Mónica sobrevivió a más de 10 horas de tortura física y sexual por parte de policías de Torreón. Luchó durante siete años por obtener su libertad después de ser acusada de delitos que no cometió. Ahora Mónica se enfrenta al monstruo de la burocracia para obtener su reparación del daño y a los hostigamientos que las policías mantienen. La historia de Mónica es una lucha de fortaleza frente a la barbarie.
- 24 junio 2024
La historia de Mónica Esparza es una historia de tortura física y sexual; una historia de homicidio, de injusticias, de lágrimas, de miedo, de corrupción, de impunidad. Y de mucho, mucho coraje.
También es una historia de resiliencia y de dignidad.
Es una historia de fortaleza.
Mónica Esparza fue detenida injustamente por policías municipales de Torreón el 12 de febrero de 2013 junto a su esposo y su hermano. Fue secuestrada por la corporación, torturada física y sexualmente por cerca de 14 horas. Miró las torturas hacia su esposo y a su hermano. El amor de su vida se le murió en sus brazos a consecuencia de la tortura de los policías. La acusaron injustamente y con base a amenazas, de secuestro y posesión de armas de uso exclusivo del Ejército. Varias veces intentó quitarse la vida. Hasta que un día comenzó a estudiar en el penal y promover sus propios amparos, exigir sus derechos y pedir el apoyo de organizaciones a través de cartas.
Siete años después, logró su libertad.
Pero quién dice que Mónica es libre cuando los policías mantienen un acoso y hostigamiento hacia ella o su familia, sin que nadie, el alcalde o el gobernador, o alguna autoridad, los detenga.
A cuatro años de haber salido de prisión, el gobierno no le ha pagado su reparación del daño. Los policías que la torturaron están libres, y algunos como Adelaido Flores, entonces director de la Policía de Torreón, siguen trabajando en la policía estatal de Coahuila.
-¿A 11 años de la detención, qué preguntas te sigues haciendo? -pregunto a Mónica Esparza, próxima a cumplir 38 años.
-Siempre he vivido con eso. Si algún día el señor Adelaido llegara a escuchar esto, quiero que me dé una explicación de por qué. ¿Por qué tanta saña? ¿Cuál fue el motivo? ¿Cuál era la razón? Siempre me he preguntado si fui el premio de una casa o el bono de 75 mil pesos, o si fui parte de algo, que dieran estadísticas de que estaban haciendo algo. Tal vez fuimos un signo de pesos.
En aquel entonces la región Laguna de los estados de Coahuila y Durango todavía vivía el azote de la violencia producto de la lucha entre los cárteles de los Zetas y el Pacífico por el territorio. Los homicidios violentos se contaban diariamente y las corporaciones policiacas de Coahuila tenían al frente a exmilitares como Adelaido Flores.
“Quisiera saber cuál fue el motivo. No le hacíamos daño a nadie. Quisiera que alguien me aclarara y me dijera ‘fue por esto’. ¿Por qué? ¿Por qué fui yo? ¿Qué les hicimos? Es lo que siempre me he preguntado.
“Voy a pasar por lo que tenga que pasar. Siempre ha sido mi pregunta y no quisiera morirme sin tener una respuesta. Porque es algo con lo que he aprendido a vivir toda mi vida”.
La respuesta la da Mónica Esparza casi al finalizar la entrevista en la sala de su casa, donde vive de renta porque además de siete años de libertad, los policías le arrebataron aquel 12 de febrero a su esposo, su boutique, su café internet, su camioneta, una motocicleta... sus sueños.
“Quería ser empresaria reconocida, tener una cadena de boutiques. Ya tenía una y un ciber. Quería ser empresaria grande. Darles a mis hijos lo que nunca tuve. Vivía para eso”, cuenta Mónica.
Pero todos esos sueños se los arrancaron hace 11 años cuando una patrulla de la policía municipal les marcó el alto.
BIENVENIDA A LA FIESTA
Eran alrededor de las 10 de la mañana. Mónica, su esposo Alfredo Domínguez y Édgar Rogelio, hermano menor de Mónica, circulaban a bordo de una camioneta por el bulevar Libertad en Torreón. Venían de casa de la mamá. Se dirigían a Interceramic, una tienda de pisos.
En algún momento una patrulla de policías municipales les pidió que detuvieran la marcha.
Eran cinco oficiales: chofer, copiloto, una mujer y otro hombre en la parte trasera; uno más en la caja.
“Brincan de la camioneta y nos apuntan con las armas”, relata Mónica todavía con expresiones de asombro e incredulidad.
A su esposo y a su hermano los colocaron contra el cofre de la camioneta y comenzaron a quitarles sus identificaciones. Los policías pidieron los papeles de la camioneta. Mónica los enseñó.
