El primero de noviembre se cumplieron 156 años de la fundación del Ateneo Fuente. La casa de bachilleres de Saltillo ha visto pasar por sus aulas a escritores, pintores, ingenieros, alcaldes, pero, sobre todo, generaciones que portan con orgullo su paso por esta institución. ¿Qué hace que los ateneístas, sin importar cuántos años pasen, sigan queriendo a la institución?
- 06 noviembre 2023
Hace doce años, cuando mi papá llegó a esta ciudad, de otro estado que tampoco es en el que nació, tuvo una conversación con uno de sus compañeros de trabajo:
—¿Cuál es la mejor prepa de Saltillo?
—El Ateneo Fuente.
—Ahí va a estudiar mi hija.
Entonces mi papá no sabía, yo tampoco, lo que el Ateneo iba a significar, cómo me iba a marcar, cómo una parte de mi corazón siempre se quedaría entre sus pasillos, sus salones y sus jardines.
El Ateneo me recibió como si fuera parte, como si fuera mi familia. No conocía a nadie, no tenía a nadie. Mis amigos, los míos, todo se había quedado allá, a dos días de viaje en carro; pero el Ateneo me arropó, me arrulló, me protegió.
Dentro de sus pasillos estaba menos sola, menos a la deriva, porque yo pertenecía ahí, ese era mi sitio. Yo era ateneísta y una vez ateneísta, se es ateneísta toda la vida, dijo Catón, alguna vez director de esta preparatoria que conjuga el nombre de la ciudad griega de Atenas con el de Juan Antonio de la Fuente, abogado y fundador de la institución.
Siempre que llegas a un lugar que te hace sentir querido, aceptado, escuchado, no puedes evitar amarlo de vuelta. No soy la única. Los ateneístas, todos, compartimos una devoción por esa casa de bachilleres. ¿Por qué? ¿Qué hay detrás? ¿Por qué los ateneístas seguimos, aunque pasen los años, amando al Ateneo?
¿Y si el Ateneo hablara?
Cierra los ojos. Imagina que estás frente al edificio del Ateneo Fuente, una de las preparatorias más antiguas de México. Lo ves por un rato, hasta que, a lo lejos, escuchas una voz serena, segura de sí misma. El Ateneo está dispuesto a hablar. Nos va a contar la historia de cinco de los miles de ateneístas que han pasado por sus aulas en 156 años:
Leticia Dávila
A Leticia nadie le preguntó, ella y sus ocho hermanos estudiaron en mis salones, porque así lo decidió su papá. Estuvieron en escuelas privadas hasta que les tocó ir conmigo, ya sabían, al momento de ir a la prepa, tenía que ser el Ateneo.
Entonces yo era una de las pocas preparatorias que existían, llegaban estudiantes de todas partes, de Piedras Negras, de Múzquiz, de Rosita, incluso de Reynosa, Tamaulipas; las casas de asistencia eran muy populares entre los ateneístas.
Leticia estaba en un colegio de monjas. Llegar conmigo significó un gran cambio, su escuela anterior era solamente de mujeres. Le tocó aprender sobre el sistema de faltas, en el que, tenías permitido cierto número de inasistencias, pues si te pasabas, reprobabas la materia. Solamente dos de sus compañeras del colegio fueron a estudiar conmigo y se topó con algunas personas que ya conocía de antes, pero, al ser muy pocos, tuvo que hacer nuevos amigos.
Encontró su grupito, acostumbraban ir al “Café Tena”, juntaban todo su dinero y se pedían una orden de papas a la francesa para toda la mesa, unos refrescos y, cuando alcanzaban, compraban donas glaseadas. Otras veces iban con Peñita, que estaba a mis espaldas, a comprarle tortas.
Mis directivos le daban mucha importancia al deporte, las muchachas acostumbraban sentarse en las gradas a ver los entrenamientos, cuando jugaban con otras escuelas (el Tec de Saltillo o la Narro), iban a ver los partidos, todos usando mis colores, rojo y blanco, echando mis porras:
—¡Ese equipo de doctores, ingenieros, abogados, bachilleres afamados, ese equipo sin igual...! ¡Vamos Daneses! ¡A ganar!
Los deportes siguen siendo muy importantes dentro de mis puertas, el equipo de fútbol americano actualmente está invicto, soy la prepa a la que todos le quieren ganar.
