Juan Villoro: El malabarista de la literatura y sus genealogías
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Este lunes, el escritor y periodista mexicano Juan Villoro cumple 56 años.
Ciudad de México. Desde sus primeros relatos, aparecidos a finales de los 70, Villoro ha construido una obra de géneros tan diversos como la novela, el cuento, el ensayo, el diario de viajes, la crónica, el artículo periodístico, el guionismo e incluso la literatura infantil.
Esto lo ha convertido en el escritor mexicano más importante de su generación y heredero de los grandes maestros, como Octavio Paz y Carlos Fuentes, gracias a su capacidad de ahondar en la sociedad mexicana y en el interior de sus habitantes, a la vez que una perspectiva cosmopolita para abordar las relaciones entre la cultura americana y la europea, sin ceder a tópicos ni exotismos.
Para celebrar un aniversario más de Juan Villoro y gracias a la generosidad de Oswaldo Zavala y José Ramón Ruisánchez, autores de Materias Dispuestas: Juan Villoro ante la crítica (Candaya Ensayo) reproducimos un texto de este libro, que recoge algunas de las reflexiones que la obra de Villoro ha suscitado en otros escritores contemporáneos, como el propio Fuentes, Skármeta, Balza y Martínez de Pisón, entre otros. También de críticos como Juan Antonio Masoliver Ródenas, Christopher Domínguez, Mihály Dés o Ignacio Echevarría. Además de las semblanzas más personales y emotivas de amigos y maestros como Roberto Bolaño, Sergio Pitol o Alejandro Rossi.
Encima Materias Dispuestas: Juan Villoro ante la crítica permite acercarse al escritor desde los ensayos académicos escritos especialmente para esta obra y las aportaciones realizadas por el propio Villoro.
PRIMERA SUERTE: LA NUEVA EDAD DE MÉXICO
¿Qué significa la firma de Juan Villoro (México, 1956) cuando la pensamos como operación de la biblioteca de la narrativa mexicana, latinoamericana y occidental? ¿Cómo pensar, desde su escritura, la forma en la que ordena sus afinidades electivas? Hay que proceder desde sus nombres cruciales pero privilegiando la mirada retrospectiva, para evitar las trampas de esa vieja fascinación: la influencia. No se trata aquí de encontrar el sello de otro autor en la obra de Villoro y sonreír como arqueólogos triunfantes ante el cimiento revelado, siempre con la implícita acusación de que la magia es un truco, la originalidad un robo exitoso, y cualquier obra el producto de una genética más o menos inexorable. Por el contrario, lo que interesa aquí es qué lecturas abre Villoro. Por decirlo de otro modo: en qué medida su obra fractura las cristalizaciones de una crítica que impedía ciertas activaciones de un archivo.
Así como Villoro es un experto malabarista del símil preciso y de los motivos narrativos llevados hasta sus últimas consecuencias, su poética es también malabarista de la tradición mexicana, inteligentemente extendida a la experiencia latinoamericana, apoyada en las convergencias pero también diferenciada del legado occidental. Sus (re)lecturas provocan fisuras en las coherentes imágenes que algunos en la academia y la crítica cultural ofrecen con la esperanza dela continuidad: horizontalmente desde la primera novela latinoamericana, El periquillo sarniento (1816), hasta 2666 (2004) de Roberto Bolaño, hay quienes quisieran pensar la literatura latinoamericana como un proceso gradual y evolutivo, a salvo de las incómodas discontinuidades. Obras como la de Villoro desestabilizan tales presupuestos. Avanzan de modo transversal articulando genealogías ad hoc, meditan distintas coyunturas, retroceden y se adelantan reorientando con frecuencia sus objetivos estéticos. El malabar como el mayor acto de liberación: la suerte inesperada, el somersault que sorprende en el instante de su aparición.
Sin duda el primer nombre que hay que anotar entonces, la primera firma que hay que releer desde el malabarismo mexicano de Juan Villoro es la de Carlos Fuentes. Desde mediados de los años cincuenta y hasta la fecha, Fuentes prosigue la acumulación de ese ciclo colosal que él mismo ha llamado La edad del tiempo y que poco a poco va encontrando su lugar en cada nueva edición de sus obras completas. Curiosamente hay un elemento que parece no sufrir las consecuencias de este tiempo o, por lo menos, que lo sufre de una manera sumamente peculiar. Por más que Fuentes adecue sus paisajes, por ejemplo para mostrar el Greater Mexico allende el Río Bravo como en La frontera de cristal o intente incluir las urgencias contemporáneas como en Cristóbal nonato, La silla del águila o La voluntad y el poder, el Distrito Federal y esa dispersión post-nacional que es ahora México se desfamiliarizan en sus páginas porque perseveran implacablemente como otros.
