Los vuelos aéreos llevaron lejos la cercanía
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Las velocidades supersónicas devoraron las distancias. La voz y la imagen fueron encontrando trucos para un desplazamiento que ha llegado a ser instantáneo. Basta un click. Y ya las enchiladas que estás comiendo en México las están viendo tus amigos que están en China y tú puedes escuchar sus voces y ver sus gestos a la distancia del medio metro que te separa de tu pantalla.
Eso es en la relación virtual, cibernética, digital. Pero en la época de la máxima cercanía estamos viviendo el fenómeno de la convivencia distanciada. En el espacio público se impone la barrera de la mascarilla y el metro y pico que te aparte del más próximo semejante. Cunde la infección sin síntomas y el que se siente sano es portador. Y transmite al hablar, toser, estornudar, cantar, gritar. Y también al tocar si no hubo un aseo de manos inmediatamente anterior.
“Me distancio de ti para cuidarte y defenderte de mí por ser hipotéticamente infeccioso”. Es la actitud de la gente más inofensiva. La que se comporta como invadida por el SARS-CoV-2, aunque no sienta ningún síntoma de COVID-19. En tiempos no pandémicos se daba la convivencia espontánea, aún en tiempos invernales de catarros y gripas y en que se escuchaban toses aquí y allá. Había cercanías y contactos. Unos por estar vacunados y otros por estar confiados en sus propias defensas, se sentían inmunes, capaces de rechazar cualquier virus, bacteria, microbios invasores.
Por tiempo largo la convivencia distanciada será la mejor protección que pueda sumarse a lo que ya hace el organismo con sus ejércitos de anticuerpos para mantener los equilibrios de salud y rechazar cualquier invasión virulenta perniciosa. Por mucho tiempo no se hervía la leche ni se tenía cuidado de higiene al curar heridas hasta que llegaron los descubrimientos de Pasteur. Acostumbrarse a las esterilizaciones y a las desinfecciones con alcohol y al aseo en las curaciones y no beber leche sin hervir ha sido un estilo de vida. Con él se ha librado de la muerte a incontables habitantes de este planeta.
RENUNCIA CANÓNICA
Lo establece claramente el Código de Derecho Canónico. A los setenta y cinco años los obispos han de presentar su renuncia ante la Santa Sede. Es el Papa quien, en una fecha precisa, la acepta para que quede vacante la conducción de una Diócesis. Un administrador apostólico asume las responsabilidades en el tiempo en que se espera el nombramiento de un nuevo prelado. Nuestro obispo ha cumplido con esta norma puntualmente. Llegó a estas tierras con una combinación de científico, fraile promotor social.
Con bases sólidas y en vistas a un mundo mejor, lanzó el diseño y aplicación de un plan pastoral. Se irían dando los pasos participativos para aplicar, en el territorio diocesano, una pastoral evangelizadora y humanizadora. Con raigambre en la encarnación que une lo divino y lo humano. Con una visión de Iglesia comunión que evangeliza civilizando, se fueron viviendo las etapas sucesivas del plan, con atención especial en la pastoral profética y sacramental, con acento social. Justicia social y derechos humanos ha sido el binomio peculiar de su labor episcopal. Ha tenido repercusiones nacionales e internacionales. La colegialidad presbiteral hizo posible que se repartieran las responsabilidades pastorales y la comunidad de fe fue aportando las vocaciones al sacerdocio, al diaconado permanente y a la vida religiosa.
La participación del laicado en todos los procesos de invitación, crecimiento, formación y acción fue, al mismo tiempo, una escuela de agentes y un semillero de ministerios laicales. Se tiene una diócesis en marcha que puede entregar, en plena carrera, la antorcha de relevo en el momento oportuno...