Diplomáticos en los altares
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Karol Wojtyla no estaba formado en la diplomacia pero tenía un fuerte sentido del valor de las relaciones internacionales del Vaticano
Hoy, viernes santo, me parece pertinente dedicar mi colaboración a dos personajes de nuestro tiempo que dejaron huella en la política internacional y a quienes la Iglesia Católica canonizará el próximo domingo 27: Ángelo Giuseppe Roncalli, conocido como Juan XXIII y Karol Wojtyla identificado con el nombre de Juan Pablo II. Ambos fueron obispos de Roma y titulares del primado de Pedro; se les han reconocido virtudes en grado heroico para elevarlos a los altares.
En estos días se hablará de sus vidas, en especial de su obra religiosa, apostólica y eclesial: de Juan XXIII, el Papa bueno, se dirá que cuatro años y medio de pontificado le bastaron para hacer una revolución, se recordará su audacia profética para convocar al Concilio Vaticano II que actualizó a la Iglesia en la segunda mitad del siglo XX; de Juan Pablo II, el Papa que vino del frío, los 26 años de ministerio petrino, su predicación itinerante para encontrarse con su grey de los cinco continentes , del atentado que sufrió el 13 de mayo de 1981, de su propuesta de cristianismo para el Tercer Milenio. Ambos fueron Papas de gran carisma con personalidades ricas en lo espiritual y humano.
Entre sus abundantes obras está su destacada participación en las relaciones internacionales, en las que intervinieron para cumplir su misión evangélica al servicio de los hombres y de la paz.
Angelo Roncalli no pasó por la Academia Pontificia, el centro de altos estudios donde se forma la diplomacia al servicio de la Santa Sede, pero era un diplomático nato: en 1925 el Papa Pío XI lo nombró visitador apostólico en Bulgaria donde durante diez años realizó un extraordinario acercamiento con el Rey Boris y con el cristianismo oriental. Se guiaba por un principio: ¡No te preguntaré si eres católico o no; hermano de Bulgaria es suficiente!. En 1935 fue designado Delegado Apostólico en Turquía en donde se distinguió por su labor humanitaria a favor de los judíos y de otras minorías perseguidas durante la Segunda Guerra Mundial. En 1944 se le designó Nuncio en Francia, en donde tuvo que recomponer la relación entre el episcopado francés y el presidente Charles De Gaulle. Su estilo diplomático se resumía en dos palabras: diálogo y paciencia. Ya electo Papa se acercó a la URSS, abrió comunicación con Kruschev a través de diversos canales, entre ellos con su yerno Adjubei, casado con Rada hija del líder soviético. Roncalli realizó una delicada labor de mediación en la crisis de los misiles en Cuba. Su encíclica Pacem in Terris, (1963) fue un planteamiento integral sobre el orden mundial sustentado en los derechos humanos, alejado del discurso de la guerra fría muy en boga en esos días.
Karol Wojtyla no estaba formado en la diplomacia pero tenía un fuerte sentido del valor de las relaciones internacionales del Vaticano y en su pontificado desarrolló una gran cantidad de iniciativas en este terreno. Había sido vicario, párroco y obispo en la Polonia comunista, conocía bien la realidad del Este de Europa. Si en algún lugar las primeras palabras de su presentación al mundo, ¡No tengan miedo! tuvieron un efecto revolucionario fue en esos países. Al oírlo el asesor de seguridad de Carter, el también polaco Brzezinsky, dijo: cambiará el curso de la historia en Europa oriental. Después de la caída del Muro de Berlín, en 1990, Juan Pablo II se encontró en Praga con el presidente Havel y en un diálogo en el que estaba presente Dubcek, sobreviviente de la invasión soviética del 68, el líder checo exclamó: yo no sé lo que es un milagro pero sé que estoy participando de un milagro. Hacer milagros es condición para ser declarado santo.
Por Luis Felipe Bravo Mena
Twitter: @LF_BravoMena
(El autor es exembajador de México ante la Santa Sede)