Conforme nos alejamos de sus clásicos inaugurales La región más transparente o La muerte de Artemio Cruz, el DF de Fuentes resulta cada vez menos parecido al de la realidad. Parece una ciudad futura soñada desde 1958 o desde 1962; nunca después de 1968. De hecho, la ciudad de Fuentes comenzó a ser otra en 1954, cuando se inaugura la Ciudad Universitaria y el Centro comienza la marcha ineludible que lo convertirá en "Centro Histórico". Lo que resulta más interesante es que eso, el centro de la ciudad, no se reterritorializa en ningún otro barrio; tampoco es que se desplace, sino que se disuelve: la lógica de la ciudad ha cambiado para siempre.
Cuando, con implacable vigor, la ciudad logra abolir todos sus perímetros imaginables, su desmembramiento es inevitable. Se convierte en un tejido multicéntrico: una serie de ciudades colindantes pero que poseen sus propios poderes, comercios, pequeños cines, restaurantes, escuelas y parques. Esa ciudad que rebasa cualquier posibilidad de abarcamiento como el logrado por Balzac y Pérez Galdós, como el intentado por Fuentes. Villoro revela como nadie esta imposibilidad, ya que justamente escribe esta ciudad hidra, salida del cascarón de tezontle y cantera de su fundación colonial, en sus dos primeras novelas El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1996). En ambas aparecen ya los barrios que ni logran ser suburbios norteamericanos ni desdoblar los aciertos de las viejas ciudades españolas. Villoro entiende los placeres de la radiografía social pero también comprende que se han desmoronado las condiciones de posibilidad del muralismo. Contra los frescos del pasado, lo que hay es una ciudad que se encierra a ver(se en) televisión. Esta es la siguiente etapa de nuestra peculiar versión de la modernidad: con el fundacional personaje de la vasta e importante novela de Fernando del Paso, Palinuro de México -del cual el mejor Villoro es también un aplicado pero también renegado estudiante de su imaginario y prosa-, ha llegado a un nuevo despertar civil después del ensueño neobarroco anterior al 2 de octubre de 1968.
Desde luego la lectura agudísima del agrietamiento del ciclo de Fuentes y de las provincias que ya no supo convocar, sería imposible sin la revisión de uno de los escritores cruciales surgidos precisamente del movimiento estudiantil de 1968 y su represión militar: Carlos Monsiváis, quien lee al primer Fuentes con una agudeza pocas veces superada, y que si decide incorporarlo a su propia genealogía lo hace con una operación peculiar; Monsiváis enuncia en el lugar de la indecisión de los géneros, en una crónica que es siempre, de manera simultánea, un ensayo sobre el momento que se narra y, al mismo tiempo, el mirador desde donde se re-examina el pasado con una perspectiva inexistente pues solamente surge merced a la narración del acontecimiento. La posición inestable en la prosa de Monsiváis, obliga a una variación de los puntos de vista y exige una recepción que pesque una cita, inmediatamente después se ría de un chiste, para luego repensar una mentira oficializada y, antes de que termine el párrafo, comprenda los reacomodos causados o revelados por una manifestación, un concierto, un partido de futbol.
Juan Villoro no es sólo un cronista notabilísimo, que tersa el caos estratégico de Monsiváis sino que se permite trasladar los hallazgos de éste a sus otras materias -notablemente a la novela- donde enriquecen las posibilidades del género, cimentando la urgencia de contar el presente, la expansión de la ciudad, el quiebre del país, las costumbres resistentes o cambiantes como posibilidad de comprensión. Villoro lee al cronista Monsiváis no sólo como un renovador de su género, sino como un precursor de la narrativa de las generaciones posteriores. De pronto, las crónicas de Monsiváis se convierten en promesas, en exigencias de novela, en un reto para quien tenga los poderes suficientes. Hay que seguir narrando la ciudad, pero ya no la ciudad de Fuentes; a la pregunta de qué ciudad, entonces, Monsiváis acude con la respuesta: la ciudad nueva con su mal gusto, sus errores, pero también su imaginación política y estética (premeditada o improvisada) donde se origina la imposibilidad de la ciudad antigua o las preguntas que inquietan lo que siempre se dio por sentado.