-¿A qué se dedica? -preguntó un oficial.
-Comerciante. Tengo una boutique y un cíber -respondió Mónica, una veinteañera entonces con dos hijos y dos hijas.
-¿Dónde viven?
Mónica contestó.
-¿Tiene enemigos?
Mónica respondió que no.
-¿Segura?
-Segura.
-¿Has tenido problemas con alguien?
-No -insistió Mónica, mientras a su marido y hermano los mantenían detenidos pegados al cofre.
-Recibimos una llamada anónima, que un vehículo blanco los venía siguiendo porque los quería matar -argumentó el oficial.
Mónica se sorprendió.
-¿Por qué si venía un carro blanco no paraste al carro blanco? ¿Por qué a mí?
-Quería saber si tienes un problema con alguien.
Mónica insistió que no tenía enemigos. Los oficiales hablaban en claves.
El policía que interrogaba caminó para hablar por radio. A los minutos regresó y dijo que se tenía que llevar a Alfredo y a Édgar.
-Mi jefe tiene que checar algo con ellos -le dijo.
Mónica no quería que se los llevaran. Les preguntó que habían hecho mal.
-Si quieres acompáñanos y ya que mi jefe cheque que todo está bien y te los llevas.
A su esposo y hermano los subieron a la caja de la patrulla, tirados como reses. Mónica iba en la cabina junto con la mujer policía. Otro policía condujo la camioneta de Mónica.
Mónica miró todo el camino. Eso le sirvió, años después, para dibujar un croquis de la detención arbitraria.
Mónica observó por qué parte del edificio de Seguridad Pública entraron. Mónica describe las calles y las instalaciones de la institución, las lleva incrustadas en la memoria.
“Había un portón grande y como malla de triángulo. Entramos por atrás, por ese portón. Haz de cuenta que había unas escaleras azules y había muchos cuartitos, abajo dos puertas... una que decía campo de tiro... ahí los metieron”.
Cuando Mónica comenzó a luchar por su libertad desde prisión, describió todas esas fachadas y cuartos. Más tarde le serviría para comprobar que sí estuvo en el lugar, y no en una casa de seguridad como lo señalaron los policías.
Mónica sintió que algo estaba mal cuando ella se quedó en la camioneta junto a la mujer policía, y a su hermano y esposo los metieron en una bodega.
Su teléfono comenzó a sonar. Era su mamá. Luego su papá. No le permitieron responder. Tiempo después se enteraría que un taxista, conocido de la familia, miró cuando los policías los detuvieron y avisó a la familia.
“Hazme caso, mientras me hagas caso no te va a pasar nada”, le decía la policía un tanto nerviosa.
“Qué me tiene que pasar”, se preguntaba Mónica para sí misma.
En cuestión de minutos Mónica comenzó a observar el desfile de camionetas blancas, la salida de hombres de los cuartos. Hombres sin playera, uniformados, en short, otros vestidos de forma casual, otros cubiertos de negro, otros armados con cuernos de chivo. Llegaron soldados. Todos se metían a la bodega donde habían ingresado a su esposo y hermano.
Mónica comenzó a sentir miedo.
Uno de sus aprehensores, el agente Mario Luévanos Rocha, a quien Mónica siempre ha identificado, se dirigió a la camioneta y regañó a la mujer policía.
“Que no ves que está viendo, pendeja”, le gritó. La policía la agarró de los cabellos y tumbó a Mónica al piso.
Luévanos Rocha le arrancó la joyería, la bolsa, el celular, la argolla de matrimonio.
“Me los jalaba. En una que me los jaló, salieron volando y andaba debajo de la camioneta buscándolos. Me subió la blusa, era una blusa azul turquesa, de licra... yo iba viendo todo. Me metieron a la misma bodega... era un espacio... una puerta y había un arco, había un pasillo, luego una barra con diferentes arcos... era un arco, pared, arco. Enseguida estaba la bodega inmensa. En el fondo unos monos, que me imagino que es donde practicaban tiro...”
Al fondo, en las esquinas, tenían a su hermano y a su esposo, desnudos. Los policías los golpeaban con furia.
Cuando a Mónica le bajaron la blusa azul turquesa, le dijeron: “bienvenida a la fiesta...”.
LA TORTURA
Mónica Esparza dice que lo más cruel que te puede mostrar el gobierno, se lo mostró a ella en cuestión de minutos.
Mónica tardó tres meses en poder relatar a la psicóloga la tortura que vivió. Cuando estuvo en el penal federal de Tepic, la psicóloga le pedía todos los días que le narrara lo que sucedió el 12 de febrero de 2013.
Mónica apenas comenzaba y se quebraba. Lloraba. Las palabras no le salían sin que comenzara a temblar en medio del sollozo.