Conmigo Leticia aprendió francés, fue a bailes en mis terrazas (ya no se permite hacerlos ahí), en los que había orquestas, las mujeres iban con vestidos largos, blancos, y los hombres con el uniforme tipo militar, fue a desfiles chuscos, tomaba libros prestados de la biblioteca. Vivió.
El orgullo de llamarse ateneísta la sigue acompañando, han pasado los años y su generación se sigue reuniendo. Justo hace poco, en 2021 (tuvo que posponerse debido a la pandemia), celebraron su aniversario número 50. Hicieron la celebración con orquesta y banquete, en mi edificio, por supuesto. Seguirse viendo ayuda con la camaradería, les gusta saber cómo están, qué han hecho los otros de su vida, volverse a reír de sus travesuras, recordar las clases y a los maestros.
Se mandan a hacer camisetas, plumas, chocolates, cualquier cosa que puedan llevar de recuerdo de una de esas reuniones, cualquier cosa para seguirme llevando con ellos.
Leticia, egresada en 1970, ya está jubilada, pero toma cursos de genealogía y paleografía, además participa en la causa “Defensa del Nogal y nuestro patrimonio”.
Le he permitido mantenerse conectada con otros, con otras generaciones, con sus hermanos que también son ateneístas, hay una especie de hilo rojo que conecta a todos los que se han formado en mis aulas.
Le gusta hablar de mí, contarle a sus nietos, admirar mi edificio, volver a mis pasillos. Me lleva con ella siempre. Le alegra poder decir “soy ateneísta”.
Julia Martínez
A Julia la convencieron de estudiar conmigo, no a la fuerza, nadie la obligó, pero su papá, también ateneísta, (¿no les encanta la capacidad que tengo para generar lazos entre generaciones?) y amigos suyos, más grandes, le contaban historias sobre mí. Además, se enamoró de mí. Mis paredes blancas, mis techos altos. La conquisté.
Julia recuerda que, en 2017, en uno de mis aniversarios, le tocó desfilar. Iban vestidos de rojo y blanco. Todos juntos cantaron, echaron porras, me festejaron. Salieron de la “Plaza Ateneo”, en el centro de la ciudad.
Estar conmigo, caminar en mis pasillos, comer chilaquiles en el Danés, mi cafetería. Julia era otra persona cuando estábamos juntos, una persona a la que le gustaría volver. Extraña a sus amigos, a esos que le dieron mis aulas, y el softball. Para ella, mi nombre y la palabra amistad son casi sinónimos.
Julia me dejó en 2019, ahora estudia en la Facultad de Jurisprudencia, de la Universidad Autónoma de Coahuila (UAdeC).
¿Ya me dejó de querer? Jamás. “Uno nunca deja de ser ateneísta”, dice, porque es verdad, una vez han estado conmigo, me voy con ellos y una parte de ellos, la parte que importa, se queda conmigo.
Armando Fuentes Aguirre, parte I
Armando sólo tenía una opción: estudiar conmigo. No había más, entonces yo era la única preparatoria, no había prepas privadas, ni prepa nocturna. Algunos, pocos, no muchos, se iban a Monterrey a estudiar en el Tecnológico. Pero aquí, en Saltillo, sólo existía yo, todos pasaban por mis puertas.
Le di muchas cosas a Armando: los primeros amores, por ejemplo (me ha tocado presenciar 156 años de romances juveniles, de corazones rotos, de suspiros, de primeros besos), su amor por los libros creció mucho más en mi biblioteca. Pero, más importante, le di algo que siempre había anhelado: alejarse de las matemáticas.
Entonces yo ofrecía un bachillerato de humanidades. No es que Armando no quisiera a los números, pero siempre había tenido temor de esa “abstrusa ciencia”, como él la llama.
Claro, si te topas con maestros que gozan humillar, reprobar y se regodean de que nadie aprueba sus cursos, como si fuese un orgullo, es lógico que, como Armando, los alumnos terminen hasta odiando esa materia. Aunque enseñada de otra manera, puede ser muy bella, pues los números tienen “una especie de armonía musical, racionalidad, que hacen que sean hermosos”, señala Armando. Sin embargo, esa no es la historia que le había tocado vivir a él, así que, cuando descubrió que no tenía que volver a ver a las matemáticas, fue muy feliz.
(No es para todos, es cierto, pero tengo alumnos que participan en concursos de matemáticas en la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la UAdeC, este año, 2023, se trajeron el primero y segundo lugar. Uno de mis ateneístas viajó la semana pasada a Morelia para representarme en un nacional, mi director, Josué Elí Garza Carrales, cuenta que el joven realizó un software que permite desarrollar operaciones matemáticas).