Ahora bien, si Monsiváis exige y establece una forma de repensar la historia desde el acontecimiento popular, de José Emilio Pacheco, el mecanismo que Juan Villoro privilegia es la mediación subjetiva entre el presente y el pasado. En Pacheco hay siempre alguien que recuerda, alguien que se recuerda para ser más preciso, que vuelve a hacerse niño en la página. Así, la canción de experiencia es una evocación melancólica de la canción de inocencia.
Villoro es el mejor heredero de estos procedimientos de memoria, y por eso por sus libros pasan niños y muchachos entrañables, y por ello, también sabe narrar para niños y muchachos con pasión y precisión ejemplares, con tristeza ejemplar, con humor ejemplar. Su mirada está en ese lugar equidistante de la agudeza profesional del observador sociológico y del gozo y el susto de la primera vez. Si, como dice Walter Benjamin, la labor de la infancia es dejar que entre lo nuevo en el mundo, la tarea que se impone con éxito Villoro consiste en renovar el archivo de sus imágenes; encontrar nuevas maneras de contarse individualmente y, al hacerlo, abrir posibilidades a la memoria de los otros.
Finalmente hay que agregar a Sergio Pitol, quien inaugura una heterodoxia de la lectura, un gozo de los personajes esperpénticos pero que, releído desde Villoro, muestra como su rasgo central aún más importante y, de más de una manera, afín a Pacheco: el camino de la memoria es tortuoso, uno no recuerda lo que quiere sino lo que puede, sólo desentrañamos el misterio que nos corresponde. La figura del exiliado -que es nítida en El testigo (2004) pero que se va dibujando a lo largo de toda la ficción anterior de Villoro- es crucial en esta posibilidad de releer el par que forma con Pitol porque aparece en los dos un estar dislocado, adentro y afuera, en una diferencia que es una manera de mirar, una lógica del presente y de la memoria. El exiliado es otra clase de niño, que debido a su estar entre países, entre culturas, entre definiciones incompatibles, acaba creando una estética de lo no definitivo, del permanente misterio, de una cifra que no termina de revelarse, pero cuya inquisición descubre algo más importante y que modifica para siempre al detective (por usar una palabra cara tanto a Bolaño como a Piglia).
En este lugar, Villoro nos obliga a releer la tradición central de la narrativa mexicana. La que va de Manuel Payno a Martín Luis Guzmán a Carlos Fuentes, pasando por el inframundo de Juan Rulfo, de un modo inevitablemente heterodoxo. Del mismo modo como la ciudad se dispersa en su crecimiento imparable y se convierte en nuevas ciudades acaso ilusoriamente autosuficientes y peculiares, el país de Villoro también abandona su centralismo y se cuenta de manera brillante en relatos, crónicas y en El testigo como un federalismo podrido, el reverso pesadillesco de sus anhelos liberales. Muerto Pedro Páramo, cada una de sus piedras funda una casa de espanto.
Sin embargo, en estas ciudades periféricas y asiladas, en estas puntas del país, está una verdad necesaria, un hallazgo acumulativo que Juan Villoro aumenta con cada nuevo libro, desde los más fantásticos como Albercas (1985) o sus Crónicas imaginarias (1986) hasta su periodismo, y el ya vasto territorio de su ensayo literario.
En su estilo está el genio de Monterroso, las cadencias de la oralidad de José Agustín y la curiosidad sistemática por la extrañeza de lo propio, la familiaridad de lo lejano de Octavio Paz; Villoro se erige entonces en una manera de lectura que supera la esterilidad de antiguas polémicas, a partir de diálogos que (re)instauran la convivencia, la simultaneidad, el equilibrio renovador entre amigos y enemigos tradicionales del campo literario mexicano. Y no sólo mexicano, como se verá en lo que sigue.