“¿Por qué me hace eso?”, le cuestionaba a la terapeuta.
“El día que lo puedas contar, es el día que lo sanaste”, le comentó.
Hoy Mónica Esparza puede contar la tortura física, la tortura sexual y el asesinato de su esposo a manos de los policías de Torreón. El dolor se mantiene cuando habla de ello porque lo recuerda, lo vuelve a vivir.
Desde las 11 de la mañana que ingresaron a la bodega hasta las 2:46 de la mañana del día 13 de febrero que Mónica llegó con el médico legista en la sede de la entonces Procuraduría General de la República, las víctimas sufrieron toda clase de torturas que provocan llanto, rabia, coraje e indignación.
Es el relato de Mónica Esparza:
“Te pegaban con la tabla, en la espalda, chamorros, en las piernas, en las pompas... les abrían para pegarles con las tablas... me metían a un tambo con agua...
“A mí me ponían para que yo viera lo que les hacían a ellos, y a ellos los ponían para ver lo que me hacían...
“Querían sacar una información que nosotros no teníamos. Tú crees que al ver él (su esposo) que me estaban violando no hubiera dado la información. No van a estar aguantando una tortura así, si supiéramos algo lo hubiéramos dicho...
“Nos preguntaban cosas estúpidas, como dónde estaban todas las casas de seguridad, dónde estaba el dinero, dónde estaban las armas....
“A Alfredo le meten una botella de medio litro de vidrio de fresca, se la meten por el ano... gritó muy feo... se la metieron dos veces... La primera vez se le vino mucha sangre. Luego otra vez. Después ya no habló...
“Hubo un lapso en la bodega que nos dejaron solos. La cerraban con una cadena y metieron la cadena. Preguntó dónde estaba... se arrastró conmigo. Le decía que tuviera fe, que íbamos a salir de ahí... Ya no voy a aguantar, me decía... No, no me puedes dejar sola. Aguanta, se van a dar cuenta que están mal. Les había dado domicilios, negocios, que fueran a checar. Fue un error, fueron a robar. Abrieron mi casa con un marro. Se llevaron todo. La camioneta de mi esposo, los muebles... Ya no puedo, me decía... Se murió en mis brazos... Ayúdenlo... le pusieron los toques. Se está haciendo pendejo, decían... Ya se le acabaron las pilas a la máquina. Se está haciendo pendejo... me las ponen a mí y grito...”.
El relato que documentó Amnistía Internacional en el informe Sobrevivir a la muerte, tortura de mujeres por policías y fuerzas armadas en México, es igual de perturbador:
“...La asfixiaron con bolsas de plástico, la golpearon en las nalgas con un tablón de madera y la arrastraron por el suelo agarrándola del pelo (...). Mónica vio cómo golpeaban a su esposo con látigos con espuelas de metal y cómo le desprendían la piel de la pierna con un cuchillo. Los policías municipales aplicaron descargas eléctricas a Mónica en los genitales y las piernas. A continuación, un representante de la Secretaría de Seguridad Pública de Torreón la agarró y empezó a besarla bruscamente y a morderla en la cara y el cuello, y luego la violó delante de su esposo y su hermano. Después, seis policías la violaron uno detrás de otro, y a continuación se masturbaron en su cara y la obligaron a practicarles sexo oral y tragarse el esperma. Durante esa brutal violación, unos miembros uniformados del ejército estuvieron allí mirando...”.
Son imágenes que Mónica no logra borrar. Que sabe que no borrará. Su hermano, tan frágil, verlo llorar y suplicar en aquella bodega.
“Lo tengo muy guardado”, repite.
El último grito de su pareja era algo que no la dejó dormir por mucho tiempo. Lo escuchaba despierta.
“Fue un grito muy feo... se la metieron varias veces... es algo que tengo muy grabado”.
LA INCRIMINACIÓN
El parte de los policías que detuvieron a Mónica, Alfredo y Édgar refiere que los arrestaron en una casa de seguridad de dos plantas. Que en un patrullaje los policías miraron a un hombre con un rifle en la calle y que entró a la casa cuando se percató de los oficiales. Que los policías ven a los secuestrados tirados en el piso, vendados, amagados de manos y pies, y un hombre golpeado que vomitaba, que supuestamente era el esposo de Mónica. Y que supuestamente le preguntaron a Mónica qué le había pasado y que ella respondió que uno de los jefes lo había golpeado porque había hecho un mal trabajo.
Gracias al taxista amigo de la familia que miró y avisó sobre la detención, la mamá de Mónica comenzó a buscarlos. Vio su camioneta en la dirección de Seguridad Pública municipal y allí le dijeron que no tenían información. Que lo más seguro era que se los hubieran llevado a la cárcel municipal.
