- 13 septiembre 2021
Teresita de Jesús Rodríguez Ramírez tenía la esperanza de que Damián, su esposo, regresara de la mina, pero no fue así.
Esa mañana, la mañana del accidente, Damián Ernesto Robles Arias, 25 años, se despertó, se levantó. Tenía abrazado a Jesús Ernesto, su hijo de seis años y lo besaba, como acostumbraba hacer.
“Ya me voy, porque ya se llegó la hora”, dijo, agarró sus cosas y salió por el portón.
“Me dijo ‘orita vengo’”.
Tere lo despidió en la calle con un beso corto y húmedo. Cuando lo vio doblar la esquina entró en la casa. Como le dolía la cabeza se recostó otro rato con su hijo.
Presa de un ardor se paró de la cama cerca de las 11:00. En eso, alguien le trajo la noticia de que un muchacho de nombre Leopoldo se había quedado atrapado en las entrañas de la mina donde trabajaba su marido.
Tere pensó lo peor.
“Dio la casualidad que él me había dicho que con ese muchacho lo acababan de echar para abajo, pa que trabajara con él”.
Tere buscó a su padre y le pidió que fuera corriendo a ver lo que había sucedido en Micarán.
Cuando su padre se fue, otro alguien vino para confirmarle a Tere que entre los atrapados en la mina se encontraba Damián.
“Ese día yo estuve ahí, en la mina, esperando a que saliera, con la esperanza de que él saliera vivo... pero no... “.
-¿Cómo lo despidió la mañana que salió a trabajar?
-Siempre le decía “cuídate mucho, cualquier cosa que oigas corre, trata de salvarte”, más que nada por el niño. Nunca andaba pidiendo algo por mí, siempre por el niño. Quería que mi hijo siempre lo tuviera a su lado, pasara lo que pasara”.
Dice Tere sentada en una mecedora a la sombra de los árboles del solar de la casa de sus padres, donde vivía con Damián y el niño.
La víspera Damián le contó a Tere que había agua en la mina, “pero nunca imaginamos que fuera a suceder algo así, que él fuera a terminar así”, declara, el rostro contraído por el dolor.
Por aquellos días Damián y Teresa habían platicado sobre los preparativos para la cena de cumpleaños de su hijo Jesús Ernesto y la boda por el civil de ellos en diciembre.
Querían tener una bebé y comprar un terreno para construir la casa que un día sería el patrimonio de sus hijos.
“Era el sueño de él: tener una niña. Lamentablemente ya no se pudo”, dice Tere.
Cuando a José Humberto Méndez Flores le enseñaron el cuerpo de su hijo Polo, no lo reconoció.
De aquel muchacho altote, esbelto y brazudo, que era un ciclón bateando y pichando en el campo de béisbol, no había quedado nada.
Tenía el cuerpo todo hinchado y la cara toda deforme.
Apenas y José Humberto lo pudo identificar por las botas, el pantalón y una camisetita que Polo solía ponerse.
“Dios me dio fuerza pa que... Me llevaron a verlo hasta allá, a reconocerlo. Yo me metí a verlo. Lo destaparon así y lo estaba viendo, ‘no pos sí es’. ‘¿Cómo lo conoces?’, les digo ‘por las botas y el pantalón, la camisita que trae’, ‘¿no tienes miedo?’. Así como él era de fuerte, yo no tenía miedo. ‘Es mijo’, les digo. Me duele bastante”.
Con el ocaso del miércoles 9 de junio, un carro fúnebre había salido por la puerta de la mina llevando los restos de José Leopoldo Méndez, 24 años. Detrás iban varias camionetas cargadas de mineros, escoltándolo.
Las mujeres de Rancherías, apostadas desde las primeras horas de la tragedia en el campamento instalado a las afueras de Micarán, donde se recibía todo tipo de ayuda en víveres para los rescatistas, lanzaron gritos desgarradores, de desconsuelo.
“Me dijeron ellos antes de que lo sacaran a él, cuando lo andaban buscando, ‘pa que nos dé permiso de... cuando salga Polo queremos todos salir atrás de él, escoltarlo hasta acá hasta afuera’, les dije ‘no, apenas ustedes que andan ahí’, dicen ‘pos nosotros no vamos a salir hasta que lo saquen’, los amigos de él”.
Relata José, el sol cayendo a plomo sobre uno de los toldos del campamento, una hora antes de que lleven a su hijo Polo a velar al salón ejidal de Rancherías y de ahí al camposanto.
El perro “Solovino”, inseparable amigo de Polo, había permanecido también siete días en la mina, sin comer ni beber agua, en tanto sacaran a su dueño.
“Siempre andaba con el perro y el perro tras él”, narra Bertha Rosa Méndez Flores, la tía de Leopoldo.
Polo había comenzado a trabajar en las minas desde que era menor de edad, tenía 16 años.
-¿Hay menores de edad trabajando en las minas?
-Aquí andan trabajando menores de edad, aquí no les importa, lo que quieren es que les saquen carbón...
Pero la Secretaría del Trabajo tanto federal como estatal aseguran que eso no ocurre.
El padre de Polo, que también trabaja en esta mina, habla sobre las condiciones de inseguridad en las que laboraba su hijo y el resto de los mineros de Micarán, propiedad de un tal Gerardo Nájera.
Revela que aquí a los carboneros no les proporcionaban equipo de seguridad: zapatos, cascos, nada. Y a veces cada quien tenía que comprar su lámpara porque las lámparas que les da la empresa no sirven.
Aquel día, antes de entrar a la mina, los carboneros estuvieron echando guasa porque no jalaba el compresor ni la bomba jalaba, no jalaba el malacate, nada jalaba, bajaron hasta las 11:00.