En lugar de matemáticas, Armando aprendió historia, literatura, idiomas: griego, latín, francés e inglés. Su latín, el que aprendió en el Ateneo, era tan bueno, que cuando llegó a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, el profesor de latín escribió una frase en el pizarrón y preguntó si alguien la podía analizar, Armando, sin pensarlo dos veces, levantó la mano, se paró al frente y realizó el análisis, además de la traducción. El maestro, sorprendido, preguntó:
—¿Dónde aprendió usted este latín?
—En el Ateneo Fuente de Saltillo.
Luego, el profesor le dijo que esa frase corresponde al tercer grado de latín en esa Facultad.
(Actualmente no aparezco en las listas de ningún ranking por el desempeño académico de mis alumnos, al ser una preparatoria de la UAdeC, me evalúan junto con ella. En 2017, en la prueba PLANEA, mis estudiantes tuvieron resultados superiores a la media nacional).
A Armando el francés le sirvió para leer a los clásicos franceses en su idioma y, para, como a todos sus compañeros, enamorarse de la maestra: María Romana Herrera, hija del pintor Rubén Herrera, una joven de 21 o 22 años.
Estaban todos en el salón, suspirando por ella y, cada clase, le preguntaban cómo se decía la “I” francesa, porque, al pronunciarla, la maestra tenía que juntar los labios. Todos se adelantaban en el pupitre, embelesados con su belleza.
Además de haber contribuido a su vida académica, le di la oportunidad de tomar sus propias decisiones. Le enseñé sobre los otros, soy una institución democrática, dentro de mí conviven todos, “ricos y no tan ricos”. Gracias a mí aprendió que sus actos tienen consecuencias.
Una vez, Armando y sus amigos hicieron más desorden del que debían y fueron mandados a la oficina del director, quien los regañó, pero no se quiso quedar con la duda.
—¿Por qué hicieron eso?
—Porque, pues, director, porque nos gusta el relajo.
Eso le ganaría a él y a sus compinches una semana suspendidos, aunque Armando tuvo que fingir que seguía yendo a clases.
Armando, quien egresó en 1955, participaba en concursos de oratoria, normalmente contra instituciones católicas, mientras que yo era una institución liberal y laica. Durante un torneo, los ánimos se calentaron tanto que la porra del equipo contrario empezó a golpear el piso con los pies, ocasionando mucho ruido. Armando volteó con el asesor, un sacerdote, y le dijo:
—Señor cura, apaciente a sus ovejas.
Le di un sentido de pertenencia, de fraternidad entre los ateneístas. Si Armando tiene una casa, soy yo.
Eugenia Flores Soria
Lo de Eugenia fue amor a primera vista, me ha amado desde siempre, creció cerquita de mí, su mamá trabajaba en la rectoría de la UAdeC, le tocaba verme seguido y siempre se decía que un día iba a estudiar conmigo. Además, como todos, escuchaba las historias. Su papá también fue ateneísta.
Llegó huyendo de un colegio de monjas. Le di lo que tanto anhelaba. Le permití conocerse. Yo no obligaba a nadie a vestirse de alguna forma, podían hacer lo que quisieran con su cabello, además, al inicio de clases le informaron sobre el sistema de faltas. Y Eugenia, que dice haber sido muy “ñoña”, se las corrió por primera vez y, gracias a eso, aprendió a jugar billar.
Tuvo que madurar, hacerse responsable de sí misma, muchos de sus compañeros, al no tener a nadie obligándolos a entrar a clases, saltaron en primer semestre. Saber que su educación dependía de ella la hizo crecer. El hacerte cargo de ti no te lo da un colegio, ni otro tipo de institución, es algo que sólo pudo encontrar conmigo.
Los salones del colegio de monjas eran una “jaula” para Eugenia, pero ahora, en mi edificio, podía extender sus alas sin miedo. Le di el espacio, el tiempo, la calma para hacerlo, para explorar, para permitirse ser. Conoció otras personas, otras formas de ver el mundo.
Aunque académicamente no le signifiqué un reto, dice que las cosas que veía conmigo, ella ya las había visto en secundaria, podía relajarse y pasar las materias con tranquilidad.
Recuerda que tenía una compañera que se vestía de manera diferente, con gabardinas, todos la identificaban. Como todos la notaban, era blanco de burlas. Un maestro se reía de ella, le ponía apodos, se mofaba en clase y en los pasillos. Eugenia y sus amigos le recordaron el reglamento, decía que nadie podía juzgarlos por su aspecto, la animaron a ir con el director, entonces era Ricardo Galván, la convencieron y fueron todos juntos a hablar con él.