En la cárcel municipal un abogado que escuchó a la madre aconsejó que sacaran un amparo por desaparición. La familia se movilizó, pero fue hasta pasadas las 8 de la noche que el actuario se pudo presentar en la dirección de Seguridad Pública.
Cuando se presentó, a Mónica, Alfredo y Édgar los sacaron de la bodega y los llevaron al baño para que el actuario los viera. A Alfredo lo habían llevado a rastras. Édgar y Mónica estaban negros de los golpes.
El actuario les preguntó si aceptaban el amparo y lo firmaban, para ya no seguir en calidad de desaparecidos y que los tuvieran que presentar ante un ministerio público.
En los pies de Mónica estaba Alfredo, jadeando. Después de firmar los regresaron a la bodega para continuar la tortura.
Al salir, el actuario dijo a la familia: “si creen en Dios, persígnense que les vaya bien”.
Los policías escribieron en el parte que la detención la habían hecho a las 7:45 de la noche para que coincidiera con la hora de la llegada del actuario.
“El amparo salió desde temprano, fue algo que me ayudó muchísimo. Decían que me habían detenido a las 7:45, y cómo te explicas que hay un amparo a la una de la tarde. Se les cae el parte informativo”, recuerda Mónica.
Las víctimas fueron llevadas a lo que eran las instalaciones de la PGR en Torreón.
Cuando se dan cuenta que Alfredo estaba inerte, los oficiales aventaron el cuerpo a la parte trasera de una camioneta. Fue la última vez que Mónica lo vio.
Los policías pidieron un equipo de cómputo para llenar otro parte donde aseguraban que así habían encontrado a Alfredo.
A Mónica la subieron por las escaleras del edificio. Llorando y con frío, preguntaba por el baño. Quiso huir. Quería ver a Alfredo. Pero se quedó llorando en la taza del baño.
Mónica tenía un desgarre interno a causa de la violación de los policías. Toda la noche el médico legista le dio toallas para limpiarse y secarse la sangre. Años después, cuando Mónica luchaba por su libertad, el médico legista optó por callar.
Cuando Mónica salió del baño, la llevaron a un cuarto con ventanas de cristal. La pusieron frente a mesas blancas que tenían encima armas, botas, chalecos, radios, balas. Su hermano también estaba frente a las mesas.
“Todo eso lo traían ustedes”, los acusaron. “Tienen que confesar”, presionaron.
Mónica se negó. Quería un abogado.
Los encerraron en una especie de separos. A Mónica en uno y a su hermano en otro.
“El médico me daba toallas, medicamento... Tenía fiebre... No dormí nada. Sólo lloraba. Mi hermano sacaba la mano, me decía que fuera fuerte, que estuviera tranquila... Yo no le decía nada”.
En la mañana les tomaron muchas fotos. Les enseñaron dibujos de personas, retratos hechos con lápiz y les preguntaban si los conocían.
“No conocía a nadie. Volvimos a firmar muchos papeles”.
Mónica no probó un solo alimento de los que le pusieron enfrente. Todas sus comidas se quedaron.
Enseguida les pusieron chalecos y los subieron a una Suburban. La camioneta iba tan rápido que no podían permanecer sentados. Se escuchaban las sirenas. Édgar iba en el piso y Mónica le puso los pies para que apoyara su cabeza.
Llegaron al aeropuerto. El destino era Ciudad de México.
Mónica tiene borrado de su mente ese viaje. Únicamente se acuerda hasta que llegó a lo que era la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO).
LA CÁRCEL
Mónica despertó en Torre Médica en la Ciudad de México a lado de unos AFIS que la custodiaban. Allí le hicieron un legrado. Mónica estaba embarazada.
Su hermano perdió un testículo. Ella estaba tapizada de golpes y para tratarlos tuvo que dormir en una cámara hiperbárica con hielo.
En la SEIDO, Mónica tuvo que ser cargada por un policía para subir las escaleras.
El médico legista y una policía federal tuvieron expresiones de asombro frente a la paliza tatuada en el cuerpo de Mónica:
“¿Quién te hizo todo eso?”, “estos se pasaron de verga, se la bañaron”.
No importó.
A Mónica la pasaron a una oficina donde se encontró con un hombre alto, rubio, peinado con partido de lado, que vomitaba en un bote de basura. El hombre se enderezó y le soltó a Mónica con tono déspota.
-Así que tú eres la famosa Mónica... Mira mamacita, vamos a poner las cosas en claro. No hay de dos. O firmas las hojas que te voy a dar o hago una llamada a Torreón para que manden las fotos de tus hijas y tu mamá sin cabeza. Quedan descuartizadas. Tú sabes. Con que levante ese teléfono. Nomás tecleo y van por ellas... Las cartas están puestas: es A o B, sí o no.
