Coahuila: segundo debate, menos calorías, pero mismo sabor
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Dicen que los debates deberían ser un duelo de ideas y propuestas.
Permítame reírme. Es más, le invito a que vea cómo me parto de la risa.
¿Qué? ¡Ah! ¿No puede verme?
Entonces pondré algunas expresiones escritas con las que usualmente se manifiesta hilaridad en redes sociales y ámbitos cibernéticos:
LOL (laughing out loud), LMAO (laughing my ass off), ROTFL (rolling on the floor laughing), PMSL (pissing myself laughing), KKKKKK (esa tiene valor onomatopéyico) y XD (que es más bien un emoticon o ideograma tipográfico).
El lector, lectora, lectore sabrá dispensar mi sorna, pero es que no puedo evitar reaccionar de esta manera ante la inocencia y la candidez.
Y no se ofenda si usted comparte dicha noción, pues razón no les falta. Yo mismo creo que ello sería lo más deseable... claro... en un mundo ideal: uno en el que las propuestas de campaña fuesen algo más que un mamotreto escrito por un montón de consultores en las diversas especialidades concernientes al servicio público y al cargo al que se aspira, pero que en la práctica vale menos que su lista de propósitos de año nuevo. Porque lo que se necesita no son buenas ideas, esas están allí todo el tiempo; todo el tiempo, no sólo en época de campañas. Lo que se requiere es voluntad para ponerlas en práctica, para hacerlas realidad y materializarlas.
Siendo aún más estrictos, los debates ni siquiera deberían ser ese concurso de a ver quién tiene la lista de deseos más larga, más bonita y mejor intencionada.
Deberían ser la oportunidad para que cada contendiente expusiera su visión, el rumbo hacia dónde quiere llevar a una comunidad, de acuerdo con los ideales de su partido y sus personales convicciones, que podrían ir de izquierda a derecha, con todos los matices de gris del espectro intermedio.
Pero eso no pasa ni en el primer mundo, así que no se me achicopale, que también en las democracias que se consideran avanzadas los debates suelen ser un duelo de mutuas descalificaciones, en los que cada candidato intenta asustar al electorado con el mítico petate del muerto sobre las consecuencias de votar por su oponente, al que le sacan sus peores antecedentes de hasta cinco generaciones atrás (no sé si los debates de Trump- Clinton o Trump-Biden aún estén frescos en su memoria y si no, ahí deben estar en YouTube).
Defiendo desde hace muchos, muchos, muchos años, el supremo derecho de nuestros políticos de hacer de los debates un circo romano multipista, en el que se despojen de la poca dignidad que les queda (no olvidemos que la mayor parte de esa dignidad la pierden abrazando gente pobre y besando niños chorreados en sus recorridos “con el pueblo”) y con salvajismo inaudito se tiren con todo, desde escupitajos hasta armas de descalificación masiva.
Si uno recibe un insulto tan sonoro o es exhibido de manera tal que termina en el suelo convulsionando y echando espumarajos porque sabe que su carrera ya no se recuperará, yo no tengo ningún empacho y créame que el evento ganará muchísimo en audiencia.
Exigir que los debates sean una lluvia de ideas y de propuestas equivale a ponerlos a competir para ver quién nos puede pintar la utopía más bonita.
Pero es que también tenemos que poner en perspectiva quién, de acuerdo a sus antecedentes, es lo suficientemente íntegro y capaz para hacer realidad siquiera la mitad de lo que dice.
¿Que es un espectáculo lamentable ver cómo se sacan la garra? Sí, pero no es del todo baladí; ello no anula el valor del ejercicio, al menos no necesariamente.
No olvidemos que nuestra élite política, sobre todo cuando se instala en la comodidad del servicio público, rara vez o nunca comparece ante la ciudadanía. Es rarísimo que un político-funcionario confronte los reclamos populares.
Si a ello le agregamos las deficiencias del ejercicio periodístico, que rara vez pone en aprietos a los funcionarios de primer nivel; si somos conscientes de que jamás responden por sus actos; si nunca se atreven a ser críticos con la jerarquía de su partido, entonces, aunque sea de candidato a candidato y aunque sea como mera provocación, nos gustaría escuchar lo que el interfecto tiene qué decir sobre su pasado, sobre su trayectoria y sobre los escándalos que pesan en la divisa política que lo impulsa.
El segundo debate entre candidatos a la gubernatura coahuilense, organizado por la Concacaf (o algo así) fue un ejercicio que ganó en mesura en comparación con el del domingo.
Aun así, persistió una constante en ambas ediciones: los señalamientos al candidato puntero, el abanderado del partido oficial en el Estado, Manolo Jiménez Salinas y, por su parte, el obviar dichos cuestionamientos y seguir apegado a su guion sin salirse de la rayita.
Pero como ya le he dicho (o lo pensé), ni cien debates van a mover significativamente las tendencias e intención de voto de los coahuilenses y a menos que un evento extraordinario aconteciera −y no puedo imaginarme ninguno−, el PRI conservará la gubernatura.
Si Jiménez Salinas será el próximo Jefe del Ejecutivo en el Estado, bien haría en asumir una realidad: la de que los cuestionamientos que se le han hecho durante estos debates, concernientes al moreirato y su consecuente megadeuda, no van a desaparecer.
Y aunque puede vivir tratando de ignorarlos, soterrándolos debajo de un discurso optimista y echao pa’delante, ello no desvanecerá esos tema peliagudos, como no solventa el boquete financiero que padecemos.
Ya Jiménez tuvo ocasión de comprobarlo el domingo cuando dijo que “ya no existe el moreirato” y se rieron hasta los camarógrafos de la transmisión.
El problema sencillamente no va a desaparecer y, aunque en efecto, es reiteradamente retomado por sus adversarios políticos para tundirle, ello no lo hace menos real.
Haría una diferencia enorme y ganaría mucha legitimidad si Jiménez Salinas encarase a su gran adversario, que no es ni Guadiana, ni el Tigre Mejía Berdeja, sino la sombra de los Moreira.
Es un hecho al día de hoy que llegará a la gubernatura, me atrevo a decir que sin mayores inconvenientes, pero sólo él puede decidir en qué condiciones de cercanía con la realidad habrá de arribar.
Encuesta Vanguardia
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