Ella le contó todo, que cuando el maestro la veía por los pasillos, le gritaba un apodo (Eugenia no recuerda cuál era) y que todos los que lo escuchaban, se empezaban a reír. Dijo que se sentía incómoda. El director Galván le dijo que, a la próxima, cuando el maestro le hiciera algún comentario, le dijera que ya había hablado con él. Y así lo hizo, la siguiente vez que la intentó ridiculizar, le dijo que ya había hablado con el director. Al maestro le cambió la cara, se puso verde, blanco y rojo, pero funcionó.
Le enseñé eso, que puede levantar la voz ante las injusticias, que tiene derechos y deben ser respetados.
Eugenia pasaba su tiempo acostada en los pasillos, leyendo, visitaba mucho mi biblioteca, disfrutaba las lecturas en la clase del maestro Joel. Recuerda que leyeron “El laberinto de la soledad” de Octavio Paz y “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada” de Gabriel García Márquez.
Normalmente no llevaba dinero, su mamá le compraba lonche (yogur con frutas), pero la comida le dio otra lección: la colectividad. Recuerda que si alguien en su grupito tenía lonche o algo para comer, lo compartía con todos. Si uno comía, todos lo hacían.
Siempre se va a considerar ateneísta. Cita a Catón, como creo que hacen todos cuando les hacen la misma pregunta. Para ella, yo significaba la gloria del pasado, la puerta al espíritu universitario, la conexión con ateneístas ilustres, tradición.
Eugenia se graduó en 2006. Hoy es poeta, catedrática de la Facultad de Ciencia, Educación y Humanidades de la UAdeC y columnista de Vanguardia.
Desde el primer momento que me vio, supo que estábamos destinados y tenía razón.
Judit Esquivel
La hermana mayor de Judit estaba estudiando conmigo y, como regla, ellas siempre iban a la misma escuela. Además, escuchaba historias de sus tíos y familiares egresados. Todos le contaban lo mucho que les gustaba estar conmigo. Así que yo fui su elección.
Judit estaba en una escuela privada antes de estudiar conmigo. Tenía que usar uniforme y llevar el cabello relamido. Yo no era así. Le di el espacio para vestirse a su manera, para ser responsable de sí misma, pero, sobre todo, le enseñé a divertirse. Ella dice que antes era muy “ñoña”, sin embargo, cuando llegó a mis salones se dio cuenta de que había momento para todo, que podíamos parar las clases y tener carreras en tacones y eventos culturales.
(La cultura es muy importante dentro de mi plantel, por ejemplo, cuento con la “Semana Cultural”, en la que durante una semana hay eventos deportivos, académicos y culturales. Mi ballet folklórico este año consiguió el primer lugar en el International Folk Festival SKOPJE 2023, ¿cómo les quedó el ojo?)
A Judit, además de enseñarle a relajarse un poco, le entré por el estómago. En el “Danés” comía burritos de chilaquiles. Sí, como en el centro del país tienen tortas de chilaquiles, en ese momento los daneses tenían burritos, que se acababan muy pronto. Judit no alcanzaba siempre a comprar, entonces se conformaba con uno de discada, aunque tampoco estaban mal. Jura que hasta la fecha no ha encontrado otro lugar con un sabor o una sazón similar a la que había en el “Danés”.
Judit, ahora Ingeniera en Sistemas Computacionales, estuvo conmigo hasta 2013.
Hasta la fecha, cuando me ve, cuando escucha que me mencionan, suelta un suspiro y la embarga la añoranza. Todavía convive con ateneístas de su generación. Incluso le he ayudado a conectar con amigos de sus familiares, quienes son muchos años mayor que ella. Soy muy bueno para crear conexiones.
Recientemente, una de sus primas entró a estudiar conmigo, Judit se emocionó mucho, porque sabe lo que viene, sabe que su prima está a punto de vivir lo mismo que ella, ahora van a tener un lazo más fuerte, uno que une a todos mis alumnos, que los envuelve y los trae de regreso a mí.
Armando Fuentes Aguirre, parte II, director de 1973 a 1981
La historia de la mayoría de los ateneístas termina cuando se gradúan, regresan un par de veces, suspiran al pensar en mí, me mencionan cuando tienen oportunidad, se ven con sus compañeros de generación; pero no para todos. Algunos, años después, luego de haber estudiado una carrera, vienen a dar clases, deseosos de darle a nuevas generaciones de ateneístas lo que ellos alguna vez encontraron aquí.