“La herramienta que tienen aquí no vale madre, no sirve, hay un compresor que tienes que estarle echando agua pa que pueda jalar. Andaban con las puras uñas los pobres jalando”, reclama un minero que prefiere no dar su nombre.
Tampoco los trabajadores de Micarán tenían vacaciones, utilidades ni aguinaldo y el Seguro, a algunos de los carboneros que murieron ahogados en la mina, se los pusieron el día que ocurrió el desastre.
Además, en ocasiones los encargados les hacían trabajar horas extras y no les pagaban.
“En cambio, los patrones llegaban con sus trocotas nuevas, carros nuevos y estos con las botas todas rompidas. Quisiera que viniera el presidente...”, dice José.
-¿Para qué?
-Pa que sepa lo que hacían con los mineros aquí y haga justicia.
Una pasión peligrosa
Una de esas madrugadas en el campamento que a doña Sandra Idalia Briseño la venció el cansancio, mientras esperaba noticias sobre el rescate de su esposo, tuvo una visión.
Miró que Gonzalo se le presentaba en sueños con sus botas, su short y sin camiseta.
Entonces supo que el hombre con el que había compartido alegrías y sinsabores por casi 40 años, no saldría vivo de la mina.
De rato que Sandra se fue para su casa le avisaron que ya lo habían sacado.
“Él se me presentó, así como me lo trajeron: con sus botas, short, sin camiseta, Me lo entregaron la mañana del domingo”.
Por esos días Gonzalo Cruz Mares, La Paleta, quien ocupaba el puesto de bombero, le había confiado a Sandra que en la mina había mucha agua.
“Yo le decía ‘¿y no te da miedo?’, dice ‘no, pos yo voy y bombeo y luego ya me salgo un rato’. Y así me platicaba, pero nunca me dijo, ‘tengo miedo, mira hay esto, hay lo otro’. Le gustaba ese trabajo. Era lo que le gustaba, el carbón”.
Antes del accidente, como si supiera lo que venía, Gonzalo se había dado el tiempo de expresar sus sentimientos a Sandra y a sus tres hijos.
“Me abrazó y me dijo que me quería mucho, que todo lo que hacía, lo hacía pensando en mí. Esas fueron sus palabras. Tuvo el tiempo de decirle a mi hija la más chica que la amaba mucho, a mi hijo que mirara a sus niños, mi hijo tiene cuatro niños. Se preocupaba por mi hija, la otra, Paola... también”.
Narra Sandra una tarde más bien bochornosa a la entrada de su solar arbolado con casa de madera, techo de chapa, de dos aguas, las casas que otra minera les cedió a sus trabajadores en Rancherías, hace más de 60 años, algunos dicen que 100.
El día de la tragedia Sandra estaba cocinando papas lampreadas y sopa de arroz, el lonche de Gonzalo que muy de mañana, después de almorzar, se había ido para la mina.
Era pasado el mediodía cuando Alberto, su hijo, que también trabaja en Micarán, llegó con una mala nueva.
“Dice ‘¿amá qué estás haciendo?’, le dije ‘le estoy preparando el lonche a tu papá pa que se lo vayas a dejar’. Dijo ‘no, amá, ya no hagas nada’, le digo ‘por qué’. Y ya me platicó lo sucedido con su padre”
Sandra lloró desaforadamente.
Alberto había estado de turno con otros compañeros tumbando carbón en la mina, cuando otro minero llegó corriendo para avisarles que venía una crecida de agua.
“Nosotros no le creíamos, dijo ‘ya se viene el agua, en serio, se los juro, vénganse’”.
Lo que más se quedaría grabado en la mente de Alberto al momento de la inundación, fue el zumbido que hacía el agua arrasando con todo en la mina.
“Empezó a tronar donde el agua iba demasiado fuerte, arrastrando piedras... Le dije a la raza, ‘vámonos, no sea que el agua se vaya a venir más arriba y nos lleva a nosotros también’, y pos nos fuimos pa fuera”.
Alberto anduvo buscando a su padre, hasta que un carbonero le soltó que Gonzalo se había quedado abajo con otros hombres, atrapado.
“Dije ‘hijoesu’. Venía pa afuera llorando, era mi papá y se quedó ahí”.
En el Barrio la Cuchilla, Palaú, municipio de Múzquiz, Carmen, la hermana de Mauricio Martínez, 48 años, dice que no va a hablar.
Tampoco desea que molesten a su madre, quien desde el día del desastre en la mina no ha tenido un momento de paz y la familia teme que enferme.
Desde que se enteró, dice Carmen, su mamá se pasa el día llorando.
Además, cuando lo del sepelio la mujer de Mauricio echó de la casa a los periodistas que habían ido para cubrir la nota.
Así es de que no “señor”, no.
Después, como no queriendo, platica de Mauricio que estudió hasta segundo o tercero de primaria. “Decía que no, que lo de la escuela no se le daba”.
Desde muy joven comenzó a trabajar en las minas y nunca tuvo un accidente. Mauricio tumbó carbón en todas las minas y pocitos que había en Rancherías. Dejó cuatro hijos.
Le había contado a Carmen que la mina de Rancherías era insegura.
Una amiga le avisó a Carmen del accidente ocurrido en Micarán. Ella no hallaba cómo decirle a su mamá. Pasaron horas antes de que se decidiera a darle la noticia porque sabía cómo se pondría.
Carmen dice que va a echar en falta a Mauricio.
Todos los días iba de visita a la casa de su mamá y se la pasaba charlando mientras se bebía una cerveza.
“Me decía que le pichara una caguama y ahí se estaba en la casa platicando, era buen hijo, buen hermano, buen padre. Para que se haya muerto ahí...”, cuenta Carmen, pero no llora...
Dice que no se lo puede permitir porque ella es la fuerte de la familia...