Mónica firmó los papeles que le entregó el hombre alto, rubio, peinado con partido de lado. Firmó muchos papeles que nunca leyó.
Mónica fue llevada al arraigo en una casa en la colonia Doctores. Fue hasta entonces que se dio cuenta que estaba en la Ciudad de México. Fue hasta entonces que su mamá le confirmó que Alfredo había muerto. Que lo habían llevado al Hospital Universitario de Torreón, que para entonces se había convertido en un depósito de cadáveres en la ciudad. La familia de Alfredo lo identificó y fue obligada a incinerarlo.
“Así se hicieron las cosas, como ellos quisieron”, dice Mónica y vuelve a recordar esos últimos segundos con él:
“Lo abracé, tranquilízate, vamos a salir. Ya pasó todo. Ya no nos van a hacer nada. Se agitaba. Hizo un suspiro muy grande, como si le faltara oxígeno. Lo movía, despierta, despierta. Cuando el legista dijo que no tenía signos vitales y que no lo podía recibir así, pensé que iba a estar bien cuando se lo llevaron a la Cruz Roja”.
En el arraigo se enteró que era acusada de siete delitos: delincuencia organizada, secuestro, robo de autos, homicidio, dinero ilícito, posesión de armas, posesión de cartuchos.
Mónica usaba una playera guinda, que significaba que traía todos los delitos encima, casi como si se tratara de una terrorista. Allí aprendió que las personas con playera amarilla estaban acusadas de posesión de armas; de verde, lavado de dinero; roja por secuestro...
“Ni por la mente me pasaba. Conforme fue el arraigo, me notificaban que se había caído el delito de no sé qué”, recuerda.
Ochenta días después, ya casi cuando se iba a terminar el plazo del arraigo, un juez la consignó a ella y a su hermano por los delitos de secuestro y posesión de armas de uso exclusivo del Ejército.
“Nos fuimos en un avión. Llegamos a un aeropuerto y a mí me llevaron en un carro, con dos AFIS hombres y una mujer. Hora y media por carretera. Llegué al penal de Tepic. Mi hermano se quedó en Guadalajara, en Puente Grande...”.
Los dos primeros años en la cárcel federal, Mónica los pasó como sonámbula. Dormida, en terapia, con medicamento controlado porque intentó quitarse la vida en varias ocasiones.
El penal federal Mónica lo describe como naves espaciales de tonos grises con azul. Con puertas que se abrían por medio de control. Desde la entrada sufrió humillaciones. Cuenta que la desnudaron y policías hombres o mujeres la revisaron y le esculcaron la mínima cicatriz, le contaron los lunares y le tomaron fotos de todo.
“Te tienen desnuda como tres horas”, platica.
La celda era una cama de piedra, una plancha incrustada en la pared, la taza del baño donde todos ven todo.
En un penal federal la rigurosidad de los horarios es ley.
“Tienes cinco minutos para bañarte. Al oficial le valía si tenías jabón en el cabello. Te bañas con otras cuatro compañeras...”.
Tirar una almohada era motivo de sanción. Pegar una foto en la pared era motivo para recibir el castigo de vivir 60 días en una celda sin luz.
En cuestión de días, Mónica pasó de soñar con ser una empresaria de boutiques, a vivir en un penal federal y convertirse en un número de expediente: era la 547
Así fueron los primeros dos años. Mónica no hablaba con nadie. Hasta 2015, antes de ser trasladada al penal en Cuernavaca, que comenzó a despertar.
LA LUCHA
Mónica Esparza despertó en 2015. En el penal de Tepic comenzó a visitar la biblioteca. Encontró en la lectura de los códigos penales una motivación.
Durante mucho tiempo los abogados de oficio le dijeron a Mónica y a su familia que el caso estaba perdido. Que el partido había comenzado 10 a cero en contra. Les recomendaban que Édgar, el hermano, se echara la culpa para que, tal vez, Mónica saliera en 20 años y disfrutara un poco a sus hijas. Mónica les escribió cartas que nunca tomaron en cuenta.
Pero con la lectura de las leyes, Mónica empezó a entender sus derechos.
“Yo misma formulaba mis amparos y los mandaba; mandaba al juez mis cartas, pidiéndole esto porque era mi derecho, copias porque era mi derecho. Yo metí mi prueba del protocolo de Estambul ante el juez”.
También comenzó a escribirle a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
En la cárcel, Mónica trabajaba para comprar sus estampas, los sobres, las hojas, las plumas y poder hacer los escritos a mano.
