El olor de la guayaba
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El cultivado evocará en el título al libro de Gabriel García Márquez/Plinio Apuleyo Mendoza, y el prosaico le cambiara la “a” final del nombre de la fruta por una “o” y esbozará una sonrisa nimia, trivial y vulgar. Es inevitable, porque así como existe la libertad de expresión -todavía- existe la de interpretación.
Les platico: Buscaba a un fabricante de piñatas del cual les hablaré muy pronto, y mientras tanto, la irreverente me esperaba dentro del carro cuidando su distancia de lo ajeno y bien protegida cual lo mandan éstos tiempos virulentos.
Sucedió que cuando regresaba de mi visita a ese hipnótico lugar donde las figuras humanas se construyen sobre esqueletos no de huesos sino de carrizos y alambres, recubiertos de papel en vez de piel, el olor fue tan intenso que me hizo voltear al lugar de donde provenía.
Algo debe de estarle pasando al clima y a sus estaciones, porque a pesar de que la guayaba es la fruta representativa de la época decembrina, su aroma perfuma estos días del moribundo junio y del naciente julio.
Me asomé entonces a la tienda de esa esquina y al verlas ahí, relucientes, grandes y atrevidas con su desafiante amarillo -y por mí, amado color como lo fue también para Neruda- lo primero que se me ocurrió fue pedirle a mi Gaby que bajara del carro y me siguiera.
“Me vale madre que vayan a estar más caras que en el súper, así que por favor, llévate todas las que puedas”, casi le ordené.
Y ella -hermosa y diligente como siempre es- ahí la tienen degustando al tacto y al olfato de tan maravillosa experiencia.
El olor era tan intenso, que traspasaba sin recato los filtros del cubrebocas y caretas con los que entramos a aquella frutería, que vendía además de frutas, todo, hasta leña para recordarnos el origen de las cosas y hacia donde vamos debido a éstos hijos de la guayaba de la 4T.
Si fue un kilo me quedé bien corto, el asunto es que a pesar de haber sido envueltas en una bolsa de papel deliberadamente no hermetizado, apenas las tuvimos entre nosotros invadieron deliciosamente nuestro espacio.
Y su olor nos transportó a los dos a la bien llamada “ciudad dulce” de Colombia: Moniquirá, de aquella vez que fuimos a casarnos a Bogotá (nos casamos en cada ciudad que por primera vez visitamos) y nos dejamos llevar por la deliciosa aventura de los viajes sin más plan que eso, la aventura, y tras tres horas de carretera llegamos a los dominios del verde, blanco y guayaba, los colores de la bandera que representan a los valles fértiles, la nobleza de su gente y la abundancia de ese fruto.
Aquella vez hicimos uno de los rapeles más memorables, al bajar por la cascada del Cajón, donde el rapel se vuelve torrentismo al descender 76 metros en medio del agua.
Y fue memorable porque el olor de la guayaba se volvió anestesia cuando -en serio- los cortes de las rocas cual cuchillas que sufrimos en piernas, manos y brazos, no dolían.
Toda esta memorable añoranza nos acompañó hasta la casa y apenas Gaby las metió al refrigerador, ocurrió la magia…
Ella pintando y yo escribiendo, cada uno en su reducto pero a tiro de piedra de mirada -como tanto nos gusta- volteamos a vernos casi al unísono.
Olía a guayaba.
Pero ¿cómo? si desde que llegamos estaban guardaditas en el frío para que se conservaran. Y ¿cómo así olía a guayabas y no a las otras frutas y legumbres que tras las puertas del frigo les hacían compañía?
Olía a guayaba y su romanceado aroma esculpió de un inusitado color Sol el cuadro que pintaba ella, y el texto que apenas yo esbozaba se tiñó de pronto de amarillo, porque al final de cuentas, como se lee en una de las lápidas de la postrera tierra de Neruda viendo al mar de su Isla Negra: “¿Qué haríamos sin el amarillo?”
CAJÓN DE SASTRE
“El final del artículo de hoy, además de color, tiene un sabor”, dice la irreverente de mi Gaby, y mientras tanto, las guayabas siguen invasivas, nada esquivas y sin evasivas.
Y mientras tanto, la magia sigue, a pesar de que desde hace varios días reencarnaron en nuestras vidas convertidas en manjares de jugos y a mordidas…