me daba permiso de salir con los amigos o de ir al cine, pero no al campo y a mí no me interesaba ni ir al cine ni otra cosa más, lo que me interesaba era salir al campo. Ahí mi papá me apretaba las tuercas”, recuerda.
Aquella águila real era una de las primeras piezas importantes que había conseguido cazar y que ha permanecido en la colección por cerca de 58 años.
“¿Cómo se hizo tan observador?”, interrogo a don Aldegundo, “probablemente la convivencia con la gente que vive en el campo, que vive en la naturaleza, los pastores, la gente que cultiva sus tierras, los talladores de ixtle, los pescadores. Son todos ellos gente muy observadora y los niños desde pequeñitos aprenden lo que ven de sus papás. Entonces el andar con ellos pues me ha enseñado a ver con un poquito más de cuidado algunas cosas. Un campesino ve un ave donde uno no la ve y le enseña a uno a verla (...)”, resuelve.
Su vida era tan parecida a la de los pájaros. Le encantaba verlos volar, escuchar sus graznidos y mirar cómo atrapaban a sus presas, que don Aldegundo vivió su niñez jugando a trepar a las azoteas de las casas, correteando gatos domésticos y subiendo a las copas de los árboles para cortar peras, duraznos y cuanto podía encontrar, cuando en Saltillo había huertas.
Sólo él sabía le fascinación que le provocaba la altura, la sensación de libertad y el aire golpeándole la cara.
“Cuénteme de su familia”, le pido a don Aldegundo: “Era una familia igual que el resto de las familias saltillenses, donde los padres eran muy celosos de sus hogares, muy cuidadosos de sus hijos, muy pendientes de la educación, del comportamiento nuestro, de la moral, de la forma de educarnos y de la forma de hacernos gente de bien. Eso era lo usual de entonces”, responde.
Como a las garzas, a Don Aldegundo le gustaba también zambullirse y caminar entre el agua de las presas, buscando ranas y renacuajos.
Hasta que de repente, cumplidos los seis años, se vio cargando en las manos un rifle de municiones que su padre le había regalado, contra la voluntad de sus tías y después de un año de estarle neceando, una Navidad.
“Pero una Navidad antes casi lo convencía, mis tías, hermanas de mi padre, le dijeron que no, que era una locura, que cómo me iba a regalar un riflito a esa edad, ‘vas a matar a alguien o le vas a sacar el ojo al alguien’, aunque fuera de municiones el riflito. Total no me lo regalaron y me quedé con un sentimiento de tristeza y de frustración bárbaro”.
Estaba parado a la orilla de una presa en Ojo Caliente apuntando a un halcón que sesteaba en las ramas de un álamo.
Su padre le ayudó a sostener el rifle y ¡pum! el halcón cayó.
Años después y cuando Aldegundo ya era un hombre, un niño, como el que él había sido cuando se inició en la cacería de aves, le hizo sudar la pena negra.
Ocurrió una tarde durante una visita escolar al salón que don Aldegundo había acondicionado en su casa para exhibir los cerca de mil 548 ejemplares de aves que hasta entonces engrosaban su colección.
El niño lo agarró así de la camisa y le dijo ‘oiga, y si usted quiere tanto a los pajaritos ¿por qué los mata?’.
Don Aldegundo pasó aceite, ¿cómo iba a responderle a aquel crío para que le entendiera?, pensó, hasta que por fin dijo:
“Tú y yo vamos a recorrer todas estas vitrinas y vas a conocer cientos de aves en una hora y media o dos horas. Si tú quisieras conocer esas aves donde ellas viven, en lugar de que yo las trajera, a lo mejor en 15 ó 20 años no las ibas a ver y te iba costar un dineral a ti y tus papás, transportarse a donde las aves están”, le dijo.
El chico escuchó atentamente, don Aldegundo prosiguió:
“Si yo no las traigo para que tú las conozcas, nunca las vas a admirar, ni te vas a preocupar porque se conserven, ni vas a participar en un programa de conservación o de protección del medio ambiente, porque no sabes ni lo que es. Si te pregunto ‘¿te gustaría participar en algún programa o dar una pequeña aportación para que se conserven los quetzales?’, me vas a decir así ‘¿y qué son los quetzales y dónde están?’.
“Pero si yo te digo ‘estos son los quetzales y están en Chiapas y ya casi no tienen selvas dónde vivir y se quiere hacer un programa para comprar un poco de tierras para conservarlas ahí a través de vigilancia’, a lo mejor dabas un pesito o cinco pesitos, pero qué se necesitó, que las conocieras.
“Le dije al niño ‘¿tú crees que puedas amar a Cerapio?’, dice ‘¿y quién es Cerapio?’, le digo ‘pos es un muchacho muy buena gente’, dice ‘sí, pero no lo conozco’, le digo, ‘ah pos es igual, tú no vas a amar a una ave que no conoces, ni vas a amar a una flor que nunca has visto, pero cuando la conozcas sí la vas a amar, vas a pensar que ha valido la pena’”.
¡Híjole!, y si alguien le platicara a don Aldegundo que en 20 años de existencia el Museo de las Aves de México ha recibido en sus salas de exhibición a más de 2 millones de visitantes, no se lo hubiera creído nunca…
Y como éstas don Aldegundo Garza tiene otras 3 mil aventuras que contar que… ¡híjole!, si alguien se las platica, no se las hubiera creído nunca...