“Para tener 20 estampillas tenía que trabajar muchísimo sin dormir... Aprendí de un dibujo chico, hacerlo en grande, pintar en lienzo, luego tuve mi taller de dibujo”.
En Cuernavaca entró a una maquila de costura que hacía uniformes. Una parte del dinero que ganaba lo mandaba a su familia, otra parte se quedaba en la tienda para poder comprar cosas personales como champú o jabón, porque en el penal sólo le daban dos rollos de papel sanitario, una pasta de dientes pequeña y un jabón roma.
Mónica buscó a la ONU, Amnistía Internacional, al Centro Prodh y todo comenzó a hacerse público.
En 2016 la CNDH documentó el caso y emitió la recomendación 15/2016, en la que acreditó la existencia de retención ilegal, tortura, violencia sexual y ejecución arbitraria en contra de las víctimas.
Todo fue a través de las cartas. Las llamadas no eran opción porque sólo le permitían una a la semana y esa la ocupaba para hablarle a sus hijas.
“No podía desaprovechar mi llamada. Era muy sagrado porque no tenía visitas. Las llamadas eran una bendición. Mejor me esforzaba en trabajar y mandar mis cartas”, comenta.
Las cartas comenzaron a tener impacto. Directores de organismos y embajadores llegaron a visitarla.
Jorge Nava, entonces parte de la Oficina en México del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU también la visitó. Madeleine Penman, investigadora de tortura para México de la Oficina Regional para las Américas e Amnistía Internacional y claro, el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), a quien Mónica dice que les debe la vida.
-Mi proceso se tardó porque había mucho gobierno metido aquí, sobre todo la persona que nos hizo todo esto. Sé que algún día va a pagar por todo esto.
-No te gusta decir su nombre.
-Sí, en ese tiempo era el director de Seguridad Pública, el señor Adelaido Flores.
Todo comenzó a espabilarse. Mónica hacía ruido. Pero eso también le trajo consecuencias sin que ella se enterara: la muerte de su hermano Adolfo Ulises Esparza presuntamente a manos de la policía de Torreón en represalia por lo que Mónica intentaba.
Es el testimonio de Mónica. Apenas y puede porque hablar de la muerte de su hermano le desgarra la voz:
“Mi mamá me ocultó tantas cosas, si me hubiera dicho, ‘sabes qué Adelaido Flores levanta a tu hermano, me lo golpea y me lo avientan todo golpeado’, hubiera, te lo juro por Dios que hubiera preferido quedarme en la cárcel y que mis hijas vinieran de visita, pero que no mataran a mi hermano. Jamás, jamás hubiera querido. Es algo con lo que siempre voy a cargar... Es algo que luché mucho por mi libertad. Yo siempre le movía y le movía, si no le hubiera movido no le hubieran hecho nada a mi hermano.
“Le mandaba (Adelaido Flores) recados a mi mamá con mi hermano y le decía que mientras él estuviera nunca iba a salir, y que me dijera que dejara de estarle moviendo con asociaciones. Mi mamá nunca me dijo. Yo fui la que busqué al Centro Prodh, Derechos Humanos, la Amnistía... Hubiera preferido mil veces que mi hermano estuviera aquí afuera, con sus hijas, con su vida. Es algo con lo que siempre voy a cargar. Siempre, siempre. Te lo juro por Dios que me hubiera quedado en la cárcel con tal de que él estuviera con vida. Sé de todo lo que es capaz porque yo lo viví.
“Cuando salgo y que quiero ver a mi hermano, mi mamá me lo enseña en cenizas, me explica todo y lo que pasó. Hasta el día de hoy lo voy a cargar. Trato de echarle ganas y corresponderles a sus hijas en lo que necesitan, pero eso no repara nada...
“Me puede tanto que haya pasado por eso solo porque yo le movía. Si le movía era porque quería mi libertad, también quería ver a mis hijas que estaban en un albergue...
“Yo sabía que era inocente, no me lo merecía. Por qué iba a estar. No me lo merecía. Ya había pasado por muchas cosas, como para estar así. Si yo sabía que a mi hermano le pasaba todas esas cosas jamás lo hubiera hecho. Jamás, jamás, mi mamá nunca me dijo nada, nada. Te puedo jurar que mi hermano estaría vivo...”.
Su hermano Adolfo Ulises Esparza murió de dos balazos en 2016. La parte oficial es que en un intento de asalto cometido supuestamente por Adolfo Ulises, la víctima forcejeó y se soltaron dos disparos que le quitaron al vida al hermano de Mónica.
Ella dice que el cuerpo de su hermano fue encontrado con mucha tierra y tenía dos disparos en zonas del cuerpo que le provocaron que se desangrara.
“Me fui sin un abrazo de él y salí sin un abrazo de él”.
