Infidelidades, el pun de cada día
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A cierto señor le dijo un médico:
-Le tengo dos noticias: una mala y otra buena. La mala es que su esposa tiene una enfermedad venérea. La buena es que no fue usted quien se la contagió.
Hay muchas maneras en que un hombre puede enterarse de que su mujer le ha sido infiel. Me sé una historia. Debe ser muy antigua, pues pertenece al tiempo en que los peluqueros todavía se llamaban así, peluqueros, y no estilistas. Para mí un estilista es alguien como Flaubert o El Ratón Macías, pero entiendo que el sentido de la palabra ya ha cambiado.
Uno de sus clientes le dijo al peluquero:
-Me sucedió algo muy triste, maestro. Ayer me fui de la oficina a la casa porque traía un jaquecón tremendo, y encontré a mi mujer con otro.
-¡Qué barbaridad, señor! -exclama consternado el fígaro-. ¡Debe ser muy feo que la señora lo engañe a uno!
-¡Óigame no, maestro! -protesta el caballero-. Usted entendió mal. Me fui de la oficina a la casa porque traía un jaquecón tremendo, y encontré a mi mujer con otro: con otro jaquecón.
Y soltó la carcajada por la broma que le había jugado al peluquero. Rió también éste de buena gana la ocurrencia, y se propuso hacerle la misma jugarreta a otro cliente. Al día siguiente llegó el primer parroquiano, que vivía en la misma calle del fígaro. Le contó éste:
-Me sucedió algo muy triste, vecino. Ayer me fui de la peluquería a la casa porque traía un jaquecón tremendo, y encontré a mi mujer con otro.
Le dijo el señor con acento condolido:
-Eso ya lo sabíamos todos en la colonia desde hace mucho tiempo, maestro, pero no se lo habíamos querido decir.
Aquel otro señor cuyo lamentable caso me ocupa hoy se enteró de la infidelidad por otro medio: un anónimo. Al principio no creyó lo que decía el papel, pero sus sospechas quedaron confirmadas cuando una noche, al hacer el amor con ella, su mujer empezó a gritar:
-¡Ranulfo! ¡Ranulfo!
Él no se llamaba más que Juan, y amenazó a su esposa con golpearla si no le decía la verdad. Ella calló. Le dijo que la mataría si no le confesaba su traición. La mujer permaneció muda como un esfínter. (Nota de la redación. Seguramente nuestro amable colaborador quiso decir como una esfinge). Entonces el marido le anunció que si no reconocía su culpa ya no le daría dinero para ir a McAllen. Al oír eso ella prorrumpió en llanto y lo confesó todo.
La historia es vulgar. Casi todas las historias de amor lo son. Las de amor prohibido menos que las de amor legal, pero también tienen lo suyo. Había conocido al tal Ranulfo en el supermercado, y él le dijo una galantería. Le dijo:
-¡Ay, mamá, qué tren tan largo, nomás el cabús le veo!
El piropo venía muy al caso, porque la señora era nalgona.
-Y ya sabes âle explicó entre lágrimas la mujer a su marido- que nunca he podido resistir las palabras bonitas.
Ella y aquel hombre hicieron una cita. Cuando estuvieron juntos él le pidió un beso. La señora se negó, pues no acostumbraba âdijo- besar en la primera cita. Pero el beso fue lo único que negó; en aquella primera cita entregó todo lo demás.
Escuchó el marido aquel relato y luego preguntó, severo:
-Y ¿lo has seguido viendo?
-No -respondió ella-. Siempre cierro los ojos cuando estoy con él.
(Continuará).