SEGUNDA SUERTE: EFECTOS LATINOAMERICANOS Y OCCIDENTALES
Ya en su clásico estudio Corrientes Literarias de Hispanoamérica (1945) Pedro Henríquez Ureña distinguió que la tradición en nuestro continente, desde principios del siglo veinte, discurre en dos genealogías: una con "fines puramente artísticos" y otra con "fines sociales" (185). La bipolaridad crítica desde entonces establecida y reconsiderada bajo distintos nombres -cosmopolitismo vs. mundonovismo; occidentalismo vs. nacionalismo; Florida vs. Boedo; literatura autoreferencial vs. literatura vitalista- ha dejado una honda impresión en la historia literaria moderna. A la muerte de Borges en 1986, Paz escribe una nota que retoma esta disyuntiva:
Tal vez la literatura tiene sólo dos temas: uno, el hombre con los hombres, sus semejantes y sus adversarios; otro, el hombre solo frente al universo y frente a sí mismo. El primer tema es el del poeta épico, el dramaturgo y el novelista; el segundo el del poeta lírico y metafísico ("El arquero" 211)
Podríamos caer así en una visión de paralaje, como lo advertía Slavoj Zizek, que condiciona como irreconciliables y autoexcluyentes los lugares de enunciación de ambas genealogías. De un lado aparecía el artificio insólito y sin precedentes (acaso sin auténticos sucesores) de Jorge Luis Borges, la depurada página perfecta inscrita al circuito cerrado de la Biblioteca Occidental de Alfonso Reyes; del otro lado el desgarbo telúrico de Roberto Arl, el abismo tremendista de Juan Carlos Onetti.
Los últimos veinte años, sin embargo, han sido cruciales para la superación de esta dicotomía en apariencia insalvable. La obra de Villoro -como la de Roberto Bolaño, Horacio Castellanos Moya y Daniel Sada, por mencionar a tres de sus contemporáneos- se aventura hacia una poética que experimenta las dos grandes corrientes de la tradición latinoamericana. En el impasse de resonancias que había dejado el boom aún entre quienes intentaron su más intensa y original radicalización en lo que también se conoce como post-boom (Severo Sarduy, Abel Posse, Luis Rafael Sánchez), Villoro se abre paso trazando de nuevo una genealogía intermitente que asume con cautela lo borgeano, como en el caso de Ricardo Piglia, pero también la reinvención de su espacio inmediato, como en el gran "libro interrumpido" que Villoro encuentra en la obra de Juan José Saer (De eso se trata, Diego Portales, 161). Villoro sugiere una relectura de ambos para hacer notar lo que en su obra genera una impronta personal frente a la realidad material: la desolación de una ciudad que no se deja aprehender, que antes que ceder sus secretos, se colapsa como en el terremoto de 1985 en Materia dispuesta o en la tergiversación conservadora de la historia en El testigo. Lejos de permanecer fuera del tiempo, en la alteridad de una mitología individual que imagina a la urbe -la Buenos Aires de Piglia; la Santa Fe de Saer-, Villoro lanza al lector a ese Safari Accidental donde su Ciudad de México y otras regiones de extrañeza singular (La Habana, Berlín, Tijuana) guardan sorpresas aún para su autor, donde no hay calles calculadas por el ensueño autoinducido sino en manifiesta volatilidad, donde todas las casas están tomadas al mismo tiempo por la realidad y la invención de generación agudamente espontánea.
De este modo, Villoro marca con clara conciencia un lugar específico frente a los otros nacidos a partir de la década de 1950. Lo que en Bolaño es el vaciamiento de la hipertextualidad borgeana y del pulso experimental de Cortázar, es en Villoro el punto de vista medido y cauteloso que confronta a sus precedentes modernos sin entusiasmos nostálgicos ni la búsqueda de ajustes de cuentas que corren el riesgo de resultar improductivos. Lo que en Castellanos Moya es la cruda y a veces visceral interrogación de la sanguinaria historia política y militar de Centroamérica, en Villoro es la meditada ironía del desterrado que no encuentra asideros en el México de la falsa transición democrática que se condena sin su mediación subjetiva. Lo que en Sada es la plasticidad neobarroca del lenguaje estilizado que reconfigura los reductos de lo nacional a una superficie textual, en Villoro es la limpidez de una prosa ensayística que redescubre sus objetos sin recurrir a nuevos giros del "silogismo del sobresalto" de José Lezama Lima. Comparando su trayectoria con la de escritores más jóvenes, el derrotero de Villoro, incluso desde su primer libro de cuentos -La noche navegable (1980)-, ha resistido el fácil redescubrimiento del cosmopolitismo, la forzada moda que para poder existir necesita antagonizar a la desgastada fórmula epigonal del realismo mágico (los autores que se descubren, se publican y se celebran entre sí a través de sus propios manifiestos y antologías con más slogans publicitarios que literatura). Como en sus vínculos mexicanos, las genealogías latinoamericanas y occidentales de Villoro se construyen más bien a base de una honda y pensada lectura interactiva con la tradición canónica y heterodoxa, en la que se fragua la autenticidad sin antagonismos efectivos sólo para la crítica literaria interesada en la sociología del mercado literario y sus lucrativas transacciones.