LA NOTICIA
Mónica peleó por su libertad. Exigió que se tomaran en cuenta pruebas. Se aferró, por ejemplo, a que la carearan con los supuestos secuestrados.
“De dónde chingados salieron esas tres personas. Quiero verlas y me careen. Dijeron que yo era la autora, después que yo les daba de comer, que yo los cuidaba y daba de comer. Me aferré, quería los careos con ellos, verlos a la cara. Uno cuando se siente libre, crees en tu inocencia y vas a pelear. Quería que me vieran a los ojos, porque eso no era cierto”.
Nunca existieron. Nunca aparecieron en los supuestos domicilios.
El Centro Prodh empezó a visitarla en 2017. Fue hasta 2019, después de hacer su propia investigación, que le anunciaron que serían sus abogados oficialmente. Ese día Mónica lloró.
El Centro comenzó a hacer presión. Mónica iba de una audiencia a otra. Todo empezó a moverse.
Mónica dudó por momentos que pudiera salir. Se peleó con Dios, le reclamó. Convivía en la cárcel con gente que presumía haber cometido delitos y que salía a los pocos meses. Era algo que le enfurecía, que le hacía vaciar su coraje con Dios. También le provocaba momentos de depresión.
“Por qué si dicen que una hoja de este árbol no se mueve sin que tú sepas, por qué estoy aquí. Yo lo maldecía. Muchas veces, con mucho coraje. Con mucho odio a la vida. Quería tener esa respuesta y no la tenía”.
Muchas veces se imaginó que tendría su vida en la cárcel y que no saldría.
Pero había muchas cosas a favor de Mónica, sólo era cuestión de que se desahogaran las pruebas, algo que pudo haber hecho un defensor de oficio de tantos que tuvo. Pero a ellos nunca les interesó.
El 12 de febrero de 2020, un mes antes de que llegara la pandemia a México, el juez aceptó el cierre de la causa penal 24/2013. No más investigaciones ni pruebas. Ahora todo había quedado en manos de un juez.
El 12 es un día simbólico para Mónica. Un 12 de diciembre conoció a Alfredo. Se juntó con él un 12 de junio. Un 12 de febrero de 2013 la detuvieron, un 12 de febrero de 2020 el juez aceptó el cierre de la investigación.
Lo siguiente tuvo que pasar en un día 12.
El 12 de marzo, apenas un mes después del cierre de la investigación, el juez federal Yuri Alí Ronquillo Vélez tuvo la resolución del caso.
Ese día, Mónica llegó de la danza árabe y se metió a bañar cuando escuchó el grito de una oficial: ¡547, notificación!
Una vez se cerró su caso, ella sabía que la próxima vez que escuchara su número, ese día sería decisivo. Así fue. Al escuchar que la llamaban se heló.
“Mónica te están hablando, notificación, es tu cierre”, le decían las internas.
Todo lo que vivió llegó a su mente. Quedó pasmada, como si un flashback de emociones le sacudiera enfrente de ella.
“Si es una sentencia, qué voy a hacer”, se preguntaba Mónica mientras corría para cambiarse.
Llegó al área de notificaciones con el cabello escurriendo y allí se encontraba la actuaria que le comenzó a leer toda la resolución.
“Se acaba de levantar una resolución de la causa 24/2013... Se ordena libertad inmediata de la acusada...”.
“Empecé a llorar, temblaba, me puse tan mal, la notificadora me decía: respira, es tu libertad. La escuchaba a lo lejos que me decía ‘no vas a dejar tu vida aquí’. Me fui desvaneciendo. Me tiré en el piso, estaba llorando. Era algo por lo que yo había peleado mucho. Que ya era libre, que le daban 24 horas al penal, uta, ya se acabó todo. Sin saber que empezaba algo acá muy fuerte.
Era volver a estar con mis hijas. Era algo que no podía creer. La escuchaba a lo lejos. Ya tenía a los oficiales levantándome. Una me echaba aire. Eran oficiales que me conocían. Sabían tu nombre, pero no te hablaban por tu nombre. La oficial Gaviota me decía “Castro ya eres libre y me echaba aire... Era una tembladera, eran lágrimas de felicidad”.
LA LUCHA CONTINÚA
A Mónica Esparza la cárcel le sacó muchas virtudes que no conocía. La lectura era uno de sus principales refugios.
En prisión hizo suya una frase de un libro del novelista Paulo Coelho: “nunca sabes qué tan fuerte eres, hasta que ser fuerte es tu última opción”.
“Fue lo que me pasó, no sabía qué tan fuerte era, hasta que fue mi última opción, tenía que ser fuerte para salir adelante. Tenía que estar fuerte porque unas personas dependían de mí y me estaban esperando”.