Ese es el caso de Armando, cronista de Saltillo. Los ateneístas siempre encuentran su camino de vuelta a mí.
Impartió clases de español, literatura, etimologías griegas y latinas. A su clase asistían alumnos de otras facultades, a veces excedía la capacidad de mis salones, entonces no quedaba de otra, la clase se tenía que dar en el jardín.
Cuando Armando, el profesor, llegaba al salón, todos sus problemas se desvanecían, nada importaba, aunque fuera grave, disfrutaba dar clases, compartir con los alumnos.
Durante 8 años fue mi director. Entonces tuvo que elegir, ser rector de la UAdeC o ser mi director y me eligió, por la ilusión que le daba, como ateneísta, dirigir a la institución en la que estudió. Hasta la fecha, los nuevos directores lo siguen invitando a que imparta la primera clase del año a las nuevas generaciones de ateneístas. Siempre les dice a mis nuevos alumnos que lo embargan dos sentimientos: admiración, por haber logrado entrar, y envidia, porque están a punto de vivir los dos años más felices de sus vidas.
Armando es mi “director decano”.
En una ocasión tuvo que hablar con el director de una universidad católica en Guadalajara, ¿por qué? Bueno, porque los daneses, mi equipo de fútbol americano, tenían un juego en aquella institución, pero, al llegar, el guardia, “con metralleta en mano” no los dejó pasar.
—¿Por qué no deja entrar a los muchachos? —preguntó el coach Castro.
—Porque traen el pelo largo. Y aquí en la universidad no se permite que entren personas con el pelo largo.
—¿Qué podemos hacer?
—Pues necesitamos que su director hable con el rector de nosotros.
—Pues ya la jodimos, porque el director trae el pelo más largo que los muchachos.
Cuando Armando, el director, dejó el puesto, le rindieron un homenaje en el Paraninfo, mi auditorio. Cada generación que ayudó a formar le entregó una placa como reconocimiento y, al salir, los ateneístas lo cargaron en hombros.
Me dedicó su vida durante 40 años. Cuando está conmigo vuelve a vivir todo, su época de estudiante, su época de maestro, su época de director. Soy su casa. Como él dice, “no hay ex ateneístas, quien ha sido ateneísta una vez, ya es ateneísta para siempre”.
¿Por qué los ateneístas, a pesar del tiempo, me siguen queriendo?
En mis paredes, mis salones, mis pasillos, mis jardines, mis laboratorios, mi cafetería, mi campo de fútbol americano, mis canchas, ahí, muchos conocieron a sus primeros amores, sus primeros corazones rotos, sus primeros cienes. Pero, quizá más importante, los dejo ser, brillar, descubrirse, equivocarse y enmendar sus errores por su cuenta. Les permito crecer y crearse.
Respeto sus decisiones y ellos me respetan de regreso, me quieren de regreso. Les doy un hogar a aquellos que vienen de lejos, los recibo, los acobijo. Si no pertenecen a ninguna parte, en el momento que ponen un pie dentro de mí, ya eres danés, ya tienes un hogar.
Enseño solidaridad, comunidad, acerco al deporte, a los libros, a la ciencia y a la cultura. Doy todas las herramientas para que se conviertan en las personas que pueden llegar a ser. Rodeo de maestros que los animan, que creen en ellos, que comparten el cariño, porque muchos también son ateneístas.
Soy una escuela de tradición, por mí han pasado presidentes, escritores, pintores, políticos. Conmigo estuvieron sus papás, sus mamás, sus hermanos, sus tíos. Sirvo de puente entre generaciones, no sólo de ateneístas, sino de seres humanos, de edades, que de lo contrario, tal vez, no tendrían de qué hablar. Soy lo que ha unido por años y años a miles y miles de saltillenses.
Piensan en mí y piensan en libertad, en los años mozos, en su primer beso, en el examen que no creían que iban a aprobar, pero lo consiguieron. Piensan en mí y recuerdan cómo era querer comerse al mundo. Piensan en mí y piensan en Saltillo, porque, al final, ¿hay algo más saltillense que ser ateneísta?
*Fe de erratas: el encabezado inicial de este artículo refería que el Ateneo Fuente era la preparatoria más antigua de México, pero en realidad es una de las más antiguas.