Las incursiones genealógicas de Villoro más allá de México deben entonces rastrearse en las distintas agendas que proponen sus libros estratégicamente diferenciados. Cada uno contiene a su vez objetos que parecen trabajados en espacios y tiempos arduos y únicos o arduos porque únicos: novelas, piezas teatrales, cuentos, guiones cinematográficos, relatos infantiles, ensayos, letras para canciones, crónicas, traducciones y artículos periodísticos que exploran todos los géneros, para apuntalar una de las visiones literarias más complejas, integrada en un conjunto que sin embargo nunca aparece estable sino en el dinamismo gravitatorio del malabar. Cuando reflexiona como ensayista, por ejemplo, sobre Lolita de Nabokov, Villoro resalta la paradoja que vence aún las más ineludibles consecuencias de la condición humana y que sabrá emplear oportunamente en su obra. Lolita, desplazando el horror de la pederastia por la desolación irreparable del desamor, guarda más dolor por la pérdida de su verdadero primer amante que por el trauma del abuso sexual sufrido a manos de su padrastro, y así se lo hace saber a este último: "Él me destrozó el corazón, tú sólo me destruiste la vida" (Efectos personales, Era, 132). Villoro anota así los muy sutiles motivos que en un principio podrían ser irrelevantes pero que cobran repentinamente una importancia esencial. "La verdad estaba ante nuestros ojos y no la vimos", reflexiona Villoro. "La relectura se convierte en un desafío similar al de la composición literaria" (Efectos personales, Era, 131).
En busca de otro paciente logro de la imagen de simbolismo reconcentrado, Villoro recuerda, en un ensayo dedicado a Malcolm Lowry, el arranque de Bajo el volcán que describe a grandes rasgos la ubicación geográfica de Quauhnáhuac. A falta de la afilada brevedad que no consigue subrayar en la biografía de Lowry, Villoro apostilla: "La historia de Geoffrey Firmin representa la fugaz tragedia del hombre en el perdurable esplendor del mundo" (De eso se trata, Diego Portales, 236). Al acercarnos después al prólogo que escribió para su traducción de los Aforismos de Lichtenberg, Villoro nos obliga a preguntarnos: ¿Qué mayor sintonía puede tener el traductor/lector del autor alemán cuando de pronto, a mitad de camino en su prólogo, rompe su flujo expositivo para interpolar, exigir, un aforismo propio acuñado en esa íntima simbiosis que producirá un paréntesis narrativo: "Una pausa: Lichtenberg sueña en Gottinga" (La voz en el desierto 52)?
Ambos, el motivo anticipado que aguarda paciente su más contundente reactivación y el oneliner en el que se cifra el secreto de toda una novela, son los más laboriosos procedimientos de la prosa villoriana leída desde su contexto occidental moderno. Basten dos ejemplos puntuales: la escena que conduce a la curiosa masculinidad y la educación sentimental de Mauricio Guardiola en Materia dispuesta, quien observa: "Mi padre siempre usó el lado rasposo de la toalla. Si algo definía su carácter era la furia para frotar y admirar su carne enrojecida" (Materia dispuesta, Alfaguara, 15); la melancólica metáfora con que la voz narrativa de El testigo comenta el legado liberal que alguna vez suscribió la familia de Julio Valdivieso, el protagonista de la novela: "Hubo un tiempo, perdido en la neblina, esa pelambre de coyote, en que los suyos pudieron ser sensatos" (El testigo 235). Los alcances de sus referencias occidentales -tan seminales en su prosa como las latinoamericanas y las mexicanas, como ya se ha visto-, para las cuales ha dedicado otras indagaciones ensayísticas que siempre encuentran la forma de habitar en su narrativa, privilegian el dominio alemán (lengua que Villoro aprendió desde niño) pero difícilmente se detienen allí. Entre otros nombres clave, sus referencias textuales recurren a D. H. Lawrence, Goethe, Rousseau, Shakespeare, Burroughs, Hemingway, Bernhard, Yeats. Cada uno de ellos ha sido sometido a la operación que la (re)lectura creativa de Villoro ha perpetrado para encontrar, más que el sentido exacto de su engranaje, el detalle disonante del hallazgo que será correspondido en la obra del mexicano que en buena medida hace suyo lo que admira. El buen malabarista, por supuesto, nunca lanza al aire piezas que no sabrá recuperar.
http://www.sinembargo.mx/24-09-2012/372962