Hoy Mónica Esparza se dice fuerte. Si algo la tumba se levanta enseguida, afronta las adversidades como se le presenten.
Antes idealizaba un futuro. Quería ser empresaria, quería ser dueña de sus negocios y dejarle algo a sus hijas. Hoy vive el día a día.
“Si esto tengo para comer, esto lo como”, dice. No planifica nada y es feliz con lo que tiene, aunque a veces sólo haga una comida al día. “Cada día lo vivo como el último de mi vida”, añade.
Hizo las paces con Dios y ahora acostumbra a leer la Biblia. Se persigna cada que sale de su casa, cuando regresa o cuando come sus alimentos.
“Siempre le voy a agradecer a Dios ser lo que soy”, asegura. “Ahora disfruto una plática con mis hijas”, añade.
Sus hijas estuvieron con ella cuando Mónica obtuvo su libertad.
Salió con una mano adelante y otra atrás, pero el Centro Prodh la vistió, la calzó y le dio de comer.
“Estoy en una etapa de mi reparación. Siempre he dicho que cuando se concrete la reparación voy a donar una parte al Centro. Hay mucha gente inocente. Me defendieron y me sacaron”.
Sin embargo, este proceso ha sido una lucha contra un monstruo llamado gobierno. Mónica Esparza lleva el trámite de la mano de la Comisión Estatal de Atención a Víctimas (CEAV), pero todo se mueve lento y burocrático. Necesita trasladarse a la capital para que le hagan caso.
A pesar de que el gobierno aceptó reparar el daño, no han entregado ni un solo peso y siguen negociaciones por el monto que le entregarán. Mónica no quiso saber nada de una disculpa pública.
También obtuvo medidas cautelares para que ninguna corporación se le acercara o se acercara a casa de su mamá, aunque los hostigamientos y abusos continúan no solo hacia ella, sino también hacia su familia, asegura.
Mónica duró dos meses sin salir de casa por el miedo a las policías. Después se mudó a Saltillo porque no quería vivir en Torreón, pero ante el acoso a su familia regresó a ponerle cara a los abusos que persisten.
Actualmente Mónica trabaja en una pastelería y suelen presentarse policías a su trabajo y meterle el dedo a los pasteles.
El 24 de mayo de este año, Mónica denunció públicamente el hostigamiento, agresiones e intimidaciones de policías municipales y estatales hacia ella y su familia. Ese mismo día pidió al gobernador y al alcalde frenar todos los abusos.
“Odio a los policías municipales con toda mi alma”, dice. “Todo mi odio y resentimiento lo tengo contra los municipales”, recalca.
Cuando Mónica salió libre en 2020, se giraron automáticamente siete órdenes de aprehensión por los delitos de homicidio, violación y tortura contra los policías que firmaron el parte de la detención. Cinco de ellos se dieron de baja de la corporación.
Hace un año, personal de la CEAV se comunicó con Mónica para avisarle que se habían ejecutado dos órdenes de aprehensión contra dos oficiales que hasta hace un año seguían activos: Mario Luévanos Rocha y Henry Osuna.
Mónica no lo podía creer.
“Lloré. Siempre he dicho que en mi proceso siempre ha estado metido gente poderosa que protege a Adelaido. Ha estado la mano de ellos y el proceso no ha avanzado”, dice.
A la siguiente semana se comunicaron de CEAV para informarle que una jueza en Saltillo decidió soltarlos porque no encontró pruebas suficientes para procesarlos, a pesar de que estaban -están- todas las pruebas de su expediente.
“Me tuvieron siete malditos años de mi vida en la cárcel, sin ninguna prueba en mi contra salvo el parte informativo porque era la única prueba. Solo porque los policías dijeron que me encontraron en una casa de seguridad, por eso pasé siete años de mi vida, aun con todas las pruebas que no se desahogaban y ellos con todas las pruebas resulta que no hay las pruebas suficientes para que estén en una cárcel”.
EPÍLOGO
Mónica y su esposo Alfredo tenían una casa que habían fincado. Alfredo se la dejó a Mónica, pero actualmente ahí viven los papás de él.
“No tengo el corazón para sacarlos de ahí. Les dije que cuando mis suegros no estén, recogeré la casa, que no se las iba a vender porque una parte de mí se quedó en esa casa”.
Mónica únicamente les pidió que le permitieran estar allí una tarde. Que le prestaran las cenizas y la dejaran sola para llorarle. Dos meses y medio después de salir de prisión, estuvo en la casa. Toda una tarde.
“Es algo que nunca voy a sanar. Así pueda tener a otra persona. Nunca la olvidaré. Es algo con lo que siempre voy a vivir. Nunca querré a una persona como la quise a él. Es algo que no cerré. Lo hicieron que se cerrara”.