Amor fati: aceptar el destino, sin odios ni orgullos
Las personas −en gran medida por nuestras emociones, sentimientos y razones− vamos construyendo, paso a paso, el lugar que nos corresponde en la vida: el destino no es sólo una cuestión de suerte o cósmica. Es parte de nuestras decisiones que hemos ido tomando. No hay que sorprenderse. Lo que tenemos es, sin duda, resultado de nuestra conducta, positiva o negativa.
Hay, sin embargo, acontecimientos de nuestra vida que no podemos necesariamente controlar. Pueden explicarse. Pueden aceptarse. Pueden disfrutarse. Pero no pueden controlarse: pasan y marcan nuestro destino. Esos hechos no dependen de uno. Pero, creo, depende de uno el cómo te afecta, para bien o para mal.
Para mí, la filosofía siempre me ha ayudado a explicarme la realidad. Mi realidad, incluso. Son las maneras de comprender el mundo. Las personas siempre estamos pensando para significar las cosas, los acontecimientos. Si no lo hacemos, la realidad nos impone la manera de entender lo que nos pasa. Nos podemos resignar o no. Pero, quizás, lo más importante para nuestra tranquilidad es, a mi juicio, aprender a aceptar lo que nos sucede inevitablemente para poder vivir con cierta paz, con todo lo bueno o malo que nos suceda.
Friedrich Nietzsche, por ejemplo, sintetizó el concepto de amor fati para amar tu destino, que es, en realidad, tu vida. En el libro “Ecce Homo” habla de qué es para él la grandeza en un ser humano. Es, según él, aprender a que “nada sea diferente, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni en toda la eternidad”. Es decir, lo que te pasa en la vida como necesario hay que saber amarlo.
Esta idea de amar lo que nos sucede inevitablemente tiene raíces en la filosofía estoica que fundó Zenón. Para los estoicos, todo lo que ocurre obedece a una razón lógica. El Logos es un ente racional que todo lo ha predispuesto, en forma tal que los eventos ocurren por un plan lógico, necesario y racional que −a veces− no podemos comprender.
A todos, en efecto, nos han pasado cosas que −a primera vista− no entendemos. Es más: lo podemos rechazar. Nos puede molestar. Pero si amamos lo que nos pasó, sin orgullos ni egos, podemos descubrir luego la mayor grandeza de ese destino. La clave, a mi juicio, está en no hacer tragedias de lo que te sucede ni de tus decisiones. Si lo haces, va a ser muy difícil que comprendas lo maravilloso de ese acontecimiento por más que te haga sufrir.
Epicteto decía que “no pidas que las cosas sean como tú las deseas, sino deséalas tal como son, y serás feliz”. No es fácil. Las personas siempre queremos que sean las cosas como las deseamos. Pero −casi siempre− no es así. Las cosas que realmente hay que amar son las que nos suceden. No porque las deseamos, sino porque son las que nos ayudarán a conseguir lo que realmente queramos para estar en paz, para amar tu destino que no puedes eludir, que nunca podrás evitar.
LAS TRAGEDIAS MORADAS
A mí me han pasado cosas inevitables. En forma racional, nunca pensé que haber querido transformar de manera positiva a la escuela de la que egresé como jurista, me iba a generar tantos odios, difamaciones y conflictos. Pero así pasó.
Fue una tragedia. Toda una institución y generación se afectó. Es una lástima ver en lo que se convirtió. Pero, desde el principio, acepté ese destino. Nunca permití que me hicieran daño los rencores, las envidias o los odios en mi contra. No tengo malos recuerdos. La página la pasé muy rápido.
Pero, además, entendí que esa situación que me pasó era necesaria para fundar algo más importante: la AiDH. Y más aún: entiendo, asimismo, que la AiDH, como gran patrimonio generacional, me genera sacrificios personales que muy pocos están dispuestos a aceptar. Pero, al final, son necesarios.
Lo único que me queda, siguiendo a los estoicos, es amar ese destino. Es decir, sin orgullos, odios ni egos, aceptar que es una de las mayores grandezas que un ser humano puede tener es, ante todo, aceptar todo lo que nos pasa, sin que reniegues de tu destino porque, al final, también fuiste parte de esa consecuencia lógica, inevitable y racional. Sencillamente: porque así lo decidiste.
Entonces, lo peor que le puede a uno suceder no son los malos acontecimientos que te pasan en el camino. Menos si tú los decidiste. Es más bien no aprender a aceptarlos para poder vivir con ellos, sin egos, sin odios y sin orgullos.
El no aprender amar el destino −siguiendo la filosofía del amor fati− sólo genera infelicidad, más tragedias e infortunios de la vida que serán más difíciles de transitar. Porque, al cabo, ese destino lo construimos nosotros porque fue lo que no podemos evitar. Quizás porque en el fondo fue lo que realmente quisimos hacer. Sólo hay que descubrirlo, aceptarlo y encontraremos, finalmente, lo mágico que es amar ese tipo de destino que te marcará para siempre.
Encuesta Vanguardia
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