Baño de sangre: La Orestiada
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El Deutsches Theater convoca su ritual de sangre en el Cervantino con la puesta en escena de la obra clásica de Esquilo
En el Teatro Principal, el Deutsches Theater Berlín ha presentado La Orestiada de Esquilo en un ambiente de expectación provocado por la propuesta sugestiva del director Michael Thalheimer reducida -literalmente- a enfatizar los pasajes sangrientos de esta tragedia griega que en su versión actual desmitifica la anécdota como para traer a reflexión que los tiempos actuales, como aquellos de Esquilo, están no sólo teñidos de sangre, sino abatidos por la ambición, el crimen, la muerte... La violencia por la violencia, ¿y luego?
En traducción del connotado Peter Stein el Deutsches Theater convoca su ritual de sangre con una proposición actoral, diríamos que telúrica, donde la furia de los intérpretes parecería brotar indomable de los resquicios de la tierra. Grandes actuaciones, si entendemos por grandeza histriónica la entrega compulsiva a la exploración de un texto que requiere en sí mismo una compleja gama de tonalidades psicológicas y vivenciales para dar pie a la verosimilitud escénica, son las que sostienen en gran medida un montaje monótono y en mucho reiterativo. Y desde esa perspectiva, La Orestiada parece cumplir su cometido, más allá de la anécdota o del rescate antropológico -que no es, desde luego- de la tragedia griega como representación de un universo maniatado por los designios -con mucha frecuencia injustos e irónicos- de las deidades. Por ello mismo, la mitología queda un poco hecha de lado en esta versión de Thalheimer; y no son los dioses los que pavimentan la irrefrenable sangría, sino el hombre mismo, con sus bajas pasiones, su moralidad devastada, su espiritualidad inexistente.
Puede resultar así -de manera subyugante- muy intensa la experiencia con esta puesta en escena. Por varias razones, pero principalmente porque es imposible olvidar el pasado reciente del holocausto nazi y los horrores de aquel exterminio a través de la conciencia actoral de los actores alemanes envestidos en el foro por su director Thalheimer y bañados en litros de sangre como los que se derramaron en los campos de concentración. La sangre, el clamor de las víctimas del holocausto surgen de improviso, inevitablemente, en las imágenes, las voces y los estertores corporales de estas criaturas del mal que parearían aullar de espanto, víctimas de la perpetración de su propia bajeza.
La escena no fluye. Se cuaja; como los chorros de sangre en que se refocilan estos personajes clásicos, desde la impertérrita actuación que no va más allá del gesto y la declamación grandilocuente y sin embargo logra concitar una serie de imágenes aterradoras o francamente patéticas como la escena sexual en que los glúteos y los genitales masculinos dominan el espacio con grotesca virilidad y desmedido exhibicionismo, para después someter la individualidad de la mujer y anunciar así el crimen como modelo de perfección en un mundo colapsado por la locura y la brutalidad.
El trabajo del Deutsches Theater de Berlín ya se había conocido en México con la puesta en escena de Emilia Galloti hace algunos años, en una propuesta que abría el espacio escénico a la búsqueda de resquicios para el encuentro con la contemplación del amor, de la imposibilidad de la pareja, de la traición. Thalheimer es un director que no concede: su mundo es suyo, propio y único, y su teatro tiene como intención únicamente ser ante la mirada de asombro del espectador. En el caso de La Orestiada el asombro, sin embargo, no da pie a reacciones inmediatas. Simplemente las imágenes y los discursos se suceden uno tras otro sin aviso alguno, como la amenaza de la destrucción inminente que puede destruir todo en un solo segundo. Empezando por la esperanza.
Teatro donde la forma se impone al contenido sin encontrar la justa balanza La Orestiada no puede criticarse como un mal trabajo y, no obstante, tampoco puede elevarse a las alturas de una enorme propuesta magistral del teatro contemporáneo. ¿Por qué? Porque la forma es devastadora en sí misma y, en este caso, tanta sangre se torna en un recurso agotado a la primera de cambios por el propio director que vuelve el transcurso de la puesta en estéril regodeo de monotonías donde la frase final "¡Paz para todos!" ser revuelca en un charco de demagogia que no le permite tener eco humano, que lo ahoga como una premonición de tiempos escalofriantes por venir, como si el fantasma de Hitler estuviese luchando por resurgir entre el marasmo de unos personajes destazados, indignamente objetos de su propia podredumbre.
La Orestiada por todo se resuelve en un teatro bien estructurado, que deja el contexto propio de lo espectacular ceñido a la obviedad formal (en un involuntario y anacrónico homenaje a Darío Argento y su cine gore cundido de salsa catsup) como para rendir culto a la sangre derramada impune y estúpidamente a lo largo y ancho del globo terráqueo. Estúpida e impunemente a lo largo de la Historia. Pero, ¿hay sinceridad en ese reiterado hasta la náusea "¡Paz para todos!" con que culmina la puesta? ¿Acaso para que haya paz se necesita entronizar de esta manera a la sangre derramada? Indudablemente la respuesta es categórica y es no, y entonces la propuesta de Thalheimer se nulifica por sí misma en la pretensión esteticista del hipócrita salvajismo.
(*) Dramaturgo